viernes, 20 de noviembre de 2015

APOCALIPSIS YINN: LITERATURA CONTRA FANATISMO


[Salman Rushdie, Dos años, ocho meses y veintiocho noches, trad.: Javier Calvo, Seix Barral, 2015, págs. 396]

Infunde el miedo –le había dicho Al-Ghazali-. El miedo es lo único que lleva a los pecadores hacia Dios. El miedo es una parte de Dios, en el sentido de que es la respuesta apropiada de esa débil criatura que es el hombre al poder infinito y la capacidad punitiva del Todopoderoso. Se puede decir el miedo es el eco de Dios, y que siempre que se oye ese eco los hombres caen de rodillas e imploran piedad. En ciertas partes de la Tierra todavía temen a Dios. Tú no pierdas el tiempo con esas regiones. Ve adonde el orgullo del hombre está inflado, allí donde el hombre se cree a sí mismo un dios, arrasa sus arsenales y sus antros de perdición, sus templos a la tecnología, el conocimiento y la riqueza…

-S. Rushdie, Dos años, pp. 179-180-

Salman Rushdie es uno de los más brillantes novelistas actuales. La escritura de esta ambiciosa novela, la mejor desde los Versos satánicos, inscribe en su fascinante despliegue una parte significativa de las secuelas de haber escrito su novela más famosa.
En su libro anterior (Joseph Anton), Rushdie expuso cómo se había modificado el sentido de la historia, en apenas dos décadas, pasando de una narrativa trasnochada (la “guerra fría”) a otro relato dialéctico mucho más importante: la lucha de la libertad, los derechos humanos y la democracia contra el fanatismo religioso.
Con esta idea en mente, Rushdie, novelista de compromiso global, organiza su narración desde un futuro milenario donde el triunfo improbable de la razón sobre la sinrazón, el amor sobre el odio y la tolerancia sobre la intolerancia se habría convertido en una realidad incontestable en el mundo.
El cronista anónimo que se esfuerza en narrar la última batalla de la humanidad por extirpar su parte oscura, con la ayuda sobrehumana de los juguetones yinn, e imponer el orden luminoso de una nueva era (gobernada “por la razón, la tolerancia, la magnanimidad, el conocimiento y la contención”), concluye su relato con una nota de amarga ironía. El mundo de la reconciliación por venir es un mundo donde el sueño, ese sueño que produce monstruos y pesadillas, como se exhiben en el libro, pero también maravillas, habría sido abolido para siempre. Para purgar el mal congénito, bromea Rushdie, los humanos dejarán de soñar y renunciarán a quimeras e ilusiones peligrosas.
Para un novelista fantástico como Rushdie, encuadrado dentro de lo que denominaría un “realismo mágico” transnacional, ya que utiliza mitologías orientales para describir el turbulento presente occidental, esta renuncia al poder creativo de la imaginación podría parecer un desenlace castrador. Pero el célebre grabado de Goya “El sueño de la razón”, antepuesto al comienzo del libro como advertencia, previene al lector de que la última palabra no la tiene el resignado narrador futuro sino el polémico autor real.
Tras desatar el apocalipsis carnavalesco de la ficción sobre el mundo mediante una guerra desastrosa entre el reino superior de los Ifrits (esos genios malignos de la tradición arábiga preislámica plasmada en los relatos de las Mil y una noches, el modelo dominante de toda la literatura de Rushdie) y el reino inferior y decadente de los humanos, Rushdie da una suprema lección de arte narrativo al demostrar que la gran victoria de la cultura sobre el integrismo creyente es siempre simbólica. Un ideal de la historia colectiva, como la lucha interminable por la libertad en la exégesis hegeliana.
No es arbitrario, pues, que la novela comience en Lucena, en el siglo XII, teniendo como protagonista de excepción al escéptico filósofo andalusí Ibn Rushd (Averroes), adoptado como nombre familiar por el padre de Rushdie. Sus relaciones maritales con una yinnia egregia (Dunia), con la que engendra un linaje multitudinario de criaturas libres (la “tribu de la Duniazada”), y sus disputas intelectuales con el teólogo dogmático Al-Ghazali (paradigma místico del yihadismo islamista) se entrelazan como hilos recurrentes de la vasta narración a través de los siglos. La pugna entre absolutismo y tolerancia se constituye como metarrelato histórico en esa prodigiosa síntesis de Oriente y Occidente representada por Al Ándalus, modelo multicultural de la utopía del futuro.
Como novelista con sensibilidad contemporánea, en los episodios más fantásticos Rushdie recurre con fruición estética a la cultura de masas global (películas y cómics de superhéroes, videojuegos bélicos o mitológicos, los Cazafantasmas, pirotécnicas películas chinas sobre guerras celestiales, mangas y animes, etc.) para proporcionar una alucinante dosis de efectos visuales a esta epopeya novelesca sobre el designio humano de la vida en la tierra.

