miércoles, 29 de abril de 2020

MISIÓN IMPOSIBLE

  [Respuestas a un cuestionario de Rebeca Yanke sobre la pandemia y el confinamiento]

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A falta de tests masivos, esto del confinamiento está llegando a extremos preocupantes y ya pronto nadie querrá salir de casa. Vamos a vivir en una panic room permanente, en el interior y en el exterior, que hará de la vida algo peor de lo que fue antes de esta toma de conciencia brutal del mundo en que vivimos. Me interesa reflexionar más allá de la pequeña odisea doméstica del confinamiento imperativo. En qué mundo nos instala esta crisis y en qué mundo queremos vivir a partir de ella. A quién beneficia lo que está pasando y quién va a explotarla más y mejor. Cómo deja a los países esta nueva reestructuración de la geopolítica global causada por la pandemia. Hacia qué clase de mundo nos dirigimos, guiados por gobernantes políticos tan incompetentes como cualquier otro ciudadano. No hace falta que haya ninguna mano negra detrás de la catástrofe, como si esto fuera Misión Imposible 2, donde también aparece un virus letal, por cierto, para darnos cuenta del shock que le han producido a los ciudadanos la pandemia y el confinamiento, con su tasa de mortalidad selectiva, y cómo este impacto va a controlar su actitud política al menos en la próxima década. Esto de la doctrina del shock que se cumple ahora palabra por palabra ya lo anticipó Naomi Klein en 2007 como forma de gobierno inconsciente de las masas globalizadas a través del miedo y la inseguridad. Esto es el siglo XXI, no lo olvidemos, ahora sí que vivimos en un escenario que reconocemos como propio del siglo XXI: un siglo desregulado, complejo y caótico. En el Gran Mercado del Mundo, salvaje y globalizado, basta con sembrar el caos para cosechar desgracias masivas y suculentos beneficios al mismo tiempo. 

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Esto lo cambia todo, como decía Naomi Klein. Cuando se mitigue la situación, no podemos volver sin más a las viejas costumbres como un reflejo conservador de protección y seguridad. Eso ya no vale. Estamos atrapados en un decorado y un escenario que han diseñado otros. Muchas cosas se han quedado obsoletas, en la cultura y fuera de la cultura, en la política y fuera de la política. Muchas novelas, muchos libros, muchas ideas y programas, muchas películas, muchas actitudes incluso. El pensamiento convencional, el que domina aún las instituciones vigentes, se ha quedado antiguo ante un mundo que no ha sabido comprender en toda su magnitud. Necesitamos recuperar a pensadores intempestivos como Baudrillard que describieron este mundo con el grado de delirio patafísico que exigía, hablando de viralidad y catástrofe con una lucidez que a muchos les pareció excesiva o metafórica y hoy es puro realismo. Necesitamos con urgencia nuevas novelas y películas y teleseries que estén conectadas al tiempo que nos ha tocado vivir, que no sean resabios trasnochados del siglo XX o revivals nostálgicos. Necesitamos repensarlo todo y, para eso, necesitamos creaciones artísticas e intelectuales que se muestren a la altura de los desafíos que nos aguardan y que nos enseñen de verdad, o sepan especular con, lo que se nos viene encima en el futuro inmediato.

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El maldito virus y sus secuelas desastrosas nos meten de lleno en un mundo nuevo que hemos tardado mucho en ver con nitidez, seducidos por los superfluos dispositivos tecnológicos y las aplicaciones y las redes sociales que los llenaban de contenido insignificante para convertirlos en imprescindibles en nuestra vida, volviéndonos dependientes del tipo de comunicación degradada que suponen. Ahora sí que estamos aprendiendo de qué va esto del siglo XXI, en el cuerpo y en la mente, y no se nos puede olvidar. Ya no. Nos toca asumir este contexto anómalo para redefinir qué queremos ser, ver, sentir y pensar. A qué vamos a darle más importancia a partir de ahora, contra qué vamos a mostrarnos intransigentes, cómo vamos a manifestar nuestro desacuerdo tras tomar nota de todo lo sucedido. No podemos permitir que la domesticación del confinamiento nos vuelva aún más sumisos. En suma, necesitamos redefinir lo antes posible nuestros valores y prioridades…

miércoles, 22 de abril de 2020

SÍNDROME DE ESTOCOLMO



[Publicado ayer en medios de Vocento]

