martes, 26 de abril de 2011

EL CONSERVADOR INTELIGENTE



To break the vicious cycle of left-liberal blackmail…and to profit from old Marx´s insight into how intelligent conservatives often see more (and are more aware of the antagonisms of the existing order) than liberal progressives.

-Slavoj Žižek-

Ernst Jünger (1895-1998) es un escritor inclasificable. Pertenecía a esa raza privilegiada de mortales que tiene la oportunidad de asistir a su centenario. Al revés de otros artistas longevos, Jünger ostentaba una especie de eterna juventud. Y es que tanto su vida como su obra participaban de ese estado paradójico en que el vigor del joven y la sabiduría del anciano se comunican desde el principio con una fecundidad insólita.
Asombran las múltiples facetas de su actividad a lo largo de tantos años. Obsesionado con la aventura colonial, se alistó aún adolescente en la Legión extranjera, como narra en la cervantina Juegos africanos (1936), donde la lucidez sobre la experiencia del siglo le conduce a diagnosticar una verdad que permanece vigente: “Hoy día no hay más que explotación, y para aquél que posee inclinaciones especiales se han inventado formas especiales de explotación. La explotación es el estilo peculiar, el gran tema de nuestro siglo”. Fue héroe condecorado en la Primera Guerra Mundial y relató en Tempestades de acero (1920) sus experiencias extremas durante la contienda, ofreciendo un testimonio terrible del germen del fascismo (la “estetización de la violencia” denunciada por Walter Benjamin). Movilizado de nuevo en la Segunda Guerra Mundial, ocupó París con las tropas nazis, como cuenta en sus impresionantes diarios (Radiaciones). Además de esto fue entomólogo entusiasta y “cazador sutil”, trotamundos infatigable, explorador anímico de los efectos de la embriaguez (Aproximación: Drogas y embriaguez), y, por si fuera poco, autor de una obra literaria inmensa.

Sin tener en cuenta sus polémicos ensayos (El trabajador, La emboscadura, El libro del reloj de arena, entre los más destacados), donde elaboró una visión de la técnica y la sociedad de masas influenciada por Heidegger, lo esencial de Jünger está en sus ficciones y en sus textos autobiográficos. Y es que la experiencia de escritura de Jünger le permite manejarse en uno y otro registro con soltura y rigor, ya sea para dar cuenta precisa de los fantasmas de su imaginación, dopados o no con LSD (nadie debería perderse, en este sentido, su alucinante y catártica novela Visita a Godenholm), como de episodios de su intensa vida. El método de Jünger se funda en una actitud clásica que sabe equilibrar, con respecto al mundo, la distancia platónica suficiente y la implicación aristotélica necesaria para conferirle una doble perspectiva: proyección ideal sobre la realidad y captación idealizada de lo real.
En lo ideológico, Jünger ocuparía una posición paradójica: el conservador inteligente. Alguien tan fascinado con la herencia del pasado que, sin perder la lucidez crítica, consagra su espíritu a rendirle culto y expandir su significación y valor, en especial si los tiempos no son propicios. No un reaccionario integrista sino un anarca sagaz que se niega a claudicar ante el poder temporal que trata de domesticarlo. Por eso Jünger, discípulo anómalo de Nietzsche, resulta aún más inquietante: un conservador en tiempos de grandes cataclismos y mutaciones históricas, el testigo de excepción que, con un ojo entregado a la admiración idealista del pasado, no puede sino entregar el otro, arriesgándose incluso a perderlo en la deflagración, al escrutinio intempestivo del presente y el futuro (“Se vive todo y se vive también su contrario”, como proclama en Juegos africanos).

No por casualidad, Jünger fue uno de los grandes creadores de alegorías políticas del siglo veinte, como prueban Sobre los acantilados de mármol (1939), un alegato contra la barbarie arrojado a la cara de los jerarcas nazis en su apogeo; Heliópolis (1949), donde el porvenir se plantea en términos de redefinición de lo humano y lo divino a partir de la más avanzada tecnología, como ahondaría después la fábula distópica de Abejas de cristal (1957; en esta extraña novela de posguerra, como en una parábola de Dick, los simulacros sirven para cuestionar los límites morales de lo humano); o Eumeswil (1977), una revisión metafísica e intempestiva de la Historia, con un artilugio (el "luminar") que permite al anarca vislumbrar sus escenas cenitales desde una perspectiva privilegiada y, además, dialogar sobre lo acontecido con los grandes protagonistas de la misma.

¿Qué representa, entonces, en todo este contexto, Venganza tardía (Tusquets, 2009)? Una fábula escolar en la que aparece, con toda su odiosa dotación de profesores amargados, disciplina estéril y saberes rancios, la vieja escuela decimonónica contra la que Jünger, el rebelde emboscado, se encarniza por considerarla hostil a la vida, la libertad y el espíritu. De ese modo, esta breve narración póstuma sobre los sinsabores de la infancia y el aprendizaje se alinearía con sus obras más íntimas, donde Jünger aborda el núcleo conflictivo de su carácter: el “corazón aventurero”, así tituló uno de sus libros más hermosos, que conduce, por sus excesos, a una decepción vital inevitable. Pero Jünger, a partir de este desengaño romántico, es capaz de extraer del ámbito degradado de la escuela una lección básica: el amor al conocimiento, al saber, la compensación del arte y la cultura, como fundamentos para desarrollar una vida en plenitud.
Ya sólo por esto, este instructivo apólogo debería ser de lectura obligatoria en nuestras (post)modernas escuelas, donde suelen cultivarse, por defecto, la desidia y la ignorancia.

martes, 19 de abril de 2011

MICHEL ONFRAY CONTRA LA SEMANA SANTA


En esta época de paganismo sensorial y mediático, más propicia al desenfreno sensual y las pasiones carnales de toda especie que al flagelo de la abstinencia, el instinto de muerte, la pulsión tanática y la estética más siniestra, concebida por una cultura prisionera de una devaluación implacable de la vida, se apropian de las calles españolas con obscenidad, pisoteando los derechos y los deseos de todos los que no comparten su opresivo código de valores morales y estéticos. Las imágenes más divulgadas de la vida se reducen en este tiempo a fúnebres desfiles inquisitoriales donde matriarcas omnímodas exhiben, bajo la apariencia del dolor y el sufrimiento, la victoria sobre la carne y el placer que supone la traumática muerte del hijo. La aberrante representación tiene como destinatario privilegiado, para más inri, a una deidad patriarcal hace tiempo dada por muerta. El cuadro no puede ser más pintoresco siéndolo menos. La muerte celebrando el triunfo de la muerte hasta el fin de los tiempos. [Y no, no me vale para nada el cuento de que ya nadie cree en la representación, que todo se reduce a un puro espectáculo de masas con finalidad cultural y turística, sin trascendencia. Que nadie me venga con esas argucias de final de temporada, mediante las que se perpetúa lo mismo de siempre y sólo eso. No, no son aceptables en este caso ni el cinismo ni el desparpajo postmodernos. Las imágenes son lo que son y valen por lo que valen, combatirlas tiene sentido aún. Otros querríamos a lo mejor otras imágenes tomando las calles, esas mismas que los que las toman ahora para sus fines no estarían dispuestos a tolerar. No lo han hecho nunca.]


