viernes, 28 de agosto de 2009

PROTECT ME FROM WHAT I WANT

Como programa de placer estético no puedo imaginar, en este momento, nada más excitante que la perspectiva de leer la última novela de Thomas Pynchon (Inherent Vice) antes o después de haber visto en una sala de cine bien equipada la última creación de Quentin Tarantino (Inglourious Basterds, que para colmo está arrasando en taquilla en contra de las predicciones de muchos idiotas). En comparación, el resto de la oferta así llamada cultural, a estas alturas, no puede sino parecerme anodina. Sea como sea, esta es una prueba más de la posición de superioridad de la cultura norteamericana en el hipermercado globalizado. (Lo siento por todos aquellos que se hagan ilusiones defendiendo lo contrario, en vez de tomar nota y cambiar de actitud, fomentar otras ideas y propuestas más exigentes, menos provincianas. Una cultura amenazada como nunca antes por la esterilidad y la insignificancia no debería complacerse tanto de sus (triviales) logros.)

La ilustración de Mondino (NY Times Magazine) lo dice todo: el mundo violento y homófobo de Reservoir Dogs (el bestial QT) abducido/seducido por el ambiguo y fascinante mundo (a todo color satinado) de Helmut Newton (la bella modelo y actriz Diane Kruger).

Otro ejemplo audiovisual: el Director´s Cut del vídeo-clip Womanizer de Britney Spears (It´s Britney Bitch!), una sincopada comedia musical, deliciosa y pícara, sobre la culpabilidad masculina y la complicidad femenina que expresa más, con toda su levedad estética, que cualquier zafia comedieta juvenil o teleserie a la española. (¿Entonces por qué el Ministerio de Igualdad no se decide a adoptarla de una vez como propaganda más eficaz de su "causa"?)

Una excepción europea (odiada por muchos por razones espurias): Anticristo de Lars Von Trier. Un cóctel cinematográfico original: Cromosoma 3 (Cronenberg) + El resplandor (Kubrick) + Persona y La hora del lobo (Bergman) + The Village (Shyamalan), entre otras. Un remix irresistible, poderoso y provocativo como pocos, un artefacto tan complejo y visualmente fascinante como lo fueron en su día El elemento del crimen y Europa. Anticristo posee, por voluntad artística de su creador, los atributos a los que debería aspirar cualquier creación cultural contemporánea si no quiere dar la razón, una vez más, a todos los que la desprecian por intrascendente, decorativa, banal o menor.

Como canta Placebo: Protect me from what I want.

lunes, 24 de agosto de 2009

GHOST IN THE SHELF: UN INSERTO CIBERPUNK


[A finales de julio, el NY Times publicaba un reportaje sobre una extraña reunión científica que había tenido lugar en Monterrey (California). En ella, destacados investigadores del área de la robótica y la inteligencia artificial advertían sobre la aceleración experimental producida en este campo durante la última década y alertaban con preocupación sobre la necesidad de tomar medidas para evitar los problemas derivados de contar con máquinas superinteligentes capaces de hacerse con el control y gestión del sistema en detrimento de los humanos. No es ficción, es ciencia. Esa amalgama de ciencia especulativa y ficción realizada a través de la tecnología a que nos va acostumbrando la realidad en mutación del siglo XXI. El horizonte de la “singularidad”, como denomina a ese evento cibernético irreversible su máximo instigador Ray Kurzweil, ya se encuentra ante nuestros ojos (naturales o artificiales), aunque muchos se resistan a verlo. En este contexto, las audaces propuestas de la estética ciberpunk (en cine sus tres logros supremos serían, sin duda, Blade Runner, Ghost in the Shell y New Rose Hotel, la primera basada en el gran precursor Philip K. Dick, la segunda en un manga y la tercera, no por casualidad, en Gibson) van infiltrándose en la realidad cotidiana, sin mayor escándalo, como procedentes de un mundo paralelo, una dimensión bifurcada. Es éste un buen momento histórico, por tanto, para revisar algunas de esas propuestas desde la convicción de que cualquier narrativa que pretenda dar cuenta de la experiencia contemporánea tendría que incorporar, de un modo u otro, componentes ciberpunk en sus estrategias, referentes o dispositivos. Soy consciente del riesgo de declarar algo así en un país y una cultura donde la ciencia ficción, por razones culturales e históricas fáciles de explicar pero no de entender, es considerada con desprecio. No (me) importa. Esta afirmación comporta también, de manera inevitable, un cierto desprecio hacia las formas trasnochadas del pensamiento, la cultura y, en especial, la literatura, que constituyen el lote mayoritario que se exhibe en todos los escaparates del hipermercado nacional a finales de la primera década del último siglo en que los humanos mantendrán el control sobre su mundo. Q. E. D.]


