lunes, 30 de agosto de 2021

ÉRASE UNA VEZ TARANTINO

  [Quentin Tarantino, Érase una vez en Hollywood, Reservoir Books, trad.: Javier Calvo, 2021, págs. 393]   

    La primera sorpresa para un admirador de la película homónima, al leer esta gozosa novela, no consiste en descubrir que Tarantino sabe escribir, y que sabe escribir bien y narrar con destreza. Este libro no contiene la novelización comercial de la obra maestra de su autor, sino la novela genuina que la inspiró. Genéticamente, la novela fue anterior. El deseo impulsivo de plasmar en palabras la fascinación y la nostalgia por una época ya olvidada como fue el final de los años sesenta. Una época que, como todas las épocas de la historia, posee sus partes de belleza y sus partes de terror o barbarie. Por razones que la novela y la película exhiben sin explicar demasiado, esa época espectacular causa en el imaginario de Tarantino un efecto poderoso y entrañable.

Las cualidades de la novela frente a su adaptación cinematográfica son evidentes desde un punto de vista narrativo. La trama se diluye en episodios inconexos, ricas descripciones de espacios y personajes, múltiples historias y comentarios eruditos sobre el cine y la televisión de la época. El desenlace violento de la película se cuenta en el primer tercio de la novela, como una anécdota sin especial importancia, y el final de la novela es un anticlímax irónico que no tiene desperdicio. Los dos personajes principales siguen siendo el actor Rick Dalton y su doble Cliff Booth, por supuesto, aunque Tarantino ofrece una caracterización más completa del segundo, convirtiéndolo en una personalidad singular, veterano de todas las guerras con una vida marcada por la violencia y la dureza. El retrato del actor, en cambio, aparece dominado por la neurosis del fracaso, el limitado talento, el depresivo declive de su carrera y la falta de futuro.

Si a la película se le criticó la pobre presentación de personajes femeninos, a la novela no se le puede dirigir el mismo reproche. No solo amplía la focalización del personaje de Sharon Tate, mucho más que una muñeca rubia solo preocupada por su aparición narcisista en la gran pantalla, sino el tratamiento de las chicas Manson, con especial énfasis en Pussycat y Squeaky, mostradas como jóvenes a la deriva en un mundo sin excesivas oportunidades para ellas, huyendo de familias insufribles y en busca de un refugio donde conjugar identidad y libertad. Y el siniestro Manson, con sus frustradas veleidades musicales, sus planes diabólicos de venganza y sus mensajes apocalípticos, actúa como el villano misógino de la historia.



La ingeniosa combinación de hechos reales e invenciones verosímiles no produce el mismo resultado artístico que en la película, como si la intención de Tarantino fuera diferente. La novela funciona como una crónica crepuscular de la desaparición de una época gloriosa, apenas teñida de sangre e iluminada por relucientes letreros de neón, más que como un relato dramático con final truculento, pero la visión conservadora se mantiene.

El cuento de hadas pop escenificado por Tarantino conduce a una reflexión ambigua desde un punto de vista político. Los vaqueros de las series salvan a Sharon Tate del ataque de los indios modernos que son los hippys (los “nuevos mutantes”, como los llamó el gurú académico Leslie Fiedler). Los falsos vaqueros Dalton y Booth defienden a la estrella de los peligrosos miembros de la contracultura americana. Esa cultura antagonista que había hecho del devenir indio, a través de la vestimenta, la promiscuidad y el nomadismo, una forma de vida alternativa a la convencional. La jugada ideológica de Tarantino es obvia. Por más arcaica o trasnochada que sea la mitología del Oeste, solo los pistoleros y los vaqueros, con sus cabalgadas épicas, sus rituales viriles en bancarrota y sus maneras decadentes, pueden salvar a la sociedad de sus enemigos más radicales o fanáticos.

miércoles, 25 de agosto de 2021

SONRISAS Y BARBAS


 [Publicado ayer en medios de Vocento] 

       Afganistán recae en poder de la barbarie barbuda de los talibanes y nuestros líderes sonríen aliviados como si fuera una victoria y no una derrota bochornosa de los principios democráticos. La exhibición de esmalte dental ante cualquier acontecimiento es un signo eficiente de que la democracia no corre ningún peligro, ni siquiera cuando siente la amenaza de sus enemigos más radicales o fanáticos. Afganistán es un país producto de los peores males de la historia. Pedir a los talibanes que no maltraten a las mujeres es tan ingenuo como esperar que Hannibal Lecter abandone el canibalismo.

