martes, 29 de septiembre de 2020

MI CUARTIL DE INVIERNO: LAS 25 NOVELAS DEL SIGLO XXI


  No, no haré una lista equivalente de las mejores novelas españolas de lo que va de siglo. Me siento implicado como escritor y detesto el amiguismo, aunque algunos no lo crean. Lo que no quiere decir, en absoluto, que no sepa qué libros españoles cuentan para mí, y cuáles no, por más que otros se empeñen en imponerlos algo espuriamente en el debate.
Me quedo con mi cuartil de literatura internacional, que es lo más fácil y atractivo para mí, dados mis gustos y tendencias más bien transnacionales. No doy más de un libro por autor (hélas!) y la condición esencial para ser incluido es participar de la ficción de algún modo, por caprichoso que sea este. Nada de autobiografías, ni memorias enmascaradas de novela, ni diarios disfrazados, ni nada de nada del mismo chocolate ombliguista. Por más que guste a los lectores mayoritarios, el género egocéntrico no deja de ser para mí una rebaja de la exigencia inventiva que debe construir el discurso novelesco. Ficción y solo ficción en todas sus formas y variantes (metaficción e hiperficción incluidas).
Valores novelescos que defiendo sin concesiones: invención, creatividad, ingenio, originalidad, poder de fabulación, arquitectura formal, destreza verbal, exigencia intelectual e intransigencia moral. El poder de la ficción literaria elevado a la máxima potencia creativa. No están los tiempos para darle la razón a los ociosos y perezosos del gusto convencional y a esa clase media lectora que tiraniza con su gusto blando el sector ventas y promoción de la industria editorial. Si algunos libros que cito, los menos, no han sido traducidos, no es culpa mía, desde luego. La literatura que aprecio es plenamente contemporánea y comprende los entresijos de su tiempo y cultura con una actitud intempestiva y nada nostálgica. Me gusta la literatura que ha sabido tomar nota del mundo en el que vive y sobrevive, a pesar de toda la resistencia, y sabe estar a la altura de los desafíos a los que se enfrenta como arte al pretender existir en un mundo hostil a la inteligencia que solo la literatura posee en grado extremo. Una literatura que se expresa con entera libertad, sin más complicidad de la necesaria con el estado de las cosas, ni añoranza de ningún tipo por formas trasnochadas o discursos anticuados.
Elijo novelas, sí, solo novelas. Entiendo la novela como ese género formalmente expansivo, abierto y nada categórico: un artefacto de ficción extenso y ambicioso que transmite una visión singular, inquietante, inconformista y perturbadora del mundo en que vivimos y produce un placer único de lectura que aúna el conocimiento, el asombro, la lucidez y la excitación. Solo elijo grandes novelas, por tanto, repletas de imaginación, fantasía y lenguaje, con la única condición, además, de que hayan sido publicadas entre 2001 y 2020.
Me atengo a la cronología exacta y eso me obliga a dejar fuera de la lista un puñado de novelas memorables que clausuraron el siglo XX, asomándose al filo de su tiempo, y han servido como valiosos modelos en estas dos décadas del nuevo siglo: La mancha humana (Roth), Casa de hojas (Danielewski), Glamourama (Ellis), La ignorancia (Kundera), La familia real (Vollmann), Homo Zapiens (Pelevin), Super-Cannes (Ballard) y Desgracia (Coetzee). No importa, quedan mencionadas aquí como el punto cero a partir del cual me saldrán las cuentas de mi suma de libros.
Entiéndase también esta selección como una tentativa de definición de una estética narrativa del siglo XXI.
Estas son, por orden de preferencia, las 25 novelas de los primeros 20 años del siglo XXI:


1.      Contraluz (Against the Day; Thomas Pynchon; 2006)

2.     El atlas de las nubes (Cloud Atlas; David Mitchell, 2004)

3.     La vida y la muerte me están desgastando (Shēngsǐ píláo; Mo Yan, 2006)

4.     El clamor de los bosques (The Overstory; Richard Powers, 2018)

5.     Cosmópolis (Cosmopolis; Don DeLillo, 2003)

6.     Kafka en la orilla (Umibe no Kafuka; Murakami Haruki, 2002)

7.     Europa Central (Europe Central; William T. Vollmann, 2005)

8.     Plataforma (Plateforme; Michel Houellebecq, 2002)

9.     Ice Trilogy (Bro, Ice, 23.000; Vladimir Sorokin, 2008)

10.  Zeroville (Steve Erickson, 2007)

11.   Une vie divine (Philippe Sollers, 2006)

12.  Milenio negro (Millenium People; J. G. Ballard, 2003)


14.  Mundo espejo (Pattern Recognition; William Gibson, 2003)

15.  Las correcciones (The Corrections; Jonathan Franzen, 2001)

16.  Villa Vortex (Maurice Dantec, 2003)

17.  Middlesex (Jeffrey Eugenides, 2002)

18.  Elizabeth Costello (J. M. Coetzee, 2005)

19.  The Adventures of Lucky Pierre: Director's Cut (Robert Coover, 2002)

20. La fortaleza de la soledad (The Fortress of Solitude; Jonathan Lethem, 2003)

21.  2666 (Roberto Bolaño, 2003)

22. Ojalá nos perdonen (May We Be Forgiven; A. M. Homes, 2012)

23. La decadencia de Nerón Golden (The Golden House; Salman Rushdie, 2017)

24. Frankisstein (Jeannette Winterson, 2018)

25. El círculo (The Circle; Dave Eggers, 2013)

martes, 22 de septiembre de 2020

AMNESIA



[Publicado hoy en medios de Vocento]

Esta pandemia ha matado a mucha gente. Y ha matado también el sentido crítico. Ha anulado la inteligencia de analizar y discutir. La pandemia ha impuesto la exigencia ciega y el mandato colectivo como argumento de autoridad moral. La gente se ha convencido de que usar las facultades intelectuales conduce al error. Que la inteligencia traiciona al corazón, es decir, los sentimientos y las emociones, y, en las circunstancias actuales, deben gobernar los dictados del corazón, ese tirano cursi de una realidad que se ha vuelto un desafío diario.
Otro mal de nuestra época se llama amnesia histórica y la memoria sentimental es, al parecer, la vacuna infalible. Tiene gracia. De modo que los mismos que pretenden olvidar a toda prisa a los muertos de la pandemia arden por conocer con exactitud científica no solo el número, sino la identidad y localización de los muertos republicanos de la guerra civil. No veo nada malo en lo segundo, pero la ironía de lo primero me parece escandalosa. En este contexto, ciertos canales televisivos han encontrado su razón de existir en satisfacer la demanda de convicción de los espectadores. Garantizarles que no es necesario pensar por su cuenta, ni criticar, ni cuestionar. Basta con creer en los dogmas de fe que se les administran a través de la pantalla y les consuelan de los sinsabores de este tiempo desabrido. Es una innovación mediática. Uno enciende la televisión y conecta con el canal favorito para recibir la dosis indispensable de credulidad ideológica con que seguir viviendo sin desengaño.
Muchos creen que la inteligencia emocional consiste en tirar la inteligencia a la basura y conservar las emociones y los sentimientos como único criterio de juicio. Si se produce la conexión emocional, la cosa funciona y, si no, el mecanismo falla. Este es el mundo inestable donde nuestros gobernantes han aprendido a moverse como estrategas, más preocupados por las reacciones y opiniones de los electores que por tomar decisiones eficaces que resuelvan problemas y mejoren las condiciones de vida. Me siento ingenuo diciendo esto. Será que estoy releyendo a Milan Kundera, más actual ahora que nunca. Como si lo que describen sus novelas con lucidez, la experiencia totalitaria y sus terribles secuelas para la vida y la inteligencia, se repitiera aquí y ahora de un modo irónico, bajo el imperio del kitsch democrático. La lucha humana contra el poder, decía Kundera, es la lucha de la memoria contra el olvido. En 1936 y en 2020. No lo olvidemos.

lunes, 14 de septiembre de 2020

DEVENIR PLAYBOY



[Paul B. Preciado, Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en “Playboy” durante la guerra fría, Anagrama, 2020]