Tout livre est une machine, c’est-à-dire un être vivant. Tout livre est un codex cérébral, un long virus qui s’imprime durablement dans la mémoire neurologique, c’est-à-dire dans le corps humain tout entier. Juger la qualité d’un roman sur le strict plan de son "harmonie interne", sur la qualité intrinsèque de sa phrase, de son style, ou de son récit consiste à ne pas prendre en compte ce pour quoi toute littérature, me semble-t-il, est produite : pour détruire, pour corrompre. Pour transgresser. Pour contaminer. Tout roman est une machine de guerre. Une machine de guerre nomade, mentale et biochimique, que chaque auteur détruit avec la suivante.

M. G. Dantec


El programa ontológico de esta vertiente high-tech de la narrativa postmoderna, centrada en la sobreabundancia de imágenes, dispositivos y simulacros en el espacio social, lo formuló de modo precursor William Burroughs en su fundamental trilogía Nova Express y, en particular, en la primera novela de la serie, La máquina blanda (1961-66), donde escribió, a modo de eslogan político delirante: “Asaltar los Estudios de la Realidad y volver a filmar el universo… El film de la realidad cediendo y combándose como un tabique bajo presión”. Las consecuencias de este programa literario de asalto a los fundamentos mentales y tecnológicos de la realidad, consumado por Burroughs en su trilogía terminal Ciudades de la noche roja (1981-1987), las adaptó a las realidades corporativas del mundo contemporáneo la corriente coetánea de ciencia-ficción denominada ciberpunk, que el crítico cultural Fredric Jameson consideró “la expresión literaria suprema si no del postmodernismo, sí del capitalismo tardío”.


Neuromante (1984), la novela emblemática del movimiento, escrita por William Gibson, comienza con un enunciado que se ha hecho paradigmático de los presupuestos de esta nueva estética que no debe reducirse exclusivamente al ámbito de la narrativa de género, antes bien debe servir como constatación de las mutaciones referenciales a que ha de enfrentarse la narrativa mundial de las últimas décadas: “EL CIELO SOBRE EL PUERTO tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto”. Es en esta novela fundacional donde se menciona por primera vez la noción de ciberespacio como “alucinación consensual”, un mundo virtual enteramente compuesto de información: “Una complejidad inimaginable. Líneas de luz clasificadas en el no-espacio de la mente, conglomerados y constelaciones de información”. En las conexiones de la conciencia del protagonista (“un vaquero del ciberespacio”) a la matriz de datos encriptados, y en la toma de contacto con la inteligencia artificial que da título al libro, es donde se configura la primera descripción literariamente verosímil de la realidad virtual como pleno espacio de ficción narrativa. Luz virtual (1993) es precisamente el título de la cuarta novela de William Gibson, cuya enrevesada trama gira alrededor de un simulacro virtual y cuya concepción del tiempo y la historia son también registradas en cintas de uso indeterminado. Pero “Luz Virtual”, según Gibson, es un término tecnológico que acuñó el científico Stephen Beck para referirse a “una forma de instrumentación que produce sensaciones ópticas directamente en el ojo sin utilizar fotones”. Una luz inexistente para simulaciones visuales de contundente realidad.