No sé por qué sonríe Biden durante la rueda de prensa en que analiza la debacle afgana. Esa sonrisa refleja la del dentista que talló su dentadura con esmero artístico a cambio de una suma astronómica. Biden tiene nombre de dentífrico y su política provoca los mismos efectos. Es heredero de todas las mandíbulas presidenciales del último siglo, excepto Obama. Obama acaba de cumplir sesenta años y lo celebró con un festín espectacular que ha dado mucho que hablar a los envidiosos que no fueron invitados. Apretando los dientes, Obama se ha enfadado con Biden a causa del desastre afgano.

Más preocupado por China que por ningún otro asunto, Biden se ha prestado a seguir al pie de la letra el perverso plan acordado por Trump con los talibanes, expandiendo el caos en Afganistán. El fracaso es enorme y el daño irreparable. Veinte años de esfuerzos económicos, políticos y militares tirados a la basura como los restos del cumpleaños de Obama. Los americanos están a punto de conmemorar el vigésimo aniversario de los atentados del 11-S, planeados por Bin Laden en territorio afgano con la complicidad talibán, y es como si regresaran al punto cero. La tragedia vuelve a empezar como farsa.

Los chinos se frotan las manos viendo a su poderoso rival cada día más torpe y desnortado, como reveló la gestión de la pandemia. En cuanto China ponga en órbita la central eléctrica gigantesca que proporcionará luz solar a todo el planeta, se acabó el cuento occidental. Y China marcará el camino del progreso mundial. La historia nunca termina, ni se repite. Solo cambia la hegemonía. Eso explica la sonrisa de Sánchez. La sonrisa del pícaro que ha aprendido a sobrevivir bajo cualquier circunstancia. Las barbas de los talibanes no le quitan el sueño. Los tecnócratas europeos lo admiran. La resiliencia es un valor neoliberal acreditado. Bajo la barba, la sonrisa de los talibanes es siniestra. 

jueves, 19 de agosto de 2021

DIEZ AÑOS SIN RAÚL RUIZ


Hace diez años fallecía el cineasta Raúl Ruiz, uno de los directores más prolíficos y fascinantes de la historia moderna del cine. Tuve ocasión de estar en París en su emotivo funeral, como conté aquí. Aún no ha llegado el momento de relatar en detalle cómo fueron nuestras relaciones, entre marzo de 1989, cuando conocí a RR en la Filmoteca española mientras organizaba un ciclo universitario dedicado a su cine, y marzo de 1994, cuando me reencontré con él en París en la época en que vivía bajo la sombra del fracaso comercial de L´oeil qui ment, presentada en Cannes en 1992, y finalizaba el montaje de Fado majeur et mineur. Tuve entonces el privilegio de que me invitara un domingo a su casa de Belleville a uno de esos banquetes rabelesianos donde las más suculentas ideas, el chispeante champán y los vinos más deliciosos y los platos más especiados intercambiaban durante horas sus atributos en la mejor compañía imaginable. En el tiempo de esos intensos encuentros RR y yo hablamos de muchas cosas (Calderón y el teatro barroco español en general, Velázquez y la expulsión de los moriscos, el discreto encanto de la teología católica, Menéndez Pelayo, Edogawa Rampo, Dinesen, Klossowski, Baudrillard y Foucault, Peter Pan y Lezama Lima, Alfred North Whitehead, Fredric Jameson y el Pseudo-Dionisio el Aeropagita, sobre quien había escrito un relato que le había dedicado, etc.) y muy poco de cine, es curioso.