Comencemos por el final del libro. La autopsia. La autopsia de un hombre (aún vivo en 2010, cuando se publica este ensayo por primera vez, y muerto en 2017) y también de su peculiar modo de vida. O, más bien, de una mitología centrada en la vida de un hombre excéntrico. Una mitología que ha ido expandiéndose como una creencia colectiva y acrecentando su influencia a medida que su emporio mediático iba perdiendo peso económico y cultural.
Hablo de Hugh Hefner, el “playboy” que calentó los rigores de la guerra fría con un proyecto fundado en la desnudez femenina y la fantasía masculina de poder fálico. En el fondo, este brillante estudio proporciona argumentos suficientes como para considerar a Hefner el Mesías de una religión profana, con sus templos, sus ritos, sus reliquias sagradas y sus objetos de culto. Un culto orgiástico, por cierto, muy apropiado para lo que Preciado llama (en Testo Yonqui) la “era farmacopornográfica”. O, si se prefiere, la era del capitalismo extremo, cuyo funcionamiento se garantiza a través del dopaje farmacológico y la sobrexcitación sexual de la población.
Ninguna sociedad, por pragmática que sea, puede funcionar sin mitos inconscientes, sin imágenes fascinantes, sin mitologías adorables, de un modo u otro el sistema se encarga de generarlas para alcanzar sus fines más reconocibles. De esa necesidad, como decía, surgiría el imperio hedónico “Playboy”. Los componentes de dicho culto, sobre todo durante los años de mayor esplendor de la empresa, se proponían transformar a todo lector masculino de la revista en un “playboy”, esto es, un hombre soltero o divorciado dotado de elegancia y buen gusto, conforme al canon pequeñoburgués, dueño absoluto de un espacio doméstico hecho a su medida del que la mujer había sido expulsada como ama de casa y al que únicamente podía regresar en cuanto compañera de sus juegos sexuales. De ese modo, todos los productos incorporados bajo el satinado sello del conejito permitían a su consumidor participar de la fantasía de devenir un “playboy” y organizar su vida a imagen y semejanza de la de Hefner, quien a través de reportajes, fotografías, películas, entrevistas y programas de televisión propagaba el ideario fundamental a seguir por un soltero vocacional que se reía a carcajadas de los solteros de Kafka o Duchamp (y sus pesadillas castradoras solo aptas para estetas asexuados) como alternativa al infierno conyugal y doméstico de la pareja procreadora suburbana (retratada con escalofriante verismo en la novela Revolutionary Road (1961) de Richard Yates).
Como muestra Preciado con gran inteligencia analítica, las ideas y las imágenes de Playboy no habrían tenido el impacto que tuvieron en el imaginario social masculino si Hefner, como un señor feudal de un tiempo distinto, no se hubiera preocupado por rediseñar los espacios domésticos conforme a sus ideales de un celibato promiscuo y desenfadado. Los templos utópicos de este nuevo culto consumista serían, en primer lugar, las grandes mansiones construidas por Hefner tanto en Chicago como en Los Ángeles para albergar un orden de vida que implicaba una cierta sabiduría sobre los sueños obscenos y los deseos inconfesables que el adulto de la época reprimía desde la adolescencia. En segundo lugar, los clubes exclusivos, concebidos a imitación de las mansiones como fábricas de placer ilimitado y relaciones sociales sin trabas, donde la omnipresencia de chicas semidesnudas, el lujo kitsch del decorado y la excitación pecuniaria del juego recreaban un mundo libre de obligaciones y compromisos pero no exento de beneficios.
Y, por último, la creación de singulares espacios íntimos dotados del mobiliario más moderno con el fin de satisfacer con facilidad las necesidades cotidianas del hombre de su tiempo. En el centro de ese espacio exhibicionista, con cámaras cercándola como si fuera un escenario televisivo, Hefner colocaba una enorme cama giratoria de múltiples usos, que era capaz de rotar al ritmo de las necesidades diarias, ya fueran laborales o lúdicas. En esa cama hegemónica pasaría Hefner la mayor parte de su vida, hasta el punto de contraer una lumbalgia crónica achacable al abuso reiterado de la posición horizontal.