Un avatar más reciente de la narrativa ciberpunk, una suerte de vuelta de tuerca a su estética rabiosamente contemporánea de lo virtual, lo representa Noir (1998), de K. W. Jeter. Esta novela extrema algunos de estos planteamientos conceptuales hasta el punto de que su protagonista, McNihil, se implanta quirúrgicamente unas prótesis ópticas a fin de percibir conforme a los códigos del cine negro la rechazada realidad circundante, cibernética y corporativa, e incorporarse a esa ficción meramente visual y subjetiva en tanto detective prototípico de un mundo de valores trasnochado, pero altamente preferible para el personaje a la realidad existente, degradada o envilecida por la acción negativa de los agentes tecno-económicos del sistema. Las resonancias cervantinas inscritas en la perversa trama no acaban aquí, pues la invención de una femme fatale virtual (November) que contribuya con su peligroso atractivo y su capacidad de traición a completar el cuadro simulado de una realidad modificada tecnológicamente para acomodarse al deseo del consumidor prosigue casi literalmente los procedimientos y los motivos de generación fantástica de la ideal Dulcinea del Toboso a partir de los materiales vulgares y perecederos de Aldonza Lorenzo que se dan en la canónica novela de Cervantes.


En esta misma línea ontológica se inscriben los desarrollos más avanzados de la ciencia ficción, como la novelística hacker de Neal Stephenson, irónica respecto de la condición posthumana y muy crítica con la ecuación de identidad humano-ordenador del cognitivismo, tanto en Snow Crash (1992), ambientada en un mundo dominado por la realidad virtual y los virus informáticos, como en La era del diamante (1996), donde la nanotecnología suplanta a la realidad virtual en su reconfiguración descriptiva de los espacios privados y públicos donde transcurre la novela y da origen a un modelo simulado de libro que encierra, como en El hombre en el castillo de Dick, el código revolucionario que va a trastornar el opresivo orden virtual dominante, identificado en la ficción con un avatar tecnocrático de la ideología victoriana. Es el mundo contemporáneo en su integridad, por tanto, y no solo la literatura de ficción que trata de dar cuenta de los procesos de descomposición de la realidad en innumerables espectáculos virtuales, el que está punto de transformarse “en un juego de realidad virtual”, absorbido sin remedio en “el juego de las novelas y las películas de ciencia ficción” (Shaviro).


Sobre estos mismos cimientos ciberpunk, precisamente, construye Maurice G. Dantec la novela Babylon Babies (1999), una extrapolación narrativa de todos los dilemas contemporáneos sobre devenires tecnológicos, realidades residuales y futuros posthumanos. Esta es la explosiva fórmula del cóctel de Babylon Babies: unas estimulantes dosis de sensibilidad ciberpunk para las nuevas tecnologías, tramas y mundos a lo Philip K. Dick, teorías punteras sobre la Inteligencia artificial, el ADN y los ciborg, más la filosofía esquizofrénica de Deleuze, una geopolítica mundial de caos global y guerras locales, mutaciones genéticas, drogas psicodélicas, experimentos terminales y sectas milenaristas, formas extremas de vida posturbana, etc. La extraordinaria ficción de esta novela se genera a partir de la conexión de una prodigiosa “biomáquina” cibernética, una “neuromatriz” llamada Joe-Jane (“programa y programador a la vez….una especie de cosmos micrónico en expansión, un proceso-procesador integral”), con el cerebro de una psicótica esquizofrénica (Marie Zorn). Este encuentro milagroso de la inteligencia artificial y la “esquizo” de poliédrica personalidad da lugar a la constitución fortuita de un “cerebro-cosmos” que es el doble tecnológico y especulativo de la novela, un simulacro de sus procedimientos de escritura, esto es, de producción, selección y procesado de información. Este segundo narrador de conciencia cósmica conduce la narración de un modo no lineal y caótico hasta el final más conveniente para sus intereses y el más inesperado para las expectativas del lector: la culminación del proceso evolutivo y la generación de una nueva especie posthumana, fusión de organismo y máquina (“Homo sapiens neuromatrix”). Como también lo hace, en cierto modo, Boris Dantzik, el escritor que interviene en la ficción, una réplica apenas simulada de Dantec, autor de una novela voluminosa, una suerte de “Liber Mundi” (“Santa María del Cosmódromo”) que prefigura los rudimentos esenciales de la delirante trama de la novela original: “Había imaginado la historia de una esquizofrénica de personalidades múltiples que se convertía en la apuesta de la economía del futuro…podría decirse que yo había inventado a Marie Zorn”. Todas estas tautologías y redundancias solo sirven para expresar con recursos metanarrativos la verdadera complejidad del referente novelístico de un mundo emergente y lingüísticamente indescriptible: “la extraña sensación de estar frente a un libro nuevo, que solo espera ser escrito”. Una hiperficción genuinamente apocalíptica que anticipa a su vez, con todos sus excesos científicos y su amalgama estético-filosófica, el futuro más cercano y las tecnologías radicales que disiparán aún más la difusa frontera entre ficción y realidad. El bucle metaficcional de Babylon Babies se enlaza así con el tropo neurobiológico y la inteligencia artificial para sellar la definitiva incorporación del género narrativo a las redes (post)cognitivas que están reconfigurando los modos de relación del cerebro biológico con un entorno cada vez más artificial y complejo.