En estas luctuosas circunstancias, no conozco mejor antídoto contra este espectáculo deprimente y ofensivo que la inveterada lectura de Nietzsche y, por supuesto, la renovada de Michel Onfray. Ofrezco ahora tres aproximaciones a la obra de Onfray como alternativa liberadora y exuberante al delirio ideológico del vía crucis: Una mística de izquierdas, El saber no es triste y El placer de existir.

UNA MÍSTICA DE IZQUIERDAS


Michel Onfray, como he dicho en más de una ocasión, es lo mejor que le ha pasado no sólo a la filosofía, discurso en trance de marginación social y fosilización académica, sino, sobre todo, al pensamiento, en el sentido más radical y libre de la expresión. Este nuevo libro traducido ahora (Política del rebelde, Anagrama, 2011), paradójicamente, no es nuevo. Fue publicado en 1997 y contiene, como indica el subtítulo, un explosivo “tratado de resistencia e insumisión” a los principios del neoliberalismo y el mercado triunfantes tras la caída del Muro de Berlín y la posterior propagación de una versión monosémica y unilateral de la historia, el poder, la cultura y la economía. Lo irónico es que este revolucionario “panfleto” tenga aún mayor vigencia y pertinencia en este período maquiavélico de implantación del capitalismo más despótico enmascarada de crisis financiera mundial. Ventajas del pensamiento intempestivo: cuanto menos complaciente el diagnóstico de los males, menos plegado al ideario servil que reclaman las instancias políticas dominantes, más se prolongan en el tiempo sus aciertos intelectuales y críticas implacables.


Este libro insurgente comienza con una confesión autobiográfica sobre el descubrimiento del horror del mundo industrial centrada en su experiencia en una lechería donde las reses y los trabajadores parecerían intercambiar sus cualidades bestiales y prosigue, con una lógica aplastante, con un análisis desolador de la experiencia infernal de los campos de concentración nazis tal como la relataron algunos de sus supervivientes más notorios como Primo Levi y, en especial, el resistente Robert Antelme. Onfray se mostraría afín aquí a las reflexiones de Giorgio Agamben sobre el “homo sacer” y la “nuda vida” si no fuera porque su visión radicalmente materialista le lleva a conclusiones imposibles de concebir para el discípulo italiano de Benjamin y Heidegger. Para Onfray, la vivencia atroz de los campos, más allá del horror y la muerte, representa una ocasión excepcional para afirmar, en condiciones extremas, la vida del cuerpo (“la verdad de un ser es su propio cuerpo”) y el peso ontológico de la individualidad (“lo que los seres humanos tienen en común”) en todo su potencial de resistencia frente al poder totalitario que sólo aspira a negarlos y destruirlos. En la terrible radicalidad de esa prueba vital es donde observa Onfray un motivo fundamental de su designio ético, válido en cualquier otra circunstancia: “la permanencia de la esencia humana contra el artificio de la ideología”.


Partiendo de este postulado básico, Onfray pretende crear las condiciones de posibilidad y los fundamentos (éticos y estéticos) de una “mística de izquierdas”, revitalizando para ello el ideario de los utopistas, anarquistas, sindicalistas y socialistas primigenios como Fourier, Blanqui, Proudhon o Sorel, entre otros muchos menos conocidos, con el fin de elaborar, como dice en uno de los apéndices, "una filosofía hedonista, libertina y libertaria que permita la formulación de un nietzscheanismo de izquierda para nuestra época, posterior a la muerte de Dios". Con semejante programa, Onfray estaría, sin declararlo, dando una lección a la izquierda multicultural (americana, sobre todo, pero también europea) que ha excluido a Nietzsche de su discurso. Esta izquierda académica, tan devota del credo de la corrección política, sólo acepta al “Anti-Cristo” Nietzsche como socio temporal si su pensamiento aparece filtrado por mediadores incuestionables como Foucault o Deleuze. Por el contrario, Onfray, genuino continuador del pensamiento francés de filiación nietzscheana (Foucault y Deleuze, desde luego, pero también Bataille, Klossowski y Lyotard), propone conjugar con inteligencia a Marx y a Nietzsche en este proceso de refundación de un proyecto de izquierda para el siglo 21 que no pase por los partidos e idearios oficiales (verdaderas iglesias y sectas ideológicas orientadas sólo a la conquista del poder), ni, una vez alcanzado el dominio político sobre la sociedad, por la claudicación conformista e interesada a los pies de los amos del negocio.


Pero Onfray no sería Onfray si se detuviera ahí, en el mero campo de la política y la ética, sin proponer una visión integral de las fuerzas de la insumisión y la resistencia en mundos donde la politización se oculta para mejor servir a los intereses creados del mercado y sus agencias de control como la cultura y el arte (“uno de los raros dominios en los que el individuo puede teóricamente dar testimonio de su plena dimensión”). En estos incisivos capítulos finales, expone Onfray la doble necesidad de generar una “cultura crítica” y una “estética generalizada” en oposición frontal a la banalidad y la estupidez seductora del consumo y el espectáculo. El creador tanto como el pensador deben constituirse en figura de expresión de libertad individual (de ahí la apelación reiterada a los libertinos y los libertarios) y, sobre todo, encarnar el rechazo activo a los modos culturales y artísticos más gregarios promovidos por el poder institucional y mediático, siempre propenso a la difusión social del espíritu de seriedad: “el libertario restaura las virtudes de lo desviado, la ironía, el humor, el cinismo, que se expresan mediante modalidades subversivas del lenguaje y los gestos, los conceptos y las acciones”.


Un libro inagotable. Una cantera de pensamiento libre.

EL SABER NO ES TRISTE


En tiempos de tristeza y abatimiento como éstos, nada mejor que tonificar el espíritu con brebajes revitalizadores e impedir así que la depresión se instale para siempre en nosotros y corroa nuestros únicos recursos contra la adversidad.


De modo que si usted está cansado de la vieja historia de la filosofía, esa historia de toda la vida escrita por los profesores más convencionales, con sus grandes nombres majestuosos y sus pequeños nombres a pie de página; o si usted lo que quiere es una historia del pensamiento que acoja todas las ideas con que los humanos han intentado a lo largo de la historia liberarse del yugo mental que los sometía a un orden inicuo de pensamiento y de vida, éste es su proyecto: la Contrahistoria de la filosofía de Michel Onfray, el heredero de todos los pensadores díscolos y disidentes del pasado. Primero fueron los hedonistas y los materialistas cristianos y precristianos (Las sabidurías de la antigüedad: de Leucipo a Diógenes y El cristianismo hedonista: de Simón el Mago a Montaigne), después vendrán los hijos más radicales del siglo ilustrado (Los ultras de las Luces, donde el único error, típico de filósofos, es no entender a Sade, interpretándolo como pensador y no como lo que realmente es, un novelista), los utopistas y socialistas (El eudemonismo social, inédito aún en español), los pensadores individualistas e intempestivos (Thoreau, Stirner, Schopenhauer: La radicalidad existencial, recién aparecido), etc. En suma, todos los que soñaron con un mundo reformado, hecho a la medida del deseo y la libertad pero también de la justicia.