Para quien no haya tenido demasiado contacto con el cine de RR, y no sepa por dónde empezar con una filmografía de esta extensión, me atrevo a sugerir una sucinta selección de sus mejores películas: en los setenta, La hipótesis del cuadro robado; en los ochenta, Las tres coronas del marinero, La ciudad de los piratas, Memorias de apariencias (La vida es sueño), La lechuza ciega; en los noventa, Tres vidas y una sola muerte, Genealogías de un crimen, El tiempo recobrado, Combate de amor en sueños, una de sus películas más creativas y asombrosas de la etapa final; y en los 2000, Misterios de Lisboa, una obra maestra absoluta. Todas ellas serían de obligada visión en cualquier escuela del cine que entienda este como arte y no como negocio o entretenimiento, que es la ideología dominante contra la que RR combatió por todos los medios durante toda su vida creativa.

En el último año he revisado esta filmografía con curiosidad y fascinación y he vuelto a ver películas que había visto una sola vez y apenas recordaba, y he visto al fin películas importantes que nunca había logrado ver como Bérenice, Fado majeur et mineur (una maravilla menospreciada en su tiempo por una crítica inepta), La telenovela errante, El tango del viudo. A día de hoy, me cuento entre los privilegiados (the happy few) que conocen la inmensa obra de Ruiz casi en su integridad. Esta extensa revisión me ha permitido comprobar, además, que el tipo de cine que Ruiz practicaba a finales de los ochenta y comienzos de los noventa era de una novedad absoluta y apenas si admitía comparaciones entre sus contemporáneos. A mediados de los noventa, forzado por la falta de público y de financiación, se vio obligado a rebajar sus pretensiones estéticas, sin nunca perder el sentido de la excentricidad narrativa y la poderosa visualidad de sus propuestas.

Para concluir esta introducción, nada mejor que mencionar un par de anécdotas referidas a la presencia de escritores en el cine de RR como corolario a su especial relación con la literatura. En The Golden Boat, su primera película norteamericana rodada en el corazón del corazón del cine indie neoyorquino mientras daba clases en Harvard, la gran Kathy Acker interpreta a una antropóloga patafísica de la Columbia que dirige la tesis doctoral del desventurado protagonista. Y en El tiempo recobrado, Robbe-Grillet tuvo el goce perverso de encarnar al realista decimonónico Edmond de Goncourt durante una cena mundana, prestándole voz de barítono engolado a su ideario antagónico.

Y una anécdota aún más significativa, sobre sus relaciones con la exégesis de sus obras. Fredric Jameson, admirador de su cine, se atrevió a incluir a RR en la nómina de los cineastas postmodernos en un célebre ensayo (“El postmodernismo y lo visual”, título de la primera versión). Cuando a mediados de los noventa invitó a RR a dictar unos cursos en la universidad de Duke, Ruiz se lo recriminó y, desde ese momento, desapareció del texto la polémica parte que le estaba dedicada, como se puede ver en El giro cultural, donde aparece recogido en una versión revisada como “Transformaciones de la imagen en la posmodernidad”. Y, sin embargo, basta con leer el epígrafe que incluyo más abajo, extraído de una entrevista de El País realizada en mayo de 1988, para darse cuenta del sentido del humor y la ironía con que RR abordaba siempre los discursos, los suyos, por supuesto, y los de los otros. En mi opinión, constituye su mejor autorretrato como gran cineasta paradójico y burlón.


