miércoles, 30 de diciembre de 2020

CUENTO DE NAVIDAD

 [Publicado ayer en medios de Vocento]

Seamos sinceros. Finaliza un año aciago y comienza una década inquietante. Estoy harto de mentiras, me dice un extraño individuo con quien coincido al salir de un bar cerrado por imperativo legal. La mentira más gorda es la que predica la inutilidad de preguntarse por nada. La versión oficial se ha impuesto como un dogma inquisitorial. Me llamo Ezequiel.

Cae la fría noche sobre la ciudad y me invita a acompañarlo. Caminamos sin prisa, alejándonos de las zonas más pobladas e iluminadas. Usted se equivoca, me dice. Culpa a los políticos de todo, pero no lee bien los signos. Esta pandemia no la causó un murciélago. Ni el poder chino. Los gobiernos lo saben. El mal viene de más arriba. De esferas superiores. Ya sé que esto le sonará a “Expediente X”, pero no es mi estilo. No hay nada paranormal en ello. Eso no quiere decir que sea evidente. La pandemia tiene dos focos. Quienes la generaron para beneficiarse de sus efectos duraderos y quienes la gestionaron con ineptitud desde el principio. Aquellos no esperaban que estos eligieran salvarse del descrédito político imponiendo medidas sanitarias tan perjudiciales para la economía.

Parados en un semáforo, esperando a cruzar, Ezequiel me exige ahora máxima atención. Esta es la paradoja. En su infinita torpeza, los gobiernos acertaron al protegernos de la infección condenando la economía. Y, sin embargo, los beneficios que los instigadores del mal calculan extraer son inmensos. Imposibles de cuantificar en términos monetarios. Europa ha sido el objetivo prioritario del ataque, por todo lo que representa. América viene después. No acuso a los chinos, Dios los asista. Ellos también pagaron su culpa. Es más complejo. La democracia peligra. No es compatible con el régimen económico que algunos, tomándose por demiurgos todopoderosos, quieren imponer al mundo. Los ciudadanos somos víctimas de esta guerra contra fuerzas innombrables. Los políticos no pueden decir la verdad. Se conforman con devolvernos la ilusión de vivir mediante vacunas y vagas promesas. El virus es un arma biológica y la pandemia un espejismo para encubrir sus fines. No hay más de momento.

Al llegar a un callejón oscuro, el profeta bíblico se separa de mí sin despedirse y yo busco la compañía de la multitud que aún disfruta de las luces navideñas como última esperanza de vida. La alegría colectiva me consuela del esotérico mensaje de Ezequiel y me divierto imaginando los rostros ocultos bajo las mascarillas. Como rosas en un jardín nevado. 

martes, 22 de diciembre de 2020

EL EFECTO CHIANG


 [Ted Chiang, Exhalación, Sexto Piso, trad.: Rubén Martín Giráldez, 2020, págs. 343]

        Mientras la literatura convencional sobrevive encerrada en un invernadero de temas y técnicas, esterilizando su discurso hasta la trivialidad y la cursilería, la ciencia ficción es el único discurso narrativo que se plantea los motivos más trascendentales de la existencia, los que la literatura tiene en común con la filosofía y, en especial, con la ciencia. La literatura y la ciencia comparten el método de la extrapolación especulativa, como la llama Steven Shaviro en Discognition, es decir, la facultad de construir ficciones o hipótesis como modos de percepción y conocimiento de la realidad. La ciencia ficción es la forma de narrativa que funciona extrapolando a partir de los desarrollos científicos y tecnológicos, así como sociales o culturales, con el rigor teórico de la ciencia y la inventiva y la imaginación de la literatura. La ciencia ficción es, por tanto, la narrativa adecuada a una cultura cuyas cuestiones esenciales surgen de la interrogación de la tecnología y su impacto en la vida y la mente de los humanos.

En esto, Chiang es un maestro admirable. Un ingenio agudo, un portentoso inventor de fábulas, como dijo Borges de H. G. Wells, que desafían los límites de lo conocido y lo cognoscible y, sin embargo, aseguran los fundamentos de la posición humana en el mundo. El efecto que produce la lectura de cualquier texto de Chiang se podría describir así. Uno se deja arrastrar por las palabras de un discurso al que no es necesario prestar demasiada atención al principio para que nos vaya involucrando gradualmente, con una fase intermedia que combina la impaciencia paradójica y la relectura meticulosa, hasta alcanzar el momento supremo en que anticipamos con ansiedad creciente la información esencial que nos aguarda en las líneas finales.