En este tercer volumen del proyecto (Los libertinos barrocos, Anagrama, 2009), les toca el turno a los libertinos y librepensadores del período barroco. Libertinos barrocos, sí. Han leído bien. “Libertinos” y “barrocos”: una combinación explosiva, sin duda. Todos los vicios del pensamiento y la expresión que una cierta idea neoclásica de la cultura y el intelecto atribuyen a ciertos conceptos. El no va más del pensamiento liberado y la expresión ingeniosa. Eso es quizá lo primero que podría decirse de esta casta de pensadores y escritores “malditos” rescatada por Onfray de los contenedores de residuos y basura de la historia para convencernos de la actualidad y la validez de esta tendencia intelectual. En la versión oficial, el siglo diecisiete francés está representado por un programa político que incluye el clasicismo estético y lingüístico y la racionalidad cartesiana como correlato de un ejercicio del poder omnímodo. Es el siglo en el que triunfan “el equilibrio y la armonía, la simetría y la consonancia; en una palabra, el orden”. Es, sobre todo, el siglo en que el poder despótico se expresa en la idea de una monarquía solar, de irradiación absoluta, como la de Luis XIV.


Como bien dice Onfray, ese llamado “gran siglo” francés tenía junto a una dimensión apolínea indudable, reflejo de ese poder y ese orden, otra dionisíaca, vitalista, libertaria, que se dejaba sentir no sólo en los gabinetes eruditos o en los debates intelectuales o literarios sino también “en la calle, en las tabernas de mala fama, en los lugares públicos donde la palabra se pierde a falta de huella escrita, en las canciones, los poemas y las diatribas populares”. En este tumultuoso contexto, el libertino es el individuo que pone en cuestión la autoridad divina encarnada en el monarca y la iglesia y sus imperativos ideológicos y morales. El pensador intempestivo que aboga, a la manera de Montaigne, por la emancipación y el uso libre de la razón en todas las cuestiones, abandonando los prejuicios, los lugares comunes o los valores tradicionales. El librepensador, en suma, que propugna “el abandono de los modelos teológicos en provecho del modelo científico” y “la proposición de una moral más allá del bien y del mal”. Y todo ello, como dicta el temperamento barroco, sin olvidarse de rendir tributo a la alegría de la vida y el placer de los sentidos, pues una de las consecuencias más palpables de sostener dichas convicciones es la desculpabilización consecuente de la carne y el cuerpo como focos de pecado y su consideración amable de grandes aliados en la definición de una vida digna de ser vivida, integrando plenamente mente y materia, sensualidad y pensamiento. Modelo consumado: el Don Juan de Molière, tan satírico respecto de su ideario e influencia social como cómplice ideológico del movimiento, hasta el punto de ofrecer un retrato fiel de las dos caras del alma del libertino. Es en este aspecto moral, y en la controvertida defensa de la separación de los asuntos de la Fe y la Razón, sin alejarse del todo del respeto y la devoción religiosa, donde quizá resida el punto más polémico en su tiempo de este grupo de audaces precursores de la Ilustración. Vilipendiados y difamados por el poder eclesiástico y monárquico, no pocas veces vieron prohibidas o censuradas sus obras, amenazadas sus vidas o sus carreras, y aún hoy existen dificultades para disponer de sus escritos o acreditar sus biografías. Como corresponde a su labor de arqueólogo intelectual, Onfray nos proporciona muchos nombres, más o menos conocidos: Charron, La Mothe Le Vayer, Saint Evremond, Gassendi, Fontenelle, Cristovao Ferreira, etc.


De todos los nombres proporcionados por Onfray, por distintas razones, me quedo con dos. El gran Cyrano de Bergereac, tan famoso por el legendario tamaño de su nariz y la envergadura de su persuasiva retórica como por ser autor de esa joya de la literatura libertina que es El otro mundo o Los Estados e Imperios de la Luna y del Sol. Onfray señala con acierto cómo uno de los méritos de esta obra singular, de humor incisivo y vivaz imaginación, es la de instaurar, sirviéndose con ingenio de la anamorfosis, el relativismo moral (cualquier cosa puede significar otra cosa, según desde donde se la mire) y la libertad de juicio (nada puede ser considerado de modo absoluto) como perspectiva filosófica sobre el mundo.


El otro nombre importante es el de uno de los más grandes filósofos de la historia. En todo caso, uno de los más influyentes en el pensamiento de las últimas décadas. Me refiero a Baruc Spinoza, el judío nacido en Amsterdam en una familia de comerciantes de origen portugués. El pulidor de lentes y conceptos. Onfray le dedica unas pocas páginas. Merecería un libro entero. Onfray nos lo debe. Completo sus palabras con la relectura de la mejor introducción pensable a su vida y pensamiento, Spinoza: la filosofía práctica, de Gilles Deleuze. Onfray también la recomienda. La lección fundamental de Spinoza, como refrenda Onfray, es la misma de Nietszche: el verdadero saber no es triste. Libertinaje y barroco, como se ve, hacen muy buena pareja.

EL PLACER DE EXISTIR


Michel Onfray es lo mejor que le ha pasado a la filosofía en mucho tiempo. Un acontecimiento de una potencia que desborda los límites del pensamiento puro. Lo que hay de verdaderamente explosivo en Onfray es su intervención en aquello, precisamente, de lo que siempre ha tratado de evadirse el intelecto más abstracto: la vida del cuerpo. Lo inmediato, lo tangible, lo inmanente, como dimensión fundamental de la experiencia humana negada una y otra vez a lo largo de la historia por los que pretenden someter la vida a la miseria en nombre de un supuesto orden trascendente. Elijo este precioso libro de Onfray (Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar), reeditado ahora que otros suyos inundan el mercado español, no sólo porque es un sumario imprescindible de sus ideas, sino porque en su misma intensidad polémica, en su misma belleza estilística, en su erudito examen de la tradición occidental menos trillada, cifra uno de los alegatos más contundentes que conozco contra toda forma puritana de entender la existencia.

Hace un par de años apareció su tratado “ateológico”, de gran éxito en Francia. Más recientemente ha publicado su “manifiesto hedonista” (La fuerza de existir), un sumario exultante y exaltante de su pensamiento, y también varios volúmenes de su “contrahistoria” de la filosofía, basada en sus intervenciones semanales en la Universidad popular de Caen, una institución promovida por él como alternativa inconformista a la universidad más convencional. La intempestiva actividad de Onfray cubre así todos los ámbitos mundanos y se niega a refugiarse en los foros esclerotizados de la cultura. Y es por lo que resulta de una oportunidad excepcional la relectura de este sustancioso tratado, un catecismo libertario de valores hedónicos tan fundados en milenios de civilización y cultura paganas como en la experiencia cotidiana de los placeres y los deseos. En él Onfray nos ofrece una narrativa enciclopédica que reduce la historia a una guerra entre el libertinaje del cuerpo y la mente y la organización ascética de la existencia. Entre, de una parte, la disposición a lo material, la atracción y seducción de los cuerpos, el goce voluptuoso del presente, la exuberancia dionisíaca, el amor como “física de las emociones” y “pasión de las sensaciones”; y, de otra, la religión, las tristes obligaciones y sacrificios de la vida retirada, la anorexia y la constipación como estados del alma y del cuerpo, la domesticidad conyugal, la procreación, la castidad, la monogamia, la renuncia tanto como el desprecio a la carne. Todo su aparato conceptual moviliza, pues, una inmensa biblioteca de autores que se alinean en uno u otro bando: en el libertinaje materialista figuran excéntricos como Aristipo de Cirene (el primer apologeta del placer), Diógenes, Epicuro, Demócrito, Safo, Lucrecio, Ovidio, Horacio; mientras que en el rancio linaje del idealismo militarían Pitágoras, Platón, Aristóteles, San Agustín y todos los padres cristianos que siguieron su estela resentida.