“Depende de qué consideraciones se realicen podré, o no, ser catalogado como autor. Pienso que sólo hago películas paródicas, y en la medida en que parodio a otros autores puedo ser autor; pero no tengo obsesiones personales muy marcadas. En cuanto a la parodia, creo que ha sido muy maltratada. El efecto irónico de la repetición de una técnica tiene gran tradición en la historia de la cultura. Si no se entiende la parodia, jamás se podrá entender verdaderamente a Góngora, ni a buena parte de las obras del Renacimiento, que no eran otra cosa que parodias. Lo que hoy se llama posmoderno, ese gusto por reexaminar técnicas del pasado, de alguna manera ha existido muchas veces en la humanidad, y en cine, en todo caso, siempre. Desde sus comienzos, el cine ha sido posmoderno, y lo sigue siendo”.

-RR-

 


El cineasta Raúl Ruiz falleció el 19 de agosto de 2011, con apenas setenta años de edad, tras una carrera deslumbrante en la que llegó a dirigir, entre largos y cortos, alrededor de ciento cincuenta películas. Ruiz fue dueño de uno de los universos cinematográficos de ficción más absorbentes e hipnóticos de cuantos ha producido este arte audiovisual desde sus orígenes, sin dejar de proporcionar al mismo tiempo una reflexión metaficticia sobre el sentido estético del medio fílmico y el impacto inconsciente u onírico en sus espectadores.

Más que un cine de exiliado, el de Ruiz era un cine extraterritorial. El territorio privilegiado de su creación se circunscribía al laberinto de su cerebro, como evidencia en medio del horror y la risa su película El territorio. Un dominio inabarcable y promiscuo, un barroco mundo de mundos decorado con imágenes fascinantes y enigmáticas al mismo tiempo, como un gabinete de coleccionista, donde todas las dimensiones de la cultura y la vida se entrecruzaban sin orden ni primacía: la teología y el humor, el sexo y la pedagogía, los retruécanos y los acertijos pictóricos, las lenguas babélicas y las paradojas lógicas, la filosofía y la piratería, la infancia y la muerte, etc.

Hay todo un estudio que hacer, en particular, sobre las relaciones de Ruiz con la literatura (sin olvidar su faceta como novelista y dramaturgo). Tratándose de uno de los autores más inventivos en el diseño de imágenes y empleo de recursos visuales, fue el director que mantuvo una conexión más intensa con la literatura universal. Su obra incluye un brillante currículum de adaptaciones heterogéneas, con soluciones figurativas siempre asombrosas, lo mismo un cuento chino que una novela surrealista persa (La lechuza ciega de Sadegh Hedayat), un poema provenzal o un drama barroco de Calderón, Shakespeare o Tirso de Molina, un clásico infantil como Peter Pan o juvenil como La isla del tesoro, un relato de Kafka (La colonia penal), La vocación suspendida y El Baphomet de Pierre Klossowski o El tiempo recobrado de Proust, entre otros autores adoptados por Ruiz como motivo de inspiración para sus delirios fílmicos. Y, por encima de todos ellos, Borges, como instigador de las paradojas culturales y juegos lógicos que inseminan su cine y máximo inspirador conceptual de sus ficciones y artificios para conjurar los banales estereotipos de ese horror académico que es el cine adaptado. Quizá, como reconoce François Margolin, porque el designio de Ruiz consistía, sobre todo, “en hacer del cine un arte mayor, igual, al menos, a la literatura”.

Este cine de la perplejidad y la incertidumbre es, también, qué duda cabe, un cine de la seducción que maneja como pocos la conciencia artística de que es la realidad, y no solo el cine, la que está compuesta de sombras sin sustancia, de formas sin profundidad, de fantasmas y presencias superficiales. De simulacros y solo de simulacros, como creía Lucrecio y, después de él, todos los materialistas inteligentes de su estirpe. En el fondo, Ruiz veía el cine como un medio con el que desnudar las pretensiones ontológicas de “esa gigantesca impostura que es la existencia”, como escribió el crítico Jacinto Lageira.

