martes, 27 de marzo de 2018

EROTISMO 2.0



[Alejandro Jiménez Cid, Pornogramas (musas atípicas y entrañables pervertidos), editorial Melusina, 2018, págs. 225]

            El siglo XXI nos está obligando a redefinir todas las categorías que dábamos por válidas e inamovibles, en la cultura y fuera de ella, si es que, como nos dicen los más agudos analistas del presente, la cultura no lo ha absorbido todo bajo su capa en el mismo momento en que la economía se ha adueñado de los fastos de la cultura. En el fondo, parodiando a Raymond Carver, de qué hablamos hoy cuando hablamos de cultura.
Ya en su libro anterior, Jiménez Cid había propuesto una irreverente arqueología del imaginario sexual, ciñéndose a la cultura canónica de los museos de pintura y escultura y la mitología grecolatina. En esta cuarentena de textos, agrupados bajo una etiqueta provocadora, en ambiguo homenaje al gran Roland Barthes, el autor se propone ensanchar la lente de sus análisis para abarcar todos los fenómenos culturales y episodios mediáticos que implican al travieso Eros en la cultura digital, pese a la corrección política y el clima de represión emergente contra cualquier representación del sexo, y en algunos de sus más sugestivos o cachondos precursores del siglo pasado.  


Es un libro para todos los gustos, como los surtidos catálogos de las mejores tiendas de accesorios eróticos, aunque a menudo se refiera a creaciones artísticas y experiencias privadas que bordean a conciencia el mal gusto. Una de las grandes conquistas de la sensibilidad contemporánea, precisamente, radica en haber abolido para siempre (¡cruzo los dedos!) esa barrera profiláctica establecida por el clasicismo ascético entre clases de gustos, dando a entender que en esta lábil materia es tan idealista discutir el gusto de los demás como privarse de disfrutar de la exuberante oferta del supermercado cultural del presente, nos obligue o no a rebajar nuestras expectativas de sublimación estética o moral.
De este modo, por estas gozosas páginas desfilan los dibujos animados menos conformistas (Ralph Bakshi, el anime más calenturiento, o series americanas con safismo polémico, como “Steven Universe”), las pin-ups y el cine porno de la edad de oro (Bettie Page, Piastro Cruiso, Radley Metzger), el cine revulsivo de Cronenberg y su inseminación del porno francés (Francis Leroi), los cómics sadomasoquistas (John Norman), los prejuicios apolíneos de Madonna con los amantes barrigudos, los raquíticos contoneos de Miley Cyrus y la opulenta danza del vientre del mundo islámico, los entresijos psicopatológicos de “King Kong”, con su fantasía de bestialismo imposible e inocencia salvaje, la moda cosmética del punk, el pornoterrorismo vaginal de Diana Junyent, las muñecas tetudas y tatuadas de la web “Suicide Girls”, o, dando un salto a los gloriosos años veinte, las barrocas orgías cinematográficas del villano Stroheim en el Hollywood de las ingenuas heroínas de Griffith.

Pero no solo de subcultura vive el lector inteligente y así, en la orgía textual orquestada por Jiménez Cid para evocar escenarios tabú y deseos prohibidos, la literatura juega un papel decisivo. Los grandes erotómanos de la historia imprimen su marca libidinal, demostrando que el erotismo y la pornografía, además de cosas mentales, son subproductos de la escritura.. El origen griego de la palabra pornografía así lo indica: “escritura sobre las putas”. Y la evocación de la emperatriz Teodora y sus hábitos sexuales superiores, si eso es posible, a los de la infamada Mesalina, abren el apetito a una historiografía secreta sobre las costumbres libertinas de los antepasados, sin olvidarnos de Roy Johnson, el millonario coleccionista de relatos erógenos que contrataba los servicios de escritores pornógrafos como Henry Miller para saciar su lujuria con nuevas historias salaces. Conjurados por el autor, aparecen vestidos de cuero los fantasmas pulsionales de Sade y Sacher-Masoch, el libertinaje del matrimonio Robbe-Grillet (Catherine & Alain), el masoquismo polimorfo de Bruno Schulz o la pasión taurófila de Georges Bataille, consumada en “Historia del ojo” con las memorables escenas de la muerte atroz del torero Granero y el jugueteo simultáneo de Simone con su vulva y los testículos de un toro. El caso más enigmático de todos los mencionados, sin embargo, es la ambigua autoría de la famosa novela “Historia de O”: publicada con seudónimo, aún hoy se ignora si fue Dominique Aury quien la escribió para complacer a su amante, el figurón cultural Jean Paulhan, o si fue este, en un bucle de perversión infinita, quien lo hizo para mostrar a Aury su viciosa visión de las relaciones entre hombres y mujeres, o si la perpetraron a dúo, en un acto de amor letraherido.
De todos modos, uno de los mayores aciertos del libro es la formulación de una paradoja original. La veneración por las imágenes, reclamada por Baudelaire como cualidad fundamental del esteta moderno, no vale nada sin fuertes dosis de iconoclastia. Y la figura desnuda del “Cristo crucificado” de Benvenuto Cellini, custodiada por los monjes agustinos de El Escorial con celo puritano, es el emblema gráfico de esa actitud estética muy adecuada a este tiempo de exhibicionismo (bi)sexual.


miércoles, 21 de marzo de 2018

OBSCENO ANTROPOCENO: LA ERA DEMASIADO HUMANA


[Manuel Arias Maldonado, Antropoceno. La política en la era humana, Taurus, 2018, págs. 254]


The Anthropocene means that “we” (human beings) have irreversibly altered the entire biosphere; but it also means that, in doing so, we have exposed ourselves, more fully and more nakedly than ever before, to the geological and biological forces that respond to us in ways that we cannot anticipate or control.