En esta historia traumática, Onfray tiene muy claro quiénes conquistaron la ciudad terrestre hace siglos e impusieron su amargo dominio sobre la mente y el cuerpo, en perjuicio de los hombres y, sobre todo, las mujeres. De ahí la impertinencia paradójica de su discurso al reivindicar la tradición hedonista excluida sistemáticamente del poder, incluso en la modernidad, rehuyendo incurrir en las simplezas de la corrección política. Exuberancia y no quejas, potencia de vida y no lastimoso victimismo, claman desde su excitante discurso. Pues tampoco las filosofías modernas (con la excepción del Nietzsche más solar y revolucionario) se salvan del diagnóstico libertino de Onfray. Ninguna de ellas ni de sus líderes carismáticos aceptaría la cuadratura conceptual que arma su discurso: lo real es atómico, un puro proceso de fuerzas, intercambios, energías y flujos; el vitalismo es necesario no porque la vida sea maravillosa, como quieren hacernos creer los cuentos de hadas de la espiritualidad contemporánea, sino porque debemos construirla a cada momento con materiales precarios y defectuosos; el placer es propicio, la consumación de un modo de vida gratificante, en plena comunicación con el mundo y quienes lo habitan en libertad; lo negativo es “odioso y destructible”, por lo que debemos rechazar las visiones y acciones basadas en la violencia y la opresión, el fanatismo y el odio, en favor de un libertinaje consentido de los sexos.

En suma, el erotismo solar de Onfray, antídoto estimulante contra todo fundamentalismo (religioso, político, moral o económico), aspira a una renovación radical del “antiguo proyecto epicúreo: gozar del puro placer de existir”.

lunes, 11 de abril de 2011

REMAKE


[El remake, como queda claro no sólo en mis gustos sino también en mis novelas y en muchas de mis ficciones breves, es una de mis pasiones creativas. Y sólo puedo sentir envidia de los medios artísticos donde repetir una obra ya existente, como pasa en la música y el cine, sobre todo, aunque también en la pintura, se convierte en la posibilidad de deslizar un atisbo de singularidad en el código y una revisión de motivos y estilos. En el cine, por razones intrínsecas al medio, se ha practicado con frecuencia. Ahí están, para confirmarlo, grandes artistas del remake como Brian de Palma, Raoul Ruiz, Quentin Tarantino y Zack Snyder (con películas que son una amalgama de referentes y estilos tan fascinantes como Kill Bill, La Dalia Negra, Sucker Punch o Misterios de Lisboa). En literatura, en cambio, por la estrechez ideológica de la alta cultura, ha tenido siempre pésima fama, a pesar de que los grandes clásicos grecorromanos o renacentistas y barrocos lo practicaban sin complejos, para corregirse unos a otros o ensanchar los límites de una estética o de una cultura. A partir de la implantación de la ideología burguesa decimonónica referida a la propiedad privada todo acto creativo era original y único hasta el punto de que copiarlo o imitarlo, salvo con fines de aprendizaje, era considerado artísticamente nulo y legalmente peligroso. Al menos hasta que llegó la hora del postmodernismo de Coover, Barth, Barthelme y Pynchon, en Estados Unidos, y de Borges, Cabrera Infante, Sarduy, Fuentes, Goytisolo y Ríos en español transatlántico, recogiendo el testigo de geniales precursores como Joyce y Flann O´Brien. Desde entonces muchos artistas y escritores lo consideran la única forma de ser creativo sin fingir originalidad en un tiempo donde los colegas más conformistas prefieren simular originalidad de cara a la clientela sin aportar nada nuevo ni sentir la necesidad de ser creativos. La gran Kathy Acker fue una de las más radicales practicantes del remake postmoderno en los ochenta y noventa, con perversiones y travestismos de género y géneros de, entre otras novelas, La isla del tesoro, Grandes ilusiones, Cumbres borrascosas, Neuromante, La letra escarlata o El Quijote. Como explica acertadamente Steven Shaviro: “todos los textos hacen implícitamente lo que se atribuye explícita y abiertamente a las obras postmodernas: “samplean”, se apropian, hibridan, distorsionan, remezclan y recombinan los detritos ya existentes de la cultura”. Unos, por honestidad, lo declaran sin prejuicios en la aduana de la literatura y otros, por disimulo e hipocresía, lo ocultan ante sus pares, pero todos, lo reconozcan o no, trafican con mercancía robada. Material ajeno mejor o peor camuflado. Todos los nombres de la literatura, como quería Borges, designan al mismo escritor de todos los libros de la historia.]

En la cultura occidental, la tradición es el plagio. Copias de copias, epígonos de epígonos, búsquedas inútiles del original perdido, reclamaciones de autenticidad más o menos verificables. El remake es al arte lo que el plagio a la tradición. Una respuesta estética al desafío aplastante de los museos, las bibliotecas y las filmotecas. En un contexto, por tanto, donde la propiedad intelectual y los derechos de autor se están transformando en pura paranoia opresiva, como secuela de la implantación de un mercado autoritario, aparece un libro como éste (El hacedor de Borges (Remake), Alfaguara, 2011), donde Agustín Fernández Mallo se atreve a reescribir en su integridad un famoso libro de Borges para recordarnos cómo las estratagemas del plagio, la imitación, la réplica y la apropiación han formado parte de la creatividad artística y literaria desde siempre.

Por otra parte, la recreación de motivos ajenos también ha tenido siempre la función de reabrir, como decía Barthes, el proceso de la literatura y, por si fuera poco, renovar la lectura de los clásicos y los modernos, cuestionando su clasificación excluyente. Esta renovación pasa, en primer lugar, por la de los conceptos e ideas con que se creó la obra “original”. Fernández Mallo, autor del hipertexto novelado Nocilla Experience, rehace así El hacedor de Borges (rehace al “hacedor” número uno de la literatura en español del siglo XX) enfrentando desde el principio las distintas versiones de la realidad y la literatura que ambos autores suscriben. Es la primera alteración introducida en el código libresco de Borges. Por eso la ficción “El hacedor” remite en Borges al patriarca Homero (sin entrar en la discusión de si el poeta griego fue o no un ente de rasgos tan mitológicos como Aquiles) y a una visión canónica y antigua de la historia y la cultura; mientras en Fernández Mallo apela a una visión básica de la materia y científica de la realidad, la condensada en la turbadora idea de un acelerador de partículas subatómicas, que destruye, junto con la comprensión molar de la realidad, la validez estética del realismo convencional. Este recurso de rectificación y suplantación de referentes es obvio en muchas piezas de este prodigioso libro: donde Borges inscribe, con erudición académica, los nombres de Cervantes, Marino, Shakespeare, Dante, Stevenson o el suyo propio, como consumado garante de una tradición occidental con la que rivaliza y a la que también parodia, Fernández Mallo registra los signos de una actualidad fluida que pasa por la ciencia, la tecnología, la publicidad, internet, el cine y la televisión, pero ya no tanto por la literatura.

