miércoles, 30 de octubre de 2019

CHISPEANTE ALEGORÍA


  [Luis Goytisolo, Chispas, Anagrama, págs. 133]

Como estudia Fredric Jameson en su nuevo libro (Allegory and Ideology), la alegoría nunca fue un género y se eclipsó como forma reconocible a partir de Cervantes y Spenser, es decir, a partir del triunfo de una estética realista, apegada a las vicisitudes de lo cotidiano, o fantástica, identificada con los despliegues de la fantasía, los símbolos y el idealismo. Borges, en cambio, en su célebre inquisición "De las alegorías a las novelas" (que Jameson, por cierto, no cita, quizá por desconocimiento o quizá por prejuicio) consideraba que la puntilla a la alegoría se la había dado a finales de la Edad Media la irrupción de narrativas (Chaucer) que ponían el énfasis en el detalle empírico.

El género alegórico, dice Fredric Jameson en su nuevo ensayo sobre la cuestión, sobrevivió en estado latente desde fines del medievo y renació durante el pasado siglo para conectar lo inconexo y fragmentario, acoplar los elementos dispares a partir de un concepto o una idea, reunir lo disperso en una unidad superior, ensamblar lo disímil y diferente a partir de una lógica artística que el creador impondría generando una obra abierta. Y todo ello para representar un mundo volatilizado. Una globalidad diluida en infinitas narrativas. Este es el designio de la última etapa de Luis Goytisolo como narrador y el designio inteligente de este libro que se abre con la famosa escena del gato de Cheshire de la primera Alicia de Carroll y funciona como un aviso del espíritu con que el libro fue escrito. Mirad cómo desaparezco detrás de mi sonrisa, parecería decir Goytisolo desde las sombras.
En 2017, Goytisolo publicaba Coincidencias, una miniaturizada “comedia humana” de nuestro tiempo construida como un calidoscopio de 63 piezas. Goytisolo actuaba entonces convencido de que el formato novelesco, nacido para poner en crisis el mundo de valores vigente en cada sociedad, necesitaba recurrir a dispositivos de composición más acordes con los nuevos tiempos. Ahora, en “Chispas”, ha decidido dar un paso más para confeccionar un mapa parcial de la estupidez y la tontería dominantes en una sociedad hipermoderna que se arroga la inteligencia como valor supremo y se vanagloria de haber alcanzado un gran desarrollo cultural y tecnológico. Un mundo descrito como un grotesco dibujo animado donde las cosas están al revés de como deberían estar.
Compuesta de 36 fragmentos de diversos estilos y motivos, esta alegoría sobre la vida mental del presente se presenta como una chispeante colección de opiniones, tópicos, estereotipos y discursos sociales representativos de un cuadro humano plural en edades, profesiones y experiencias, pero definido por su pertenencia a los grupos mayoritarios, clases medias o burguesías urbanas. Esta polifonía ideológica coloca al mismo nivel a sus personajes, tratándolos como muñecos de ventriloquía, e impidiendo así que el lector se sienta excluido del grupo, o pueda juzgar unas actitudes mejores que otras. La marea tóxica de estupidez contamina, pieza tras pieza, los diálogos y los relatos y homogeneiza a todos los portavoces en una masa anónima que participa, lo quieran o no, del mismo diagnóstico infalible. Esta dimensión flaubertiana del libro evita que nadie pueda salvarse de la quema, ni el más listo, ni el más ingenuo, ni el más culto, ni el más sensato.
Como Erasmo de Rotterdam en su tiempo, Goytisolo escenifica una realidad reconocible donde la ignorancia y la locura adoptan nuevas apariencias y modos. La representación es tan cautivadora como paradójica: incluso la ironía, la burla, el sarcasmo o la risa franca con que el lector celebra las ocurrencias narrativas y las recurrencias escatológicas forman parte de los efectos y defectos del ingenioso retrato. De este modo, el libro pone en el mismo rango de necedad a partidarios del progreso y a groseros reaccionarios, a misóginos y machistas y a feministas solidarios, a la aventurera sexual y al carca estreñido, al gay desleído y al cazador desaprensivo, al defensor del despotismo digital y el emprendimiento neoliberal y al detractor acérrimo de la incultura ostentada en redes sociales. No todos son iguales, desde luego, pero todos comparten un mundo idéntico, una realidad democrática que se hace y deshace entre todos.
Con malicia extrema, Goytisolo cuela de contrabando en el lote textual un par de pastiches estilísticos que suenan a ejercicios de emulación de una supuesta alta literatura, vagamente inspirados en su magistral “Antagonía”. Para demostrar que ni él escapa como autor con pretensiones literarias a la severidad del juicio cómico, atribuye a un tal Ludwig Goitialone esta sentencia demoledora: “El mundo ha pasado por épocas peores; tan boba como esta, nunca”.