En “El comerciante y la puerta del alquimista”, Chiang explora las secuelas de los viajes en el tiempo a través de portales mágicos que no cambian el signo de la línea temporal, pero en uno de los textos más extensos y logrados (“La ansiedad es el vértigo de la libertad”) plantea una fascinante fábula, digna de Borges y Dick, sobre temporalidades bifurcadas, realidades alternativas y la capacidad de establecer una comunicación interactiva entre los yos de esos mundos divergentes empleando un aparato tecnológico (“prisma”) que altera sus características cada vez que interviene con su energía cuántica y fuerza la interacción entre sujetos idénticos de vidas incomposibles. El mejor de los mundos posibles no sería un solo mundo, como creía Leibniz, sino un mundo plural compuesto de infinitas versiones de sí mismo, donde los mismos individuos actuarían libremente en todas ellas manifestando idénticos rasgos de carácter. En ambos relatos citados, el libre albedrío, en tanto categoría de difícil definición, es tratado como la diferencia entre la acción de la voluntad individual y el tiempo de esa acción, con secuelas morales impredecibles. En la parábola especulativa “Lo que se espera de nosotros”, en cambio, un dispositivo que manipula el tiempo y anula la libertad electiva conduce a ciertos individuos a la paralización crítica de cualquier iniciativa.

Otra narración extensa y magistral (“El ciclo de vida de los elementos de software”) aborda la IA y la vida artificial a través de una trama que implica criaturas digitales (“digientes”) con criadores humanos que establecen con estos entes relaciones paternofiliales, mediadas por la empatía, hasta extremos arriesgados para la vida afectiva y las relaciones personales. Pero Chiang dista de ser un apocalíptico al uso y, por tanto, sus reflexiones solo demuestran que los humanos perseveran en lo que los constituye como tales incluso en contacto íntimo con seres creados por la tecnología computacional más sofisticada. En “El gran silencio”, Chiang muestra cómo los científicos buscan vida extraterrestre con desesperación y apenas si escuchan el grito agónico de algunas especies terrestres como los papagayos puertorriqueños. Y en los dos relatos más metafísicos (“Exhalación” y “Ónfalo”) el sentido de la vida inteligente en el universo (humana o no humana) se vincula a la imperiosa necesidad de conocimiento del mecanismo cósmico que la hace posible a pesar de todo.

Escribiendo sobre artificios tecnológicos, tiempos alternativos, universos paralelos, experimentos científicos de sutil complejidad, o seres inconcebibles, Chiang logra que nos sintamos más humanos de lo que nos sentíamos antes de adentrarnos en su mundo imaginario. Más humanos, desde luego, y mucho más inteligentes.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

BUENISMO


[Publicado ayer en medios de Vocento]

            Allegados somos todos, queramos o no. Mira que lo tenía fácil el ministro Illa a la hora de definir el concepto de allegado. Cómplice necesario de una ocasión festiva. Las orgías belgas de las últimas semanas muestran que el desmadre y la covid hacen tan buena pareja como el rey emérito y los Emiratos Árabes. Ventajas de la gran Europa libertina de la política transnacional. Allegados todos, eurodiputados aviesos y diplomáticos traviesos, nalgas a pelo y ninguna mascarilla a la vista. Ya lo decía Jorge Manrique: “allegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos”. Negra Navidad. Allegarse es sinónimo de muerte y cualquier compañía se vuelve ahora un peligro para la salud. Cuanto más te allegas más arriesgas la vida de quien se te arrima en busca de ese calor animal que escasea el resto del año y solo irradiamos a la sombra de las luces navideñas. No falla.