En este sentido, los nodos álgidos del libro serían las versiones de tres piezas esenciales del sistema ideológico borgiano como son “Everything and nothing”, “Borges y yo” y “Le regret d´Heraclite”. El yo plural, diverso de sí mismo y por ahí conectado con su creador, también diverso, y el lamento individual por la imposibilidad de vivir que caracteriza al sujeto de toda escritura, reciben un tratamiento ambiguo, radicalmente (des)personalizado, como corresponde a un escritor plenamente consciente del tiempo mediático banalizado en que, conformando su gusto y sus referencias y preferencias, le ha tocado escribir. En “El arrepentimiento de Heráclito”, además, la extrapolación es altamente ingeniosa: Fernández Mallo traduce la queja amorosa expresada con ironía sutil en el dístico borgiano sobre Matilde Urbach a la obscena desnudez del código comunicacional (enunciados formales y dígitos cronológicos) con que se transmitió a través de todos los dispositivos tecnológicos disponibles la tragedia terrorista del 11-S por quienes la padecieron dentro y fuera de las Torres Gemelas (según Wikileaks: ¿réplica irónica a la ironía original?).

No es, sin embargo, la pobre noción de homenaje la que correspondería con exactitud a este robo estético, sino un afán de reclamar para sus propios fines la singularidad del estilo y el pensamiento de Borges. De ese modo, Fernández Mallo lleva a cabo una empresa larvada de crítica literaria señalando todo aquello que en Borges, por culpa, en parte, de sus innumerables epígonos, pero también por las mutaciones epistémicas acaecidas en las últimas cinco décadas, ha quedado marcado por la flecha del tiempo. Una operación de limpieza intelectual análoga a la que Borges llevó a cabo con “Pierre Menard, autor del Quijote”, a fin de extraer al Quijote de sus lecturas nacionales y su condición de libro sacramental, es la que emprende Fernández Mallo aquí con el fin de inyectar en la literatura escrita en español, a veces demasiado ensimismada en el rancio sueño de la tradición, todo lo que la edad contemporánea obligaría a tomar en cuenta, sumergiendo al mismo tiempo la sobriedad clásica de la escritura borgiana en la promiscuidad y esquizofrenia cultural de una época donde no caben ya ni la idealización ni la inocencia. El riguroso método de Fernández Mallo, en este sentido, es y no es el mismo de Pierre Menard (aplicando en esto una variante del planteamiento “el otro, el mismo”, fundamental en el ideario borgiano). En Menard la literalidad de la escritura aspiraba a que fuera el tiempo de la misma quien, sin alterar sus cláusulas, marcara las diferencias textuales y contextuales de la lectura. En Fernández Mallo, sin embargo, aunque algunas piezas, las más lúdicas quizá, se escriben desde ese planteamiento puramente apropiacionista, la reescritura de la miscelánea se transforma en un proceso de reactivación y potenciación, en efecto, de mecanismos creativos que el peso canónico, la monosemia literaria y el prestigio académico no deberían anular ni entumecer.

Por esto mismo, la cima del libro, donde se consuma su designio estético y se multiplican al infinito los remakes, es la magistral “Mutaciones”, un intrincado palimpsesto de conceptos y motivos. Este extenso tríptico convoca, a través del mediador Google Earth (presencia ironizada mucho más adelante, como corresponde a la disposición hipertextual del libro, en la célebre parábola sobre los cartógrafos y el territorio “Del rigor de la ciencia”), los fantasmas artísticos de Robert Smithson, los desechos radiactivos de la central nuclear de Ascó (“El hacedor” reciclado de nuevo) y las imágenes mentales de La aventura de Antonioni con objeto de configurar, en toda su complejidad, un mapa molecular de una realidad sometida, como en un experimento de laboratorio, a un proceso radical de redefinición de categorías y experiencias como la del siglo XXI: una realidad donde el presente y el pasado, lo actual y lo virtual, lo material y lo inmaterial, lo vivido y lo imaginado, lo sublime y lo abyecto, lo directo y lo mediado o diferido, lo natural y lo artificial, lo presente y lo remoto, lo real y lo simulado, etc., se confunden hasta la indiferencia y la banalidad. En la aventura hiperreal o digital “vivida” por el narrador en la isla rocosa donde se rodó una parte de La aventura hay un momento memorable, hacia el final, en que, persiguiendo el espectro cinematográfico de Monica Vitti en la intersección de tiempos y de espacios por donde transitan el narrador y la actriz, gracias a las disímiles tecnologías que les permiten cohabitar en distintos niveles sin llegar a tocarse, Fernández Mallo no se tropieza, en su persecución también fantasmática de Borges, con el espíritu burlón de éste, precisamente, sino con una experiencia ontológica extraída, a pesar de la inversión de perspectivas, de una novela que inspiró y prologó pero no escribió: la insuperable La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, donde el narrador se conforma en el desenlace, como amante desesperado, con compartir el mismo espacio visual, aunque no el mismo tiempo, con su amada Faustine, prisionera de un mecanismo fantástico que reitera el aislamiento de su presencia espectral en la isla, con tal de que el lector (o el espectador) fije en su mente la falsa imagen de esa cercanía sentimental. De este modo, Fernández Mallo, acaso sin calcularlo, logra reintroducir los fantasmas del deseo (y también del deseo de cambio y de mutación) de la literatura donde nada ni nadie, por considerarlos desfasados, parecía reclamar su aparición, potencial e influencia. Con este gesto, además, Fernández Mallo inscribiría la narración, de algún modo, en los presupuestos de la “lógica de los simulacros” que rige El año pasado en Marienbad, la deslumbrante adaptación al cine de la novela de Bioy realizada por Resnais y Robbe-Grillet un año después (1961) de que Antonioni estrenara la obra maestra que acababa de una vez con una estética de aproximación a la realidad tan limitada como el neorrealismo para implantar una visualidad narrativa a la altura de los tiempos, con todas las consecuencias, y Borges, no se olvide, publicara El hacedor.