martes, 22 de octubre de 2019

JOKER



[Publicado hoy en medios de Vocento]

Todos somos el Joker. Todos somos payasos desgraciados. El Joker es nuestro otro yo. Lo que seríamos si no fuésemos lo que somos. De ahí la fuerza empática de su discurso. La adhesión obtusa que suscita en los espectadores. A su lado, Batman es un farsante. El Joker es el perfil oscuro de la identidad. El paria universal. El hombre del subsuelo. Un comediante nato que vive instalado en la tragedia. Un cómico sin empleo, hogar, familia, amor o propiedades. Todos somos el Joker y nos empeñamos en negarlo, creyéndonos superhéroes. No queremos reconocer su cara deforme cuando nos miramos en el espejo con miedo a escuchar las siniestras carcajadas de fondo. La risa enlatada que desnuda las imposturas que nos sostienen a diario. Las falsedades con que el mundo se mantiene en vilo como una pelota de ping-pong sobre un chorro de agua. Lo hemos reconocido enseguida. En cuanto ha empezado a reírse hemos sabido que era él. No podía ser otro. Nuestro doble grotesco. Nuestra pesadilla esquizofrénica.
El Joker es también un insurgente genuino. La película contiene un mensaje político enviado por un psicópata desde el manicomio. Es una fantasía diseñada para consumo de todos los que sueñan con rebelarse contra lo que los aplasta. La iniquidad del orden establecido, la norma asfixiante, la vida opresiva. El Joker encarna esa nostalgia revolucionaria. El deseo colectivo de que las cosas cambien. Como es imposible, solo queda la risa loca, la comicidad, el humor. La amarga necesidad de hacer reír al otro. El Joker es el alma negra del comediante sin escenario donde representar un papel digno de sus aspiraciones. La carcajada cómplice que sale de la pantalla es la del demente que se burla de nuestras esperanzas e ilusiones. Esa risa patológica revela la verdad de nuestro fracaso.
El Joker ha inventado la risa que podemos aplicar a cualquier situación desagradable para escapar de ella. Es la risa ambigua de nuestro tiempo. Es la risa vergonzosa de los que no pueden hacer más de lo que hacen para sobrevivir a la desgracia. Es la risa del que se burla de ti desde el fondo de tus entrañas. Es una risa terrorífica. Y es también un arma visceral para amedrentar a los que quieren pisotearnos. Mucho cuidado. El Joker ha patentado un modo masoquista de subversión muy peligroso y eficaz. Esa risa descarnada se alimenta de las vejaciones y ultrajes recibidos. Es la risa de los desposeídos y los excluidos. Es la carcajada del bufón escarnecido. La risa sarcástica del desollado vivo. Cada vez que escuches esa risa todopoderosa piensa que se acabó la impunidad en el abuso y la humillación. Se acabó eso de aguantar y tragar. Triste consuelo. A partir de ahora, piénsatelo dos veces antes de maltratar a alguien. Estás avisado. Te lo dice el Joker.