En este sentido, se podría discutir si su inscripción teórica en ciertos parámetros del posmodernismo y el neobarroco es pertinente o solo fruto de la concesión a las modas culturales. No hay duda, para quien haya seguido las declaraciones del propio cineasta, de que Ruiz supo flirtear con astucia retórica con las etiquetas del tiempo que le tocó vivir, hacerlas suyas y desviarlas, como todo lo demás, hacia derroteros creativos imprevisibles. En cualquier caso, Ruiz fue más posmoderno que los posmodernos y más barroco que ningún barroco, sin perder en ningún momento de vista que solo el futuro, ignorándolo todo del pasado, sabría reinventar la visión de su cine conforme a categorías que, de un modo u otro, su ingenio infinito fue capaz de cifrar y anticipar en todas y cada una de sus imágenes (y en sus escritos teóricos).

A fines de los años noventa, según cuenta Melvil Poupaud, esa criatura ruiziana por excelencia, unos investigadores norteamericanos exploraron durante varios días en su laboratorio universitario el extravagante funcionamiento del cerebro de Ruiz sin llegar a ninguna conclusión de validez científica. Cabe pensar que ese cine especular y ese cerebro especulativo compartían una cualidad infrecuente, la de ser inaprensibles con criterios demasiado racionales.

miércoles, 11 de agosto de 2021

REALISMO


[Publicado ayer en medios de Vocento] 

            Se cumplió la profecía. El Barça está en la ruina y Messi se marcha a jugar en un club de fútbol multimillonario. Un equipo parisino propiedad de un jeque catarí. Esto no va de fútbol. No te equivoques. Esto va de valores, bursátiles y de los otros. Esto va del mundo en que vivimos. Vivimos en un mundo donde a Messi le pagan millones por hacer lo que hacen los futbolistas. En realidad, el gol publicitario se lo cuelan estos a la sociedad, que les premia con una suma exorbitante a cambio de sus servicios lúdicos, como los gladiadores romanos. Por este trabajo, Messi, antes del desastre, cobraba setenta y cinco millones netos al año. Ningún profesional gana más. Y no es el único en el negocio del fútbol. El fútbol genera tal cantidad de pasta que cuesta creer que los grandes clubes tengan ahora problemas económicos.

El caso, según cuentan, es que a Messi le ofrecieron una rebaja salarial considerable por quedarse en el club que le dio la vida cuando era un pibe enclenque sin futuro. Messi es eso también, no se olvide. Un fenómeno circense. No una fuerza de la naturaleza imponiendo su talento sobre el juego, sino una creación de laboratorio, un ciborg futbolero, una criatura artificial fabricada mediante manipulaciones quirúrgicas e inyecciones de fármacos de crecimiento. Messi, sin los experimentos de la medicina y la inversión del Barça, no sería nada. El homúnculo espectacular no acepta, sin embargo, ganar solo veinte millones netos y seguir amortizando en el campo la deuda vitalicia contraída con el club que lo creó.

La culpa de todo esto es nuestra, desde luego. Una sociedad que admite pagar esas cifras galácticas a un futbolista, por mucha magia goleadora que albergue en sus “borceguíes”, como diría Matías Prats, es una sociedad en decadencia. Una sociedad que ha puesto al futbolista por encima de todas las profesiones es una sociedad inculta y corrupta, sin otros valores que los caprichos de los ricos y el dudoso gusto de las masas. Millonarios del mundo uníos, es el eslogan de la nueva Internacional del siglo XXI. El dinero es el único valor reconocido en bolsa. Los otros valores se los venden los políticos y los medios a los ciudadanos como consuelo por no poder participar en el reparto del botín más que con un porcentaje ínfimo y no tener dinero suficiente para hacer con sus vidas lo que les dé la real gana. Como los millonarios y los clubes millonarios que compran todo lo que se les antoja. ¿Cinismo? No. ¿Demagogia? Tampoco. Puro realismo. 

miércoles, 4 de agosto de 2021

EL SEXO POR VENIR


[Katherine Angel, El buen sexo mañana, Alpha Decay, trad.: Alberto García Marcos, 2021, págs. 171] 

            Si te has despertado la mañana después desnuda en una cama que no es la tuya y lo único que recuerdas es estar en dudosa compañía bebiendo de un barril de cerveza y escuchando canciones de Taylor Swift, y no sabes ni cómo nombrar lo que te sucedió, debes leer enseguida este libro. Y no solo para entender que esta experiencia de extrema confusión es muy frecuente entre mujeres jóvenes, sino para comprender lo que significa vivir, desear y gozar en la era del consentimiento. El consentimiento es un concepto ético que se ha impuesto como normativa reguladora de las relaciones sexuales con el fin de proteger a las mujeres contra la tendencia al abuso y la violación de muchos hombres.