«En el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin», declara Borges en “Parábola de Cervantes y de Quijote”. Fernández Mallo piensa lo mismo, como evidencia su cortazariana versión de esa misma pieza esencial, pero difieren sus mitos, como es lógico, comenzando quizá por los mitos paradójicos del origen y del fin (todo principio implica un fin, todo fin, un principio, etc., en series infinitas, o regresando al infinito sobre sí mismas y difiriendo infinitamente de sí mismas, ya sea como el circulus vitiosus deus de Nietzsche o el “eterno retorno” reinventado por Borges). Así es la literatura, obra de todos y de nadie, multilingüe, plural, irrepetible y siempre recomenzada. La de Borges y, por supuesto, la de Fernández Mallo.

domingo, 3 de abril de 2011

UNA HISTORIA PORTÁTIL DE LA "GENERACIÓN BEAT" (1)


¿Vuelven los beats? Hay varios signos equívocos (libros como Beatitud, películas como Howl, el culto internacional a Bolaño, etc.) de que podrían estar planeando reaparecer en escena en un fuerte momento de crisis y desengaño. O, en cualquier caso, evidenciar que nunca se fueron del todo. El neorromanticismo social y cultural que dispensaron durante sus años de esplendor no parece haber agotado sus fuentes de inspiración y emulación. Convendría recordar lo que supusieron antes de certificar de una vez por todas si su muerte y su presunta resurrección, como casi todo hoy, son criogénicas o sólo simuladas.

El caso “Ginsberg”

El 25 de marzo de 1957 agentes de aduana de los Estados Unidos se incautaron de 520 ejemplares del libro de Allen Ginsberg (1926-1997) Howl and Other Poems (Aullido y otros poemas), publicado en Inglaterra por el también poeta Lawrence Ferlinghetti en su renombrada editorial City Lights. Un año y medio antes, en octubre de 1955, Ginsberg había pasmado a los asistentes a los recitales de la Six Gallery de San Francisco (especialmente al también poeta Kenneth Rexroth, organizador de la velada, y al gran Jack Kerouac) con la emocionada lectura del poema central del libro, ese Aullido que sonó como tal e hizo famoso a Ginsberg con sólo 29 años. Los cargos contra la publicación se reducían a un concepto hipócrita: “obscenidad”. El juicio posterior, en el que sobre todo se vería implicado Ferlinghetti, ya que Ginsberg había emprendido al fin, tras reunir el dinero necesario, su soñado viaje a Europa en compañía de su amado Peter Orlovski, sería el juicio literario más famoso en EEUU, después del padecido por el Ulises de Joyce años atrás, y convirtió al libro en un superventas inesperado: inicialmente en San Francisco, donde la emergente comunidad cultural lo asumió como un grito de inconformismo expresivo y vital, y más tarde en todo el país, como un revulsivo moral que demostraba que en la Guerra Fría podía haber más de dos bandos. Uno de esos jueces salomónicos (Clayton Horn, un nombre digno de una novela o película del Oeste) que ilustran la historia de la jurisprudencia norteamericana con sentencias de una sabiduría que no es de este mundo, acabó por eximir de todos los cargos al editor y declaró en su sentencia que el poemario contenía “valores sociales” que redimían su escocida carga sexual (palabras indecentes, actos innombrables). Dentro de la tradición americana, donde el lugar central lo ocupan a menudo el iconoclasta, el rebelde o el innovador, Aullido apareció puntual para ganar mayores cotas de libertad artística y anunciar el advenimiento de una nueva concepción de la literatura.

La degeneración de los mejores cerebros

Pero, ¿de qué trataba este poema tan escandaloso? Ginsberg, que había escrito la primera versión en estado de trance en la cocina de su casa de San Francisco y en una máquina de escribir de segunda mano, explicó que se trataba de “una afirmación de la experiencia individual de Dios, el sexo, las drogas y el absurdo”. Como se ve, su contenido no podía ser más americano pareciéndolo menos: Ginsberg era homosexual y comunista, de origen familiar ruso judío, con un padre poeta y una madre encerrada en una institución psiquiátrica y sometida a diario a la tortura de los electrochoques. De hecho, ese énfasis en la experiencia individual es lo que hizo de Ginsberg, a pesar de su izquierdismo grandilocuente, un individuo sospechoso en el orbe socialista. El poema comenzaba con unos versos que se han hecho antológicos: “He visto a los mejores cerebros de mi generación destruidos por la locura, hambrientos desnudos histéricos”. Aullido era una explosión incontenible de cólera y amor a partes iguales, un desesperanzado canto a la libertad de conducta y pensamiento en un entorno inhóspito y degenerado. De ese modo, Ginsberg expresaba en voz alta su rebeldía contra toda forma de censura e hipocresía, represión y persecución de la diferencia moral: “¡El mundo es santo! ¡La piel es santa! ¡La nariz es santa! ¡La lengua y la polla y la mano y el ano son santos! ¡Todo es santo! ¡Todo el mundo es santo!” (Nota a pie de página a Aullido). El gran poeta académico William Carlos Williams, que prologó la obra entre otras cosas porque Ginsberg y él vivían en la misma ciudad de New Jersey (Paterson, a la que Williams había dedicado, por cierto, un poema memorable), despejaba toda duda sobre el contenido altamente provocativo del poemario: “Remánguense las faldas, Señoras, van a atravesar el infierno”. Pero Ginsberg no era precisamente Dante, ni mucho menos Virgilio, pues, al revés de esos maestros antiguos, incurría en los mismos pecados nefandos que los condenados, compadecía y amaba a los malditos, compartía su dolor y sufrimiento con una pasión desbordante y una radicalidad poética y moral incuestionables. La versión del “infierno” de Ginsberg, como le enseñaron a modelarla sus modernos maestros Blake y Rimbaud, tenía fronteras políticas y económicas reconocibles y se amasaba con el sudor helado del drogadicto que persigue su “airada dosis” en suburbios cuya desolación no es de otro mundo; con el sudor ácido de los cuerpos y el semen derramado de los encuentros fortuitos y clandestinos; y, sobre todo, con el sudor febril de los locos, recluidos por su falta de acomodación a la preceptiva normalidad social de la época: especialmente, Naomi Ginsberg, su madre, y Carl Solomon, un paciente crónico de clínicas estatales a cuyos aullidos de víctima de la lobotomía y los electrochoques iba dedicado el Aullido de Ginsberg (“mientras tú no estés a salvo, yo no estaré a salvo”)[1].