Con los templos ya en erección, y con el heresiarca y los acólitos del culto difundiendo la buena nueva carnal, ya solo faltaba designar el objeto de culto preferente en esta “pornotopía” de estirpe sadiana. Las “conejitas”, esas féminas vivaces, esas adorables compañeras de juego del varón más juguetón, sin cuya omnipresencia tangible ese mundo viril se desmoronaría fatalmente. El cuerpo coreográfico de modelos y camareras que rodea siempre al hombre en pleno devenir “playboy”, subrayando su condición de tal, o la belleza desnuda que se exhibe en solitario, para que se puedan apreciar sus atributos sin estorbos, como una promesa de felicidad paradisíaca para el comprador onanista, quien los disfrutará en los momentos de retiro mundano. Fueron muchas las elegidas para representar con sus encantos los valores estéticos de la empresa. Así, la playmate fundacional fue una exuberante Marilyn Monroe, encarnación pulposa del ideal de belleza sexuada de los cincuenta, y la decadencia del tipo la encarnaría, con sus excesos quirúrgicos, Pamela Anderson, la musa siliconada de los ochenta y noventa. Es irónico que Hefner, sabiéndose al borde de la muerte y, por tanto, de la inmortalidad reservada a los creadores de grandes mitologías populares, se apegara a los orígenes de su universo fantástico y quisiera ser enterrado en una tumba contigua a la de la estrella cinematográfica más sexy de la historia en el cementerio de West Hollywood. Justicia poética, dirán algunos. Me inclino con Preciado por ver en ello el gesto de un vividor excéntrico que aspira a codearse postmortem con la misma belleza perecedera que tanto contribuyó a glorificar.
Sería interesante estudiar en conjunto los grandes universos fantásticos creados en territorio americano como réplicas culturales y parques temáticos de su ideario vital (Hollywood, Las Vegas, Graceland, Disneylandia y Playboy, entre los más populares). En este sentido, este lúcido ensayo sobre un imperio en descomposición nos recuerda cómo los sueños más atractivos del capitalismo solo puede comprarlos el dinero de los ricos. Todos los demás se conforman con sucedáneos de bajo nivel.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

MALA VIDA


[Publicado ayer en medios de Vocento]

            Tres cosas hay en la covida. Mala salud, dinero escaso y unos supuestos presupuestos. Una tomadura de pelo. No es porque no sirvan para nada sino porque solo sirven para lo que Sánchez quiere. Mientras unos venden el alma empresarial por el beneficio económico, Sánchez solo trabaja por el puro beneficio político. No hay más que estrategia y simulacro en su renovado anuncio de negociación de presupuestos. Lo vimos hace dos años, la jugada acabó en gatillazo electoral, y la historia se repite ahora como farsa al servicio del sanchismo. Es incomprensible que los presupuestos cobren esa trascendencia filosófica estando tan mal el país. Gobernar ya no es necesario, presupuestar sí. Escuchas pronunciarse sobre la cuestión a los tertulianos de un bando y otro y todos parecen a sueldo del dueño del BOE. La libertad de expresión se asfixia, amigo Redondo, si no le das aire libre.
            Hablando de simulacros. Una amiga chistosa me pregunta por la fecha de la moción de censura de Vox. Y le respondo sin pensarlo que la moción de censura no tiene fecha, ni quizá la tenga, solo tiene facha. Es una fachada rocambolesca. Como los presupuestos de Sánchez. Todo es fachada. Apariencia. Trampantojo publicitario. Así en la extrema derecha como en la izquierda. Qué maldición. Con las cifras del covid disparadas y la imagen de marca española bajo mínimos históricos. Hay que ser el cejijunto doctor Simón para entender lo que está pasando. El círculo vicioso de la economía y la salud. Nuestra ineficiencia para prevenir y gestionar es máxima. Estamos quedando ante el mundo como un fiasco total. Decenios luciéndonos en el faroleo sistemático y así nos va. Que la vida iba en serio, ahora lo comprendemos mejor. Da vergüenza pensarlo. No sé si lo merecemos.
Es evidente que le pedimos a la ciencia mucho más de lo que puede darnos. Hemos creído que una vez que habíamos renunciado a esperar la ayuda de la Providencia podíamos confiar en el socorro de la ciencia. No pidas a la ciencia lo que ni siquiera te atreverías a pedirle en voz baja a tu dios favorito en un momento de desgracia. La ciencia no es divina ni adivina. Ni lo pretende. Cuando se toma por tal la cosa no suele acabar bien. Hay que agradecerle que la modestia y la cautela se cuenten entre las virtudes de su método, pese a la soberbia de algunos de sus portavoces. Cuando el ser humano deja de creer en Dios, no es que crea más en sí mismo o crea en cualquier cosa, como decía Chesterton, es que se lo cree todo al pie de la letra.