martes, 15 de octubre de 2019

UNA ESFINGE POSMODERNA



[Kathy Acker, Aborto en la escuela, Anagrama, trad.: Antonio Mauri, 2019, págs. 225]

Si eres mujer, deja de leer la novela que te han vendido como imprescindible y comienza a leer este libro de Kathy Acker donde se habla de ti y de tu paradójica condición de un modo que nunca hubieras imaginado. Si eres hombre, abandona tus necias distracciones diarias y ponte a leer de una vez a ver si te enteras, antes de que sea demasiado tarde, de por dónde van los tiros con las mujeres. 
Se han dicho muchas cosas sobre este libro desde que se publicó en 1984. No todas siguen siendo válidas ni todas comportan el mismo grado de lucidez. Es un libro que recoge en estado de efervescencia el espíritu radical de los setenta referido al sexo y a la vida, el cuerpo y la feminidad, el lenguaje y la literatura, la cultura y el patriarcado. Es un libro más actual ahora quizá de lo que lo era en el momento de su aparición y, desde luego, mucho más en la España de hoy que en la de 1987 cuando se tradujo por primera vez. Para quien no la conozca de nada, se podría decir que Acker es una Lady Gaga gamberra de la literatura posfeminista más innovadora y punk de los ochenta y noventa, nacida en Nueva York, renacida en Londres y formada en una escuela de élite como la Black Mountain School de donde salieron en los sesenta y setenta algunos de los artistas americanos más creativos.
Esta novela extraordinaria cuenta el largo viaje de Janey, su niña protagonista, al fin de la noche femenina: un periplo alegórico compuesto de amantes carismáticos (su padre, el presidente Carter, un chulo esclavizador, el escritor Jean Genet, etc.) y de ciudades cargadas de simbolismo como Nueva York, Tánger o Alejandría, donde Janey muere de cáncer de mama, como su autora muchos años después. Acker se comporta como una esfinge posmoderna que transmite sus acertijos textuales y enigmas sexuales, con tanta radicalidad como desparpajo, por todos los medios a su alcance: parodias y plagios literarios, dibujos, tatuajes obscenos, collages verbales, viñetas, grafitis, diarios, poemas.
Como la bad painting de su colega David Salle, conformando un montaje pictórico hecho de retazos gráficos y citas artísticas, imágenes fragmentadas de procedencia promiscua, la escritura de Acker se podría caracterizar como bad writing por su afán de reescribir el canon que somete a las mujeres a la cárcel simbólica llamada cultura patriarcal. Pero Acker, a pesar de las apariencias, no es una ingenua. Es una romántica genuina y sus quejas y protestas, sus sátiras y diatribas, vienen cargadas de una insolencia irónica y una incisiva capacidad de autoflagelación masoquista. Sin dolor no hay identidad, sin placer en el dolor no hay ser, sin la experiencia del sufrimiento ligada al ser la mujer será siempre solo madre, hija o esposa, jamás un sujeto pleno, aunque repleto de contradicciones y desgarramientos. El nacimiento es uno de estos. El aborto otro: “Los abortos son el símbolo, la imagen exterior, de las relaciones sexuales tal como ocurren en este mundo”. Negarse a dar a luz es otra forma de negarse a nacer. En Beckett, el aborto es ontológico, existencial, un emblema de la fallida condición humana. En Acker, el aborto es una técnica biopolítica y creativa para renacer dentro de un cuerpo de mujer, liberada de ataduras convencionales, a través de las palabras y las ficciones.
La madre de Acker no quiso tenerla y estuvo a punto de abortar cuando ella estaba en su vientre. Acker abortó al menos cinco veces en su vida. No vivió mucho, apenas cinco décadas. Las cuentas salen. Un aborto por década. Hubo muchos más libros, por supuesto. Y mucha vida. El libro se llama en realidad “Sangre y tripas en la escuela”. Ese es el nivel básico del libro. A partir de ahí, la sangre en todas sus dimensiones, menstrual o arterial, y las tripas en sus variantes digestivas o reproductoras, saturan las páginas de este libro explosivo con su discurso visceral.
En la literatura de Acker el amor es la única droga que hace soportable el mundo. La escritura es un sucedáneo. La búsqueda desesperada del amor y el rechazo a la familia son los motivos nucleares de la escritura de Acker: una escritura transgresora que se concibe como escritura de y sobre un cuerpo singular conectado a los desarrollos sociales y culturales más avanzados de su tiempo. En esta época de feminismo normalizado y normativo, la obra de Kathy Acker constituye una escandalosa provocación. Cuando el sujeto aspira a vivir en libertad en un contexto de contrarrevolución sexual, como señala Eloy Fernández Porta en su magnífico prólogo, Acker es una cómplice infalible.