lunes, 17 de agosto de 2009

DON DELILLO 1: EL LIBRO DE LAS DUDAS


[Dos magníficas noticias sobre Don DeLillo devuelven a este autor italo-americano a la actualidad más acuciante. Una, David Cronenberg prepara una película basada en su novela Cosmópolis, lo que es una excitante noticia para los amantes del cineasta y los del escritor (y, en especial, para quienes como yo admiramos desde hace años a ambos creadores por su originalidad narrativa y potencia figurativa así como por su productiva relación con las mutaciones de la vida contemporánea). La intersección del mundo mental de Cronenberg con el mundo mental de DeLillo, a través de una de sus novelas más ballardianas, promete ser (como lo fue Crash hace más de una década) uno de los grandes acontecimientos cinematográficos del próximo año. Dos, se anuncia para febrero la edición americana de la nueva novela de DeLillo, Point Omega. Una vez más la abstracción espacial del desierto y la conspiración mental de la política y la historia americana de las últimas décadas se entrecruzan en la trama de la novela para producir uno de esos fulgores de inteligencia extrema a que nos tiene acostumbrados el maestro del Bronx.

Me doy cuenta de que DeLillo es uno de los novelistas americanos sobre los que más he escrito. He dedicado artículos y ensayos, además de menciones y citas, a casi todas sus novelas. Recupero ahora, para conjugar todas estas coincidencias y prometedoras anticipaciones, mi reseña de su anterior novela, El hombre del salto (Falling Man, 2007). No es una de sus mejores, por muchas razones que se discuten en el texto, pero es puro DeLillo enfrentado a los fantasmas del 11-S y eso basta para convertirlo en una experiencia de lectura fascinante. Como complemento, publico en otra entrada mi reseña de Cosmópolis (2002). Ambos textos fueron publicados, coincidiendo con las respectivas ediciones en castellano, en la revista Quimera en muy distintos períodos (2003 y 2007), lo que implica, con todo, una cierta coherencia estética.]


"I don't take it seriously, but being called a 'bad citizen' is a compliment to a novelist, at least to my mind. That's exactly what we ought to do. We ought to be bad citizens. We ought to, in the sense that we're writing against what power represents, and often what government represents, and what the corporation dictates, and what consumer consciousness has come to mean. In that sense, if we're bad citizens, we're doing our job."