Post-Scriptum: Después de (re)leer esta grandiosa novela, espero que nadie inteligente se atreva a sostener el infundio de que, con independencia de otras causas contingentes o coyunturales, el problema esencial del terror yihadista (defendido en la ficción por el filósofo Al-Ghazali, ver cita más arriba) no se origina en el modo en que, desde el comienzo de su andadura (como ya mostraba sin protocolos Versos satánicos, de ahí la fatua y el escándalo), el islam se ha planteado su creencia fundamentalista en Dios y su desprecio nihilista a la vida humana.

martes, 3 de noviembre de 2015

EL CÍRCULO VICIOSO DEL CINE


Compré Zeroville en Chicago (recién aparecida en librerías) a finales de diciembre de 2007 en el mismo Borders donde adquirí también el doble CD de la banda sonora de una película (I´m not there, el excéntrico biopic de Bob Dylan realizado por Todd Haynes) que acababa de ver en su estreno americano y me obsesionaba como pocas películas vistas en aquella época. Comencé a leer la novela enseguida y la concluí dos días después durante el vuelo de vuelta Chicago-Londres. No había vuelto a acercarme a sus páginas hasta ahora, cuando ya no soy el mismo de entonces, y debo decir que su relectura en español, consultando con frecuencia el original para corregir ciertos detalles de traducción del texto o cotejar los títulos en inglés de la ingente filmografía citada, ha sido, por muchas razones, no todas confesables, una gran experiencia de lectura renovada. Además de la admirable Arc D´X, esta es, sin ninguna duda, la otra obra maestra de Steve Erickson y una de las exploraciones literarias más fascinantes del Hollywood de la mente (enfermiza o calenturienta) y el submundo cinematográfico angelino, antes y después de Mulholland Drive.

 [Steve Erickson, Zeroville, Pálido Fuego, trad.: José Luis Amores, págs. 332]

Al principio era el sueño. Un sueño confuso, cargado de oscuras premoniciones. Luego fue la sensación de vivir en varios tiempos a la vez, de poder comunicar un tiempo con otro, de viajar con la mente al más remoto pasado o al más desconcertante futuro. Al final fue el sueño de la tecnología, una forma nueva de magia, un medio para crear una nueva realidad, otro mundo, si no más real sí más convincente, menos contingente. La ilusión de realidad más poderosa que la impresión de la realidad en la mente. Las imágenes del cine,  muestren lo que muestren para atrapar la atención del espectador, siempre hablan de sí mismas. Sobre todo de sí mismas. De la fascinación omnímoda de los veinticuatro fotogramas por segundo que engañaban al ojo antes de la era digital, o los megapíxeles que suplantan a la imaginación más enfebrecida para fabricar mundos inexistentes.
Esta extraordinaria novela de Erickson, gran autor avant-pop escasamente traducido, trata de todo esto a través de la historia de un excéntrico personaje, una suerte de quijote postmoderno que toma los fotogramas fílmicos por artículo de fe, las imágenes de la pantalla como motivo de creencia ciega, la tecnología cinematográfica como nueva religión revelada, la sublime ilusión del montaje como signo de trascendencia. Su nombre es Isaac Jerome aunque le gusta hacerse llamar Vikar. Este vicario del cine lleva un rebis cinéfilo tatuado en el cráneo rasurado, para disipar cualquier duda sobre su esquizofrénico estado mental, el abrazo andrógino de Montgomery Clift y Elizabeth Taylor en Un lugar en el sol: “las dos personas más hermosas de la historia del cine, ella la versión femenina de él, y él la versión masculina de ella”.
Como un peregrino a tierra santa, Vikar llega a Los Ángeles, meca cinéfila, en el fatídico agosto de 1969, cuando Sharon Tate es vilmente asesinada por los Manson, en plena agonía del viejo Hollywood, y emprende la fuga fuera de este mundo en junio de 1982, desde el célebre Hotel Roosevelt donde vivieron y murieron figuras míticas del cine como Griffith, después de haber visto en el Teatro Chino del vecino Hollywood Boulevard Blade Runner, el prodigio cinematográfico que puso el contador de la humanidad a cero. Todo lo que los seres humanos habían dado por supuesto desde la prehistoria era forzado a reiniciarse tras la contemplación de la visionaria película de Ridley Scott: la memoria, la historia, el futuro, las profecías, las creencias, los sueños, etc. Operación de reseteo radical que la misma novela realiza en su estructura, organizada en una doble serie de 226 segmentos que van a converger, adelante y atrás, en el laconismo brutal del segmento 227, donde “todo ha sido puesto a cero” en la huérfana vida de Vikar. La cuenta se invierte entonces, como un reloj de arena, para anticipar el destino final del personaje.
Durante ese tiempo de perversa simetría, Vikar tiene la oportunidad de conocer a los talentos más brillantes del Nuevo Hollywood (Scorsese, De Palma, Schrader, De Niro) y estrechar una fraterna amistad con un director atrabiliario llamado “Vikingo” (John Milius), enamorarse a muerte de Soledad Palladin (joven actriz de destino trágico, supuesta hija de Buñuel y musa vampírica de Jesús Franco, como su alter ego la malograda Soledad Miranda) y encontrar una hermana inesperada en la hija solitaria de Soledad, Zazi, la niña punk con quien establece tal conexión telepática que hasta logra transferirle sus extraños sueños sobre los misterios fílmicos del alma.
La angustiosa búsqueda del significado trascendente de los fotogramas, incluso pornográficos, sume al cerebro de Vikar en un delirio infernal pero ilumina al lector: el cine, la más artificial de las artes, fue creado para profanar los credos ancestrales, desmitificar la hegemonía divina y enfrentar al inconsciente de la especie, como Freud previó, a la desnudez de sus pulsiones edípicas o libidinales.
Al final de Zeroville, la última proyección de la historia (parodia fílmica de una fantasía bíblica) revela que todas las películas, filmadas o no filmadas, participan del eterno retorno de los mitos, los fantasmas y las imágenes: “Todas las películas reflejan lo que aún no ha sucedido, todas las películas anticipan lo que ya ha sucedido”.