sábado, 12 de octubre de 2019

SINSENTIDO



[Publicado en medios de Vocento el martes 8 de octubre]

El sentimiento nacional es como la moda autobiográfica. Puro ombligo contemplativo. Narcisismo parroquiano. Mira que lo veía venir. El nacionalismo es el nuevo opio del pueblo. Cuanto menos comprendemos el sentido del mundo complejo en que vivimos más nos distraemos con cuestiones antiguas como la identidad nacional. No salimos del laberinto provinciano porque a los humanos, por más vueltas que le demos al mundo, nos encanta nuestro ombligo. La familia, el barrio, el municipio, los amigos, los vecinos. Todo para los nuestros, nada para los extraños. Y así nos va, en la bolsa y en la vida. País por país, región tras región, después del desastroso siglo XX, seguimos en las mismas. Con la misma insistencia. El sinsentido nuestro de cada día tiene dos caras. Una, la radiante, es el escaparate publicitario, la exhibición efímera del lujo, la belleza plástica y la moda. Y otra, la tenebrosa, incluye la iniquidad económica, la precariedad laboral, el dominio del mercado y la oligarquía financiera.
Nos han vendido un capitalismo global basado en la flexibilidad y la fluidez, pero los países cierran sus valvas como el molusco en cuanto perciben una amenaza potencial. El tramposo Trump entiende la nación americana como un gigantesco emporio cuyos negocios hay que proteger a toda costa con guerras comerciales absurdas y barreras fronterizas dignas de un videojuego barato. Su gemelo Johnson fomenta el patriotismo del Brexit como la fantasía descabellada de que la sangre, el sudor y las lágrimas de sus súbditos construirán un nuevo imperio británico con mucho futuro. Mientras existan China y sus mil millones de consumidores confucianos, por más que grite la niña Greta, el cambio climático tiene asegurado el éxito inexorable. El club de la UE no levanta cabeza, aunque el euro conserve su fachada de moneda potente. En numerosos países miembros gobiernan partidos de ultraderecha y sus nocivas ideas se expanden entre la gente. Es lo más fácil en estas circunstancias.
Cuando el discurso del miedo pasa por sensatez, el peligro es inminente. Lo saben hasta los sociólogos del CIS. Es el momento estelar de forenses y enterradores. De Torra y sus terroristas mejor ni hablar. Resulta sintomático que Amenábar no pueda hacer una película valiente, como Tarantino, donde se cambie creativamente el sino fatal de la historia española. Unamuno enfrentándose a Millán Astray en nombre de la inteligencia solo puede excitar, a estas alturas, los ánimos más recalcitrantes. Triste panorama. Se ha visto en el último rifirrafe matritense cómo la presidenta ostentó su rechazo a la memoria histórica para disimular la aversión visceral a la exhumación de la momia de Franco. Una cosa ridícula es que Díaz Ayuso tema que se quemen iglesias en Madrid y otra radicalmente distinta es que, tras la irrupción de Errejón, Iglesias se queme en su propia pira. Menos país, más mundo.