D. D.


¿Qué puede hacer un escritor cuando se hacen realidad sus intuiciones más terribles? Ésta es posiblemente la pregunta que Don DeLillo se planteó a raíz del 11-S. En muchas de sus novelas se había prefigurado la catástrofe que haría tambalearse los cimientos del sistema sólo para ofrecerles la oportunidad de fortalecerse aún más, como se ha podido comprobar. Han pasado ya seis años y, quizá por esto, DeLillo se ha propuesto afrontar el hecho desde una perspectiva distinta y en el formato de una novela[i] aparentemente menor donde ha pretendido exteriorizar el aspecto más humano de la tragedia, reflejar paradójicamente el impacto consciente e inconsciente que tuvieron los atentados en la gente que los vivió. En este sentido, se podría considerar esta novela como un acto de expiación simbólica.


En el corazón de la novela está, por tanto, la imagen emblemática de un hombre que se arroja al vacío. Un artista callejero (David Janiak, que da título a la tercera parte de la novela, la de composición más arriesgada) que se dedica a remedar en espacios públicos la caída de los cuerpos desde las torres utilizando sólo un arnés de seguridad. Se lanza de cabeza desde elevados edificios pasmando a los transeúntes y obligándoles a recordar todo lo sucedido el día en que los aviones atacaron las torres. En cierto modo, esa peligrosa performance admitiría también una lectura existencial, ya que su evidente metáfora remite al comienzo y al final de la narración, enlazados de modo admirable por la narración, cuando el protagonista (Keith Neudecker) sobrevive al derrumbamiento de la torre en la que trabajaba. Las últimas líneas de la novela, que podrían ser también las primeras de la relectura, asumen su perspectiva de superviviente y le confieren una resonancia moral que trasciende el significado del acontecimiento: “Luego vio una camisa cayendo del cielo. Andaba y la veía caer, agitando los brazos como nada en esta vida”.


Tres niveles o partes articulan el dispositivo dialéctico de la novela. Cada uno posee un nombre propio como título, ahondando en las obsesiones borgianas del autor de Los nombres. El primero se titula “Bill Lawton”. Es así como el hijo del protagonista y sus amigos pronuncian el exótico nombre de Bin Laden. Los niños están convencidos de que las torres no han caído y que ese todopoderoso señor de la guerra, una suerte de genio maligno digno de una fantasía pueril a lo Harry Potter, volverá pronto a atacar la ciudad. Por eso los niños se pasan el día intercambiando misteriosas contraseñas que intrigan a los adultos y escrutando el cielo de Manhattan en busca de señales de su ominosa presencia.


El segundo nivel se titula “Ernst Hechinger”, que es el nombre clandestino de un personaje secundario, amante de Nina Bartos, la suegra del protagonista. Un antiguo miembro de la banda Bader Meinhoff reciclado con los años en tratante de arte internacional. Este personaje permite a DeLillo establecer un parentesco entre el terrorismo revolucionario europeo de los años sesenta y setenta y el terrorismo islámico de última generación: “Son parte del mismo patrón. Tienen sus teóricos. Tiene sus visiones de una hermandad mundial”. No por casualidad, es este sujeto rebautizado como Martin quien sostiene una de las opiniones más polémicas de la novela: “Para eso edificasteis las torres, ¿no? ¿No se levantaron las torres como fantasía de riqueza y poder para que algún día se convirtiesen en fantasías de destrucción? Una cosa así se construye para verla caer. La provocación es evidente”.


No obstante, la trama principal de esta segunda parte la constituyen los intrincados modos de relación entre Keith y su mujer Lianne, también profundamente afectada por la catástrofe. Vivían separados pero él regresa a casa después de salir indemne del atentado. Cada cónyuge representa un sentido diverso de la búsqueda traumática. Lianne se decanta por las opciones más conservadoras: la familia, la religión, la comunidad. Mientras Keith, a pesar de todo, experimenta el sentimiento de pérdida en toda su radicalidad ontológica: no es posible creer en nada, ya sea la familia, Dios, la sociedad o el amor, en un mundo donde ocurren cosas tan terribles como éstas. Y acaba progresivamente absorbido en la fascinación de los juegos de azar, el póquer, el mundo artificial de los jugadores y los casinos, la circulación del dinero y los viajes constantes, totalmente alejado de un hogar que sólo existe en el falso deseo de armonía y felicidad de su mujer. Hay una epifanía memorable en la línea de fuga de Keith, uno de esos grandes momentos de lucidez delilliana, que es cuando descubre que el agua de una cascada decorativa en un casino de Las Vegas es un simulacro mucho más auténtico que cualquier otra realidad acreditada que haya podido conocer en su vida. Un efecto especial tan convincente como las secuelas del atentado. Y un indicio flagrante de la irrealidad del modo de vida mayoritario.