El buenismo es la devoción de nuestro tiempo. Y el buenismo de fachada, promovido por el gobierno sanchista y sus allegados mediáticos, se preocupa mucho por la soledad en fechas tan familiares. Siente un allegado a su mesa, es el eslogan publicitario de estas entrañables fiestas. Nadie debe quedarse solo. Ni el lobo estepario de barriada, festejando sus fechorías machistas con cava y caviar, ni los inmigrantes recién llegados en pateras mafiosas, ni los directivos farmacéuticos que vacunan sus cuentas corrientes con dosis millonarias a cuenta de la salud global. Esta lucha política contra el aislamiento social es tan congruente como la defensa a ultranza de la monarquía pese a los desafueros financieros del rey emérito. Así el confinamiento de enero se hará con fundamento científico. No saben sumar muertos ni allegados, pero ya computan las cifras de la tercera ola de la pandemia como estímulo a la vacunación forzosa.

El buenismo doctrinario hace que nos conmueva hasta el destino del Borbón expatriado. Solo y abandonado en la suntuosa suite imperial con vistas al golfo Pérsico. Abrumado por la maldad y la mezquindad humanas como el rey Lear. Sánchez finge socorrerlo mientras Iglesias lo guillotina. Pertenecen al mismo equipo, pero no juegan el mismo partido ni la misma liga. Es evidente. A medida que se acerca fin de año, tragamos saliva y nos preparamos para la catástrofe anunciada. Las alegres orgías de Bruselas sirven al menos para desatascar el chute de millardos que es, junto con la vacuna salvadora, el regalo mágico de Reyes que todos esperan con ilusión. Buenismo rima con cinismo. 

miércoles, 9 de diciembre de 2020

EL REY COOVER

[Robert CooverEl príncipe encantado, Pálido Fuego, trad.: J. L. Amores, 2020, págs. 74]

         En su larga vida creativa, Robert Coover (1932), uno de los grandes escritores americanos en activo, ha reescrito perversamente muchos cuentos de hadas (Blancanieves, La bella durmiente, Pinocho, Hansel y Gretel, etc.) y también manipulado con ingenio los entresijos y trucos tecnológicos y las mitologías promiscuas del cine (Una sesión de cine, Las aventuras de Lucky Pierre). En esta deslumbrante fábula (publicada primero en la revista que lo vio nacer como escritor, Evergreen) conjuga ambas tendencias narrativas para proponer al lector una mordaz especulación sobre las relaciones entre el cuerpo y la imagen, la decrepitud y la inmortalidad de carne e imagen, la necesidad de rehacer y reproducir al infinito, bajo nuevos formatos y soportes, las mismas formas y contenidos, ya sean las de la carne adorable o las de su idolatrado correlato visual.

Con la era digital como contexto y el sexo devorador como pretexto, Coover no ha escrito solo una parábola teórica sobre los dilemas culturales del presente, sino una fascinante fábula erótica que sintetiza la historia del cine y la culmina como adictivo videojuego en 3-D. Lo suyo es revitalizar el poder fabuloso de la literatura para afrontar los dilemas del presente. Coover lo ha explicado con sagacidad de gran fabulador conceptual: “El libro es un relato esencialmente realista sobre dos supervivientes de la Nueva Ola (tenía en mente a gente como Jean Seberg y Jean-Luc Godard) en la era digital”.

Esta intensa novela, de extensión breve e ideas expansivas, logra cristalizar la metáfora que mejor resume los principios del mundo digital. La negación del tiempo y la cronología, el rechazo del envejecimiento y la finitud, y la afirmación de la eternidad de los simulacros y los artificios mediados por la tecnología de (re)producción de imágenes. Coover se alimenta de los vívidos fotogramas del cine de Hollywood que consumió en su infancia y juventud y los parodia utilizando los modos avanzados del metacine de las Nuevas Olas europeas de los sesenta y setenta hasta alcanzar, superando la imagen-movimiento y la imagen-tiempo de Deleuze, el punto crítico del presente: la imagen sin tiempo del imaginario digital (la imagen no-tiempo de Sergi Sánchez).

La vida entendida como una película de la que hacemos un remake en cada década, y el remake de un remake con cada cambio de vida, hasta que la muerte realiza el montaje definitivo que reduce nuestras vivencias a un puñado de imágenes inconexas de metraje limitado, servía como interpretación humanista de la existencia, repleta de falacias, engaños, encanto y seducción. Ese cuento mágico sobre la vida humana, sin embargo, acabó con el desencantamiento y el desengaño de la tecnología digital. Ahora vivimos en las imágenes ególatras producidas en serie sabiendo que se pueden alterar sin límite, negando la caducidad de las imágenes y los cuerpos, construyendo un mundo de réplicas intachables, retocadas por la vanidad y el narcisismo.