Somos la nueva humanidad y nadie nos había avisado. Nos costaba creerlo, pero al final el virus del apocalipsis nos lo ha revelado con virulencia. Vivimos en un mundo donde la ciencia ficción ha dejado de ser ficción y se ha hecho ciencia exacta. Este virus diabólico ha puesto el mundo patas arriba. Estamos en sus manos. Los chinos, los rusos, los americanos, qué más da. Nos tienen donde querían. Enjaulados y tan contentos. Controlados, sumisos y más domesticados que nunca. Hemos sacrificado la vida en nombre de la salud. En el futuro podrán hacer con nosotros lo que quieran con tal de que este desastre no se repita. Nada será igual. El experimento social que padecemos podría extenderse sin límites en el tiempo. Para qué salir si tenemos todo lo necesario en casa, para qué volver a la normalidad si hemos demostrado que sabemos hacerlo todo mejor sin pisar la calle. Reservemos nuestra energía para trabajar a distancia, sin tacto ni contacto, y salgamos solo para ir al hospital si aparecen los síntomas fatídicos.
El nuevo mundo feliz nos brinda, además, oportunidades únicas de negocio y de relación a través de las pantallas. Con el tiempo ya no echaremos de menos nuestra vida anterior. Nos tendrán que obligar a salir. Con lo seguros que vivimos así, recluidos en la intimidad, sin intrusiones malsanas ni extraños contagiosos, para qué correr riesgos en el exterior. Aplaudimos a la policía cada tarde para mostrarles nuestro agradecimiento por mantenernos vigilados. Sin esos agentes patrullando la ciudad a todas horas y multando a destajo nuestras vidas estarían aún más amenazadas. Esta situación especial nos ofrece la posibilidad añadida de fomentar la vida familiar y explotar sus ventajas domésticas como nunca antes. No hay mal que por bien no venga. Cada persona de la familia se vuelve imprescindible ahora y algunas asumen incluso varios papeles a la vez. Cocinera, amante, limpiadora, enfermera, psicóloga, profesora. La vida es un virus peligroso. El amor también y no pasa nada. El capitalismo no digamos. Todo tiene cura menos la muerte. Tecnocracia, mentiras, cursilería y más tecnocracia, esta es la receta infalible para doblegar la curva estadística de la pandemia. Así no discutimos asuntos más importantes como si el virus infecto proviene del esfínter de un murciélago chino o cómo pudo sorprender a todos los gobiernos occidentales con los pantalones bajados. No han sabido protegernos. Qué ineptitud. Esto es el siglo XXI. A ver si nos enteramos.

martes, 14 de abril de 2020

PERVERSA PERFORMANCE



            Como sabe todo el que me conoce, considero a Bret Easton Ellis no solo uno de los grandes escritores norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX, sino uno de los más representativos del tiempo posmoderno. Si en el futuro, o en el más inmediato presente, alguien quiere saber lo que fue la jungla de neón, sexo y coca de los años ochenta, no encontrará mejor referencia que las novelas Menos que cero y Las leyes de la atracción, publicadas en 1985 y 1987, respectivamente. Pero si quiere adentrarse en el esplendor libidinal del glamour y las pasarelas y la orgía tecno-financiera de los noventa, ahí estarán siempre aguardando a los lectores inteligentes novelas como American Psycho (publicada en 1991 y reeditada ahora como celebración anticipada de su trigésimo aniversario) y esa obra suprema que es Glamourama, en 1999, compendio de una década turbulenta y casi de todo un siglo en su final, que fue como un nuevo principio traumático. Y luego vendría Lunar Park, en 2005, pero esa es otra historia que ya conté aquí.
Hace diez años, con motivo de la publicación de Suites imperiales, novela menor para los lectores fáciles y comodones, la mayoría, pero radiografía espectacular del Hollywood íntimo para los fans, dediqué un múltiple homenaje (puede leerse también aquí y aquí) a la figura de este malo irónico de la literatura americana. En tiempos donde la única pandemia incurable es la de la cursilería y el sentimentalismo, la maliciosa mirada de Ellis es un revulsivo moral. Como la navaja de Buñuel o el hacha de Kafka...

[Bret Easton Ellis, Blanco, Random House, trad.: Cruz Rodríguez Juiz, 2020, págs. 251]