Una de las tramas secundarias más sugerentes de la novela gira en torno al maletín que Keith porta en la mano al abandonar la torre colapsada. Pertenece a alguien que trabajaba allí como él y a quien al principio da por muerto. Sin embargo, ese objeto banal, cargado de objetos que sólo incrementan su cotidiana banalidad, como en uno de esos cuadros de Morandi que tanto fascinan a su suegra y a su mujer, lo conduce a Florence, su propietaria, otra superviviente como él de la aniquilación. Entre ambos surge entonces una relación inusual, más allá de las palabras o los gestos pero también más allá de la carne y la atracción. Una de esas relaciones enigmáticas a las que sólo el arte narrativo de DeLillo, heredero en esto del gran Michelangelo Antonioni de La aventura, El eclipse, La noche, El desierto rojo, Blow Up, El pasajero o Identificación de una mujer, es capaz de conferir credibilidad y sentido.


Cada parte concluye, precisamente, con el relato segmentado de la preparación de los atentados. El lector penetra entonces en la mente de los terroristas (en particular de uno de ellos, Hammad, compañero de Mohamed Atta) y percibe el mundo a través de sus singulares concepciones sobre la vida y la muerte. Es en Afganistán, precisamente, donde Hammad “había empezado a comprender que la muerte es más fuerte que la vida”. La muerte es el camino hacia Dios y el nombre de Dios está en “todas las lenguas del paisaje”. El choque narrativo entre las vivencias de las víctimas (habitantes de la sociedad de consumo cuya ideología es la lógica capitalista del espectáculo) y las vivencias de los terroristas (o el absolutismo de sus postulados en todos los órdenes de la vida y el misticismo cruento de su sacrificio) escenifica el antagonismo moral de sus respectivas versiones de la realidad, como un duelo ideológico. El bucle final de la novela permite la transición de la perspectiva narrativa del terrorista, instalado en el avión antes de estrellarse contra la torre, a la de Keith, recluido en su oficina del World Trade Center en el momento del impacto. Esta focalización alterna del atentado supone el logro técnico más deslumbrante de la novela.


Sin embargo, DeLillo no se permite en su cartografía del presente una versión maniquea de la situación. En el fondo, esta novela persigue aprender la (im)posible verdad del acontecimiento como aporía que consume a todos los personajes por igual, terroristas y ciudadanos, y les obliga a formularse esta cuestión, enunciada en los términos provocativos de Slavoj Zizek: “¿Y si sólo estuviéramos realmente vivos si nos comprometemos con una intensidad excesiva que nos sitúa más allá de la mera vida?”. O, si se prefiere plantear la misma cuestión de un modo ligeramente distinto: “Lo que hace la vida realmente digna de ser vivida es el verdadero exceso de vida, la conciencia de que existe algo por lo que uno estaría dispuesto a arriesgar la vida”.


No hay una solución única, desde luego, pero esta novela de DeLillo se cuenta entre los documentos contemporáneos que se ocupan del problema con mayor sensibilidad e inteligencia.


[i] El hombre del salto, traducción Ramón Buenaventura, Seix-Barral, 2007.