Grupo salvaje

Los “Beatles” no existían todavía, ni tampoco Bob Dylan, cuando Ginsberg profirió su aullido lírico, pero las mentes juveniles más dinámicas comenzaban a congregarse bajo una bandera minoritaria de disconformidad y un ritmo palpitante que era el latido rebelde del “corazón absoluto del poema de la vida”. La «Generación Beat»: un grupo desarrapado e insatisfecho de fanáticos del jazz y sectarios perseguidores de nuevas experiencias con sedes reconocidas en San Francisco, Venice y Greenwich Village. Una banda de agitadores anárquicos, aburridos del modo de vida americano, pero carentes de un proyecto sólido de transformación social, como diría un ideólogo de la vieja escuela. En la primera lectura pública de Aullido estaba uno de sus líderes, Jack Kerouac (1922-1969), quien jaleaba cada verso de Ginsberg, según cuenta la leyenda urbana, con un grito de “adelante, adelante”, mientras golpeaba la mesa como un vikingo enfurecido con su rebosante jarra de cerveza. Dos años después, Kerouac publicaría la novela generacional por excelencia, On the Road (En la carretera, 1957), en la que Ginsberg, no por azar, aparecía retratado bajo la identidad viajera y politizada de un tal “Carlo Marx”[2]. El “grupo salvaje” lo componían inicialmente todos los dedicatarios del libro seminal (más tarde, Ferlinghetti, Ken Kesey, Gary Snyder o Gregory Corso, entre otros, se sumarían a la causa sin causa del movimiento “beat”). En primer lugar, Kerouac, a quien Ginsberg reconocía haberle tomado prestado hasta el título y cuya práctica literaria resumía diciendo que había “escupido” inteligencia en el interior de sus libros. Las relaciones de Kerouac y Ginsberg fueron problemáticas, como casi todo en la vida de Ginsberg. Kerouac era un seductor compulsivo de mujeres, pero se avino por sentido de la rebeldía y la amistad a mantener relaciones íntimas con Ginsberg. Éste siempre se quejaría de la falta de implicación de Kerouac durante sus encuentros, su escasa pasión atestada. Algo similar le sucedería con Neal Cassady (1926-1968), el cerebro más generoso de su generación. En Aullido se le nombra con sigilo por sus siglas (era otro heterosexual consumado) y se le atribuye la condición de “héroe secreto de estos poemas”. No era para menos. Cassady fue el hombre que inspiró muchos libros y no publicó ninguno en vida: les enseñó a todos los secretos de la “prosa espontánea” que una época tan movida requería como respuesta artística, pero no supo crear un estilo propio capaz de traducirla con originalidad. Los malentendidos entre Ginsberg y Cassady, sin embargo, comenzaron el mismo día en que la mujer de Neal (Carolyn) los sorprendió practicando el sexo oral, también por pura fraternidad, y expulsó a Ginsberg para siempre del amargo y dulce hogar americano en que pretendía alojarse por una temporada.

Un genio (post)moderno

Más distante, Wiliam Burroughs (1914-1997) era el tercer hombre del núcleo duro de amigos celebrado en la dedicatoria y un caso aparte dentro del grupo. De hecho, la visión onírica de Joan Vollmer, la mujer de Burroughs, asesinada “accidentalmente” por su marido en México en 1951, representó para Ginsberg uno de los motivos detonantes de Aullido, gracias en parte a la culpable identificación de Joan con su madre enferma. Burroughs, entre tanto, se había exiliado voluntariamente a la cosmopolita Tánger, fuera del intrincado tablero geopolítico de la época, y allí se las había arreglado para inventarse una Interzona novelesca que le permitía viajar libremente por el espacio de la América opresiva y burocrática de las corporaciones, los supermercados y el tráfico de la única droga legal específicamente americana (“la arpía tuerta del dólar heterosexual” de Ginsberg) lo mismo que al planeta Venus, poblado de chicos salvajes y motorizados, sin moverse de un cubículo atestado de humo y hedores, o de un cafetucho mugriento donde obtenía su ración psicotrópica de traficantes que adoptaban la apariencia de repulsivas escolopendras o reptiles alienígenas[3]. El almuerzo desnudo (1959) es la novela “realista” por excelencia de la América del siglo XX, la pesadilla literaria más alucinante de la historia: una inmersión total en la mente trastornada del “yonqui” que es al mismo tiempo la mayor invectiva contra toda forma de adicción escrita por alguien que las padeció todas y las consideró siempre como formas de adhesión inconsciente al poder dominante y su servil sistema de valores. En el subversivo evangelio de Burroughs, la escapatoria del sistema consistía en “crear nuevos mundos, nuevos seres, nuevos modos de conciencia”. Cuando todavía Burroughs no había terminado de escribirla, Ginsberg auguró en la dedicatoria de Aullido que esta novela volvería “loco a todo el mundo”. Con el paso de los años, la suma novelística de Burroughs se ha convertido en lectura imprescindible para comprender la fase terminal en que parecería haber entrado la especie humana y en un manual de primeros auxilios psicosomáticos contra los males del nuevo mundo mercantil y tecnológico (la “sociedad de control”, como la llamaba Burroughs[4]).

[1] Es imposible no evocar aquí, por afinidad ética, la estremecedora obra maestra Alguien voló sobre el nido del cuco (1962), de Ken Kesey, otro díscolo legatario del espíritu beatnik en el seno de la vanguardia contracultural de los sesenta. En compañía de Kesey, precisamente, pasó Neal Cassady los últimos años de su nada beata vida beat, recorriendo en un destartalado autobús el corazón del corazón y casi todas las vísceras vitales del país en la delirante caravana de los Merry Pranksters, pandilla de provocadores y bromistas hippies más o menos liderada por Kesey. En el prólogo a una reciente edición norteamericana de la famosa novela, Chuck Palahniuk (hastiado de la cuasi década ominosa de Bush y su cohorte de incompetentes, desaprensivos y criminales tanto como de la inopia, la indiferencia moral e hipocresía típicamente americanas) contradice a la corrección política que la había condenado por su tono racista y misógino y reivindica el potencial de agitación social auténticamente democrática todavía encerrado entre sus sulfúreas páginas.

[2] No cabe duda de que fue un mito “beatífico” propagado por sus numerosos fieles creer que esta primigenia road-novel surge así como así, como producto instantáneo de la espontaneidad emocional o la excitación vital de Kerouac y su experimentación con la musa caprichosa de la mecanografía, y no de la reescritura pertinaz y la corrección obsesiva. No obstante, como señala con acierto Marc Chenetier, “esta novela coloca a la ficción en el mismo diapasón de las otras artes; la música y la pintura, en el momento del bop de Charlie Parker y del all over de Jackson Pollock” (Más allá de la sospecha).

[3] Como prueba de que la recepción de Burroughs ha mejorado en la última década, después del purgatorio de mediocridad al que los autores más reaccionarios del panorama español de los ochenta y noventa lo habían relegado, y como inteligente lectura de su original estética, cabe recomendar el estimulante ensayo “El sublime objeto de la publicidad: Drogas/Anuncios/Burroughs”, de Eloy Fernández Porta (incluido en Afterpop. La literatura de la implosión mediática).

[4] Sólo igualada, si no superada, por la última trilogía narrativa de Burroughs, la compuesta por Ciudades de la noche roja, El lugar de los caminos muertos y Tierras de Occidente. Ciudades es, sin ninguna duda, la cima de todo el corpus inyectable de Burroughs, la más sustanciosa, refinada y alucinógena de sus drogas literarias, tan potente como Almuerzo pero mostrando además la gran inteligencia narrativa de su autor, tantas veces negada por los lectores y críticos más conformistas. El mundo sicosomático de las infecciones y virus, las adicciones espeluznantes, los agentes parapsicólogos y la sociedad policial, unidos a la mitología maya, los viajes en el tiempo, la sexualidad extrema y la heterotopía pirata (que fue una de las obsesiones de Burroughs tanto como de Foucault y Kathy Acker, su gran discípula narrativa y moral), componen un fascinante cuadro novelesco del imaginario tecnológico, mediático y biopolítico de la postmodernidad, aún válido para estas hipotéticas postrimerías.