Este libro es tantas cosas que espero no dejar ninguna sin mencionar. La parte obvia es que se trata de las memorias parciales del niño malo más mimado de la literatura norteamericana de finales del siglo XX. La parte menos evidente, aunque explícita, es que se trata de un alegato contra la censura, en sus antiguas formas y en sus nuevas variantes, contra el puritanismo, contra la neutralidad expresiva impuesta por las redes sociales y la grosería y vulgaridad correlativas, y, por último, un manifiesto político en favor de la libertad de expresión, sin ambages ni concesiones. Ellis es un furibundo defensor de cualquier opinión por ofensiva o incisiva que pueda resultar respecto de individuos y grupos que han hecho de la victimización un medio de blindarse contra la crítica, el descrédito o el ridículo.
La grandeza literaria de Ellis es inversamente proporcional a la simpatía que pueda suscitar la personalidad de su autor. Así que la ambigüedad de su actitud, esa frialdad mundana o esa negatividad aséptica con que los narradores de Ellis seducen y asquean al lector arrastrándolo a su mundo de obsesiones y fascinaciones banales, constituye uno de los indudables encantos de su escritura. Sería imposible escribir sobre la celebridad y la fama, y las gloriosas imágenes que las difunden por todos los medios, con la artificiosa naturalidad y el desbordante realismo con que Ellis lo hace en sus novelas, y también aquí, sin conocer íntimamente cómo se urden a diario sus orgías publicitarias y cuál es el código maestro con que ese mundo suele regular el juego promocional de sus rutinas, negocios y placeres.
Ahora es el escritor Ellis quien se pone en el centro equívoco de la representación, ocupa el escenario como un actor de sí mismo, con su voz minimalista, sus gestos lacónicos y sus juicios estridentes y maximalistas, y aplica sus técnicas de escalpelo literario a su persona y a todo cuanto la rodea: desde sus novios y amantes, con especial énfasis en su última pareja, un “socialista milenial”, como lo caracteriza Ellis, que no puede soportar vivir en una realidad donde existe una abominación presidencial como Trump, hasta sus amistades, escindidas en dos bandos inconciliables, las que votaron a Trump en 2016 y las que votaron a Clinton pensando que lo contrario era un acto aberrante.
Ellis consigue retratarse sin amaños cosméticos y retratar de paso a una América devastada por el partidismo, la corrección política, la hipocresía, la represión y la persecución en nombre de la superioridad moral de los progresistas. Puede leerse este libro como una novela disfrazada de autobiografía, partiendo de la idea de que la ficción, como decía John Barth, “no es una mentira en absoluto, sino una verdadera representación de la manera en que todos distorsionamos la vida”. De ese modo, vemos que Ellis recurre a la no ficción, como antes hiciera con la ficción en “American Psycho” o “Lunar Park” con similar finalidad estética, para describir su acendrada confusión existencial y expresar lo que no logra entender sobre sí mismo y el mundo bipolar que lo celebró y encumbró siendo un veinteañero para luego darle de palos.
En estas páginas, Ellis encarna con maestría el papel de quejica ocasional, así como el de abusón histriónico, para revelarse a continuación un agudo y corrosivo analista de la América postimperial de las últimas décadas y su espiral mediática, mientras revisa las condiciones especiales por las cuales un personaje irónico como él pudo transformarse, tras morir Andy Warhol, en paradigmático de la vida y la cultura de su tiempo. 

miércoles, 8 de abril de 2020

PANDEMONIO Y CIRCO

  [Publicado ayer en medios de Vocento]

No podía tardar en ocurrir. La sensación de irrealidad se apodera de nosotros a medida que los días y los muertos se multiplican. Todo se vuelve una sombra del pasado. La vida anterior nos parece ya un fantasma irreconocible. Es el precio simbólico a pagar. No se toma la decisión de parar el mundo en vano. Este gesto tiene consecuencias sobre una realidad basada en el movimiento y la circulación, el flujo infinito. Este parón brutal invita de pronto a la gente a pensar sobre lo que están viviendo y sobre la incertidumbre que les aguarda al final de la noche. Que se preparen los responsables de la nefasta gestión.
Nada más siniestro, en este contexto, que esos programas de televisión realizados desde casa, con presentadores e invitados de lujo exhibiendo su encierro cotidiano. Vuelven a la pantalla porque el vacío mediático es insoportable y el reclamo publicitario también. Pero hasta el retorno forzoso resulta irónico. En ese circo zombi de imágenes y conexiones domésticas se escenifica el fúnebre adiós a lo que fuimos antes de la cuarentena. Hartos de los mensajes de los ventrílocuos, cuánto echamos de menos a los intelectuales aguafiestas de antaño. Todo el sistema pretende preservar la apariencia de continuidad más allá del marasmo evidente. Y, sin embargo, la desconexión mental es tremenda. Nadie olvida que detrás del grado cero del espectáculo televisivo late el espantoso horror de hospitales y tanatorios.
Contadas voces cuestionan, no obstante, cómo hemos llegado a esta situación terrorífica. La sociedad del control total y la máxima seguridad no ha servido para prevenir una catástrofe de este calibre global. Una de dos. O tenemos los peores gobernantes de la historia, o esto del coronavirus es un gol que les ha colado a todos los gobiernos un supervillano bromista y ecologista invocado por los gritos de Greta Thunberg. Un megaterrorista planetario que ha lanzado un ataque implacable contra el punto más débil del sistema. Los tiempos cambian, sí, y nada será igual después, predicen los agoreros. El escenario es incierto. Como si la historia se estuviera reseteando en plan diabólico para imponer el modelo chino en todas partes. Y tragamos saliva para conjurar el miedo y la angustia ante lo que se nos viene encima. Cuando acabe el recuento oficial de muertos, quizá comprendamos que hemos vivido una nueva guerra mundial. Una guerra donde, por primera vez, el enemigo somos nosotros mismos. Tenemos mucho que aprender aún acerca del futuro.