DON DELILLO 2: UNA VIDA DEMASIADO CONTEMPORÁNEA


Desde las páginas de Millenium People, la nueva novela de James Ballard, nos asalta este comentario provocativo: “El ataque al World Trade Center en 2001 fue un valeroso intento de liberar a América del siglo XX”. Un designio análogo se ha propuesto Don DeLillo en Cosmópolis[i], partiendo de la convicción de que vivimos hoy en las ruinas del futuro y “la narrativa del mundo se halla en manos de terroristas”. Y precisamente a la extracción de las consecuencias literarias derivadas de esta afirmación programática ha consagrado el acto terrorista de escribir una novela que consuma la filosofía narrativa subyacente a sus otras obras: “la destrucción forzosa” como principio vital que comparten, acaso sin saberlo, la experimentación capitalista, el terrorismo y, por qué no, la creación artística menos complaciente. De ahí también, quizá, la estupefacción, la repulsa y hasta el menosprecio que ha suscitado en ciertos críticos, reacios a percibir la vuelta de tuerca circense a que DeLillo ha sometido sus materiales habituales. En todo caso, lo que nadie podrá negar es que esta desafiante novela confirma de nuevo, aunque la academia sueca siga ignorándolo por razones espurias, la maestría suprema del novelista italo-americano al hacer legible la cacofonía primordial del caos contemporáneo (“su irrenunciable compromiso con los desafíos culturales y tecnológicos de nuestros días”, según Germán Sierra).

El gran aparato narrativo de DeLillo se soporta esta vez sobre tres pivotes centrales: el diseño irónico y alegórico de los personajes y la trama, el tratamiento cuántico del tiempo y el espacio, y la integración determinante de la tecnología en los dispositivos de la narración. Es sabido que DeLillo ha perfilado con los años una pragmática singular del personaje narrativo, una estética warholiana de la identidad como gran superficie desafectada y lisa, ligada a la lógica cultural del capitalismo tardío, esto es: los flujos del capital financiero globalizado y la información, la digitalización de lo real, la fugacidad de las modas y el consumo, el espectáculo masificado y las ficciones corporativas de la publicidad.

El protagonista absoluto de este accidentado viaje en limusina al fin de la noche artificial americana es Eric Michael Packer: un excéntrico millonario de diseño, un artista de las finanzas que vive instalado en el futuro, la personificación hiperbólica de todo lo que el sistema exhibe de seductor y estúpido, mezquino y fascinante, radiante y miserable, erótico y cínico, inteligente y patológico, admirable y repugnante, excesivo y mediocre, etc. A su alrededor, la trama unificada de la novela congrega un elenco de afanosos secundarios que lo restituyen al presente o al pasado: el jefe de seguridad, el chófer desfigurado, la directora financiera, el médico adjunto, el analista de divisas, la experta en teoría, la amante galerista, la guardaespaldas y también amante, el peluquero de la infancia, y, sobre todo, la esposa, Elise Schfrin, hija de familia millonaria y poeta, que no tiene nada, excepto dinero y clase, de lo que Packer pueda desear. De hecho, uno de los recursos vertebrales de esta novela tragicómica lo constituye la serie de encuentros y desencuentros de la dudosa pareja, cada uno más esquivo e inútil que el anterior, en los que Packer comprueba en vivo la triste condena de los parias de la tierra: el dinero no es el talento, ni la belleza, ni la sensualidad, ni el amor, pero vale por todos ellos, aunque no pueda comprarlos. Desde La fiesta de Gerald de Robert Coover (o, si se prefiere, desde su amarga revisión en John´s Wife) no se había vuelto a deconstruir con tanto humor e inteligencia la célula madre del desmadre matriarcal americano: la preservación de la atadura monógama en un entorno permanente de aventuras adulterinas. La imposible unión final de los esposos, cuando Packer y Elise se reencuentran totalmente desnudos y postrados, actuando como extras improvisados en medio de una multitud anónima de cuerpos igualmente desnudos y amontonados durante el rodaje de la última escena de una película de argumento desconocido que se ha quedado sin presupuesto, y acaban haciendo el amor desesperadamente contra una pared antes de despedirse para siempre, es uno de los momentos novelísticos más logrados de toda la obra de DeLillo (y uno que no habría escrito en ningún caso el autor de American Psycho, novela que algunos han querido emparentar en vano con ésta).