UNA HISTORIA PORTÁTIL DE LA "GENERACIÓN BEAT" (2)

Yo soy América

Es irónico que Ginsberg declarara en la dedicatoria del infernal Aullido que todos los libros del grupo “están publicados en el paraíso”. Ginsberg debía de pensar que América era el sonoro nombre de ese siniestro paraíso con fronteras políticas delimitadas. El aullido de Ginsberg era el aullido de un parto interminable por una América que no acababa de nacer, una América que nació muerta o quedó abandonada tras nacer en alguno de los múltiples contenedores de la historia. A esta América espectral dedicó un poema estremecedor, incluido en el poemario polémico: “América te lo he dado todo y ahora no soy nada”. En plena Guerra Fría, ser un hombre libre, plenamente comprometido y libre al mismo tiempo, suponía no encajar ni en el paraíso soñado de la América de las oportunidades, la fortuna y la prosperidad al alcance de todos ni, por supuesto, en la utopía a plazos quinquenales del Soviet de las inoportunidades, el infortunio y la pobreza comunitarias. El sueño de América estaba siendo expropiado de raíz por la América capitalista y militarizada y los beats, con Ginsberg, Cassady y Kerouac a la cabeza, emprenderían entonces el viaje crepuscular del hombre blanco por la tierra amenazada de extinción (“la autopista que atraviesa América”, con la que Ginsberg clausuraba Aullido) montados en estrafalarios vehículos cuyo carburante poético era muchas veces más el alcohol o la droga (marihuana y heroína, sobre todo) que la gasolina prosaica. En la Nota a pie de página a Aullido Ginsberg atacaba la censura por profana y por impúdica: si todo es santo y sagrado, como expresaba esta apostilla poética, desde los órganos sexuales hasta el “vasto borrego de la clase media”, no cabe prohibir nada, o restringir su circulación, sin ofender severamente al creador de lo real y de su reverso constatado. En el fondo, Ginsberg mostraba ser, como su gurú Walt Whitman, un panteísta convencido de que la tierra americana era el escenario natural del sentimiento religioso entendido como abrazo amoroso de todo con todo: esa religión del amor universal que creería con ingenuidad haber encontrado, como tantos otros, en sus relecturas californianas del ideario comunista (“América, ¿cuándo pondremos fin a la guerra de la humanidad?”). Su viaje a Cuba, la enemiga americana, fue una ocasión desternillante y además determinante para su toma de conciencia como disidente sexual en ambos mundos. Durante su tumultuosa estancia, Ginsberg se atrevió a decir que Castro era un buen “semental” y que había mantenido relaciones homosexuales en su juventud (como todo hombre que se precie, proclamaba con picardía impropia). Para colmo, expresó en público su deseo de acostarse con el Che Guevara, a quien consideraba un ángel de erotismo irresistible. Por no hablar de su propuesta de sublevación callejera contra la persecución castrista de todos los maricas de una isla repleta de ellos. Y lo expulsaron enseguida del espacio acotado de la utopía, como era de prever, por haber confundido la virilidad del latido revolucionario con una invitación colectiva a un revolcón ocasional.

Máquinas de escribir

Los beats eran genuinas máquinas de escribir. Un escritor famoso de gusto bastante conservador expresó su disgusto e indignación con la estética literaria del grupo proclamando que En la carretera no era escritura sino pura mecanografía. Es paradójico que este movimiento tan libre y rompedor abogara por la escritura a máquina en una época en que la mayoría de sus colegas, con actitud artesanal, seguían escribiendo a mano. [Hay toda una historia de la literatura pendiente de escribir a partir de las tecnologías y los cambios o mutaciones que introdujeron en un arte aparentemente intemporal como el literario.] Así que Kerouac y Ginsberg y Burroughs echaron mano a las máquinas de escribir que tenían más a mano para pulsar sus teclas como quien se conecta a un tablero afectivo y pasional del mismo modo que se abalanzaron sobre el volante de los coches para redescubrir el espacio americano en movimiento. Admiradores de los grandes músicos de jazz, el grupo beat encontraría en el arte de mecanografiar el equivalente literario del saxo, la trompeta o el clarinete: un instrumento rítmico de transmisión automática de la emoción y el aliento del artista que lo toca sin normas previas. Si se quiere era otra forma de afirmación individual, tan radical como su relación con las drogas, el sexo o las creencias. La poética beat de la sensación de vivir se situaba así entre los dos extremos doctrinales del “zen” y la censura.

Las moscas de la fama

Como todas las modas de temporada, los beats padecieron (con la notable excepción de Burroughs) su calvario de desfases y decadencia. No obstante, las secuelas de la celebridad mediática del movimiento fueron, en su caso, bastante duras. Nadie representa mejor este desastre generacional que el epígono Lew Welch, cuyo nombre es toda una garantía de fracaso artístico y triunfo comercial. Welch no consiguió nunca que se le tomara en serio como poeta y acabó suicidándose en 1971 sin merecer ninguna notoriedad en un panorama cada vez más exigente con los frutos del ingenio juvenil. Antes de morir, sin embargo, logró dos aciertos inesperados que encarnan, en cierto modo, la grandeza y la miseria de la estética beat y de toda expresión contracultural recuperada por el mercado. El único hijo natural de Welch fue putativo: el famoso Huey Lewis (una estrella musical temprana del canal MTV y todavía hoy una figura de culto para muchos entendidos, como, entre otros, el Patrick Bateman de American Psycho, un admirador entusiasta tanto de Lewis como de Phil Collins). Lewis consideraba a Welch su padrastro, a pesar de ser sólo novio de su madre, y de él, como prueba de afecto, tomó su nombre artístico. Pero la creación más brillante de Welch, empleado en una agencia de publicidad para costearse los gastos de su dedicación nocturna a la vida bohemia, fue el eslogan publicitario de lanzamiento televisivo del insecticida de mayor venta en aquellos años: “Raid Kills Bugs Dead” (“Raid las mata bien muertas”). Después de la reconversión reaccionaria de Kerouac[i], el éxito publicitario de Welch representó el momento más bajo de la degeneración beat. Paradójicamente, este ocaso creativo significaría también la apoteosis del pop, la estética ideal de una sociedad controlada por la publicidad y el mercado. Pero ésa es otra historia.

[i] No conviene olvidar este aspecto de Kerouac y de toda la cultura norteamericana, con todo su vitalismo exacerbado y su hiperestesia a las grandes mutaciones y desplazamientos. Como bien dicen Deleuze y Guattari, quizá el “caso Kerouac”, tanto o más que el “caso Ginsberg”, vendría a poner en cuestión un aspecto fundamental de la literatura norteamericana: “El caso Kerouac, el artista de los medios más sobrios, el que realizó una “huida” revolucionaria y se halla en pleno sueño de la gran América, y luego en busca de sus antepasados bretones de raza superior. ¿No será el destino de la literatura americana el franquear límites y fronteras, el hacer pasar los flujos desterritorializados del deseo, pero acarreando siempre territorialidades moralizantes, fascistas, puritanas y familiaristas?” (El Anti-Edipo). [La cursiva es mía.]