En esta versión en bucle de la misma película, la Princesa encantadora es una metáfora de la estrella radiante de antaño, y el Príncipe encantado es el director alquimista que transforma la triste muñeca de carne en una diosa de luz y deseo consumida en las pantallas de todo el mundo por una multitud de espectadores como una epifanía freudiana. Tiranizada por la voracidad de la cámara, la viciosa historia de amor con tintes porno de estos personajes antagónicos a través del tiempo, las vicisitudes vitales y los estragos de la edad, las épocas y las modas, los estilos y los géneros, alegoriza toda la historia universal de las relaciones y malentendidos entre hombres y mujeres y se contagia, también, de las acusaciones de abuso sexual (“Me Too” mediante) y explotación de la imagen femenina en el cine.

Esta metaficción mediática sería terrible y conmovedora, en el sentido de la ficción clásica, si no fuera también cómica y delirante. Rabelesiana, en suma: marca estética de la narrativa que Coover concibe y escribe, sin parar, a sus ochenta y ocho años. Esto es lo que significa, además, esta fábula maravillosa sobre la libido creativa eternamente joven. La inspiración funciona en la vejez sin necesidad de Viagra. En este juego infinito de la literatura para poseer el mundo como un acto erótico, Coover es el rey incontestable.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

CIENCIA Y PACIENCIA


[Publicado ayer en medios de Vocento]

Nada suena creíble. Todo cuanto dicen y hacen parece improvisado. Vivir aterrorizados por la pandemia es una forma de mantenernos controlados. No seáis insolidarios, dicta el superyó colectivo. Por vuestra culpa puede morir alguien con quien convivís a diario. O alguien desconocido con el que os cruzáis para su desgracia. Eso también. El aerosol fatal. Sed responsables. No cometáis errores. No hagáis pagar a otros por vuestro egoísmo. Y esto lo dicen quienes no tomaron precauciones cuanto todo empezó. Ahora apelan a la autoridad científica los mismos que desdeñaron el rigor cartesiano en sus acciones iniciales. Los que volvieron la espalda a la racionalidad y negaron las evidencias, sí. Esos mismos, ahora, sin ironía, se proclaman firmes partidarios de la ciencia. La pandemia está en manos de políticos ineptos y así vamos. Como queda demostrado.

La discusión sobre la Navidad es para morirse de risa. Vienen las efemérides menos racionales del calendario y los gobernantes deciden aplicarles criterios científicos para determinar la cifra exacta de cuerpos reunidos que el virus chino toleraría sin inmutarse. Nadie le pregunta a él. Ocasión desperdiciada. El bicho maléfico que ha arruinado la vida de la gente en el último año lleva demasiado tiempo burlándose de nuestras chapuceras estrategias para frenar su actividad letal. Desde que el mítico murciélago lo evacuó de sus entrañas hasta hoy, cuando ya se anuncia el tercer tsunami a bombo y platillo como un mazazo terrible a la sanidad y la economía, no hemos aprendido ninguna lección seria. Lo fiamos todo a las vacunas mágicas, ese gran negocio financiero, y acabaremos no fiándonos de nada. Por conveniencia política, dadas las fechas, pretenden hacernos creer que la vacuna redentora es la única salvación en este bajo mundo. El remedio milagroso contra la pandemia. Tan real como el futuro formateado de una serie Netflix.

La verdad y la certidumbre no son científicas, es cierto. Y cuando lo son, como decía Einstein, es que no hablan de la realidad. Si la ciencia estricta, y no su manipulación ideológica, gobernara las medidas con que se quiere atajar la pandemia, todo sería diferente. Cada rueda de prensa, cada restricción de derechos y libertades, cada campaña gubernamental, cada muerte computada y cada vida ahorrada, serían tan inteligentes como un relato de Ted Chiang y no un insulto a la inteligencia. En esto la ciencia ficción supera siempre a la triste realidad. Más ciencia y mucha paciencia.