Como Angel es una provocadora feminista disfrazada de académica reflexiva, comienza su valiente libro evocando la anécdota del actor porno James Deen y una de sus fans, la chica X, que se prestó al juego de grabar un vídeo erótico con su actor favorito y, durante la experiencia, escenificó al completo las fases por las que pasa una mujer en el trance de satisfacer su deseo. La chica experimenta todos los estados de reticencia, indecisión y duda, por miedo a la denigración colectiva, y también la vivencia del placer intenso y la plenitud carnal de ver realizado su deseo por encima de sus expectativas. Angel centra el foco del análisis en esta pieza audiovisual para enunciar las principales tesis sobre las cuatro categorías que sostienen su ensayo: el consentimiento, el deseo, la excitación y la vulnerabilidad.

En una ética sexual que no pretenda mantener a raya la incertidumbre del sexo, como dice Angel, consentir no es la clave, ni lo es desear abiertamente, ni excitarse sin fin, mucho menos sentirse vulnerable: “una ética del sexo digna de ese nombre tiene que admitir la vaguedad, la opacidad y el desconocimiento”. Para Angel, que no ve tan distintos a los hombres de las mujeres en lo que se refiere a esto, aunque sí sus problemáticas particulares, no es malo no saber lo que se desea, ni estar excitada, como tampoco lo es no saber con exactitud qué se quiere o preferir dejarse llevar. Lo único que Angel tiene claro es que las mujeres deben aprender a combinar esas cuatro categorías de modo que pierdan el miedo a sus deseos, o a las experiencias a que estos las puedan arrastrar, al mismo tiempo que sepan distinguir en la realidad lo que les conviene o no con independencia de lo que piense el entorno (“Resolver lo que queremos es una tarea para toda una vida, y hay que hacerlo una y otra y otra vez. Puede que la gracia esté en no conseguirlo nunca”).


Es irónico que Angel recurra, en el documentado capítulo sobre la excitación, a los experimentos de laboratorio al estilo de los desarrollados por el dúo dinámico de Masters y Johnson, o las incisivas entrevistas de Kinsey, y a la estadística científica de cifras y gráficas, para afirmar con una objetividad pasmosa que el divorcio entre excitación genital y aprobación subjetiva es una evidencia flagrante de que las mujeres, en primer lugar, son más fogosas y receptivas que los hombres y se excitan casi con cualquier insinuación sexual; y poseen, en segundo lugar, un control mental muy superior al otro sexo con objeto de reorientar eficazmente sus desmedidos apetitos: “la premisa que ronda tras la investigación y las discusiones al respecto es que tenemos que conocer la verdad sobre el deseo sexual femenino para enjuiciar la tensa dinámica entre hombres y mujeres; la dinámica que hemos visto desarrollarse en los últimos años con tanta incomprensión mutua, tanta rabia y resentimiento”.

Michel Foucault, una de las influencias más notorias del libro, decía que la cultura moderna occidental no ha sabido crear un arte erótica (ars erotica), al revés de las culturas orientales (China, India, Japón, las sociedades musulmanas), pero sí una ciencia sexual (scientia sexualis). Revisando la bibliografía ingente de este libro de Katherine Angel y muchas de las ideas expuestas en él, podría decirse que la singularidad occidental consiste en haber construido, desde el siglo XX hasta hoy, un Eros enteramente nuevo, traspasado por el conocimiento y la lucidez.