Pero el riesgo artístico que ha corrido DeLillo al escribir esta fábula posmoderna afecta principalmente a la instancia narrativa. La extrañeza procede, en este caso, de la conflictiva concepción del tiempo que la sustenta, el choque de temporalidades discordantes dentro del mismo sistema (“necesitamos una nueva teoría del tiempo”, anuncia la experta en teoría). La cronología cosmopolita, dislocada y repetitiva, la determina el hecho de que el capital nunca duerme ni descansa y el futuro se adelanta a su verificable advenimiento (de ahí los numerosos nombres y objetos percibidos por Packer como desfasados). Una temporalidad urbana sobrecargada de acontecimientos, por tanto, donde la novedad aparece institucionalizada y la idea de cambio constante se apodera del funcionamiento general sin introducir, al mismo tiempo, ninguna verdadera transformación. Así, Cosmópolis se constituye en un mundo espaciotemporal complejo que la limusina y su ocupante principal atraviesan, de la mañana a la noche, en una sola jornada alegórica, en estado de trance hipnótico, casi visionario. En gran parte de la novela Packer se comporta como un espectador partícipe de un circuito de imágenes que aglutina los recuerdos, las fantasías, las vivencias y las visiones en un tiempo espacializado y cristalino (el sistema de cámaras y monitores instalado en la mónada de la limusina convierten a Packer en un telespectador omnímodo de su entorno íntimo y del mundo exterior).

La maliciosa sabiduría de DeLillo como novelista de costumbres se demuestra, sin embargo, en la intuición del paradójico deseo de extinción que acaba contagiando a los privilegiados agentes del sistema en su trato promiscuo con el capital (el sangriento asesinato de un colega visto una y otra vez en televisión sería una de las muestras anecdóticas de esa obsesión autodestructiva). Y esta misma es la lógica catastrófica que trama la deriva suicida de Packer y lo conduce a encontrarse, no por azar, con el resentido personaje de Richard Sheets (o Benno Levin, su seudónimo como escritor extremista de un equivalente actual de las Notas del subsuelo: “Quiero escribir diez mil páginas que paren en seco al mundo”), un vengativo empleado de su empresa despedido por ineficiente y refugiado ahora en un edificio ruinoso y abandonado (y es en las delirantes escenas de este duelo dostoievskiano entre Packer y Sheets donde Cosmópolis, imprevisiblemente, acierta a formular una alternativa axiomática al nihilismo de diseño de El club de la lucha). En otro nivel de análisis, sin embargo, la gran interrogación política que DeLillo parece proponer al lector de esta descripción paroxística de tópicos contemporáneos es por qué la perversión del sistema consigue extraer toda su fuerza efectiva de ese mismo anhelo de autodestrucción; o bien: cómo entender que la misma desmesura y violencia que lo alimentan a diario son las que podrían aniquilarlo de una vez por todas.

Por esta razón, es en la manipulación creativa de la tecnología en su conexión con la muerte donde DeLillo alcanza un virtuosismo inigualable. Más allá de la omnipresencia de sofisticados gadgets y aparatos electrónicos de todo tipo, la invención suprema de la novela radica en el momento del tránsito de Packer, narrado a través de una ingeniosa prolepsis: estratagema retórica con la que la narración se impone sobre la ficción para señalar esa muerte individual y transformarla en utópica cancelación del sistema. Es más que irónico que Packer contemple la escena anticipada de su asesinato a través de la esfera de su reloj de pulsera reconvertido ahora en una minúscula pantalla donde el tiempo se ha terminado y sólo se proyectan imágenes fragmentarias de las postrimerías. Tiempo muerto en estado puro, un futuro vacante tras la detonación liberadora.
[i] Cosmópolis, traducción Miguel Martínez-Lage, Seix-Barral, 2003.