-Steven Shaviro-

           
No hace falta esperar hasta el final del libro ni al apocalipsis, augurado tantas veces por las voces más catastrofistas de la actualidad, para entender el verdadero sentido y la importancia del Antropoceno. No es solo una cuestión científica o ideológica o filosófica. Es un asunto pragmático. El concepto de Antropoceno, la convicción de que hemos entrado desde mediados del siglo XX en una era donde la acción humana ha alcanzado una repercusión desmesurada sobre la vida planetaria, es el modo más útil de volvernos no solo conscientes de nuestro papel en el mundo natural, sino responsables en primer grado de lo que le ocurra a este.
            Este es un libro pionero en español sobre temas que en otras latitudes culturales ya han generado una amplísima bibliografía, de la que Arias Maldonado, con su habitual sutileza, da cumplida cuenta en las notas finales. El Antropoceno, como se explica en los capítulos iniciales, es un término formulado por primera vez por el químico Paul Crutzen en 2000 y que aún no ha conquistado el consenso de la comunidad científica e intelectual. De hecho, el criterio utilizado para fechar la llamada “era humana” es su impacto radiactivo sobre la geología del planeta. La geología, en definitiva, es la ciencia terrestre primordial, como sabía Darwin, que antes de descubrir la evolución biológica pensó en hacerse geólogo.
        En este sentido, uno de los conceptos más reveladores de esta inteligente monografía es el de “tiempo profundo”. Esa cronología pétrea del planeta es la que se ha desplegado en paralelo, bajo el suelo que pisamos, al acelerado desarrollo del mundo humano. Eso significa también el Antropoceno: la convergencia del tiempo geológico, el más profundo y arcaico, con el tiempo histórico, el más superficial y reciente. La influencia en el medio natural de la tecnología o la técnica, como prefería llamarla el filósofo Heidegger, considerando pernicioso que ambos mundos entraran en contacto, es la razón que ha propiciado el surgimiento de una nueva era en la historia planetaria. Y así cabe entender la paradójica definición del Antropoceno: primero, como era de dominio humano sobre un planeta que no se deja controlar en sus procesos fundamentales y responde de manera imprevisible, como sugiera la cita en epígrafe de Shaviro; y, segundo, como instrumento para fomentar debates políticos y decisiones gubernamentales a fin de mitigar el daño que ese dominio causa al mundo animal y vegetal y, por descontado, a la especie humana.
En suma, el informado análisis de Arias Maldonado permite entender al lector menos radical que la voluntad de poder del capitalismo y la tecnociencia alcanza su límite efectivo al afrontar las peligrosas secuelas de su acción programática sobre el ecosistema y la sociedad, plenamente imbricados en el mundo “posnatural” del Tecnoceno o el Capitaloceno, denominaciones menos humanistas del nuevo período. Sin olvidar la ironía marxiana de que el capitalismo es más devastador con las almas de sus consumidores que con la naturaleza. No es necesario, sin embargo, suscribir las tesis más negativas sobre ese poder para comprender los beneficios que para los humanos tiene a estas alturas de su intrascendente historial ser capaces de asumir esta conclusión pesimista. Por primera vez en la evolución, una especie animal que ha superado numerosas catástrofes, pese a su tendencia autodestructiva, se enfrenta al futuro con la posibilidad de decidir por sí misma entre supervivencia y extinción. Depende de muchos factores, no todos políticos o económicos, que se adopten las medidas eficaces para evitar lo peor. Y todo ello si la Tierra no se impacienta y nos extermina de un coletazo descomunal como ha hecho antes con millones de especies.

Post-Scriptum: No obstante, analizando la situación conforme a los postulados de otros analistas perspicaces, no estaríamos viviendo en el Antropoceno, concepto demasiado mediatizado por la versión humana del problema y el peso aplastante de la geología, sino en el Capitaloceno, ya mencionado más arriba, que es como denomina Jason Moore al período de dominación del capitalismo tecnológico que se extiende desde la primera revolución industrial hasta nuestros días, o el Cthulhuceno de la gran Donna Haraway: esa era turbulenta caracterizada por la expansión de una monstruosidad (metafórica o no) sin límites. La discusión nominalista (e ideológica) queda abierta, una vez más, a las inteligencias más despiertas e informadas…

lunes, 19 de marzo de 2018

PARADJANOV SIN LEYENDA



[Varios autores, Leyenda de Paradjanov, Alberto Ruiz de Samaniego (coord.), Shangrila Textos, 2017, págs. 348]

Hubo un tiempo en que Málaga tenía un gran festival cosmopolita al servicio del cine mundial menos complaciente. Desde finales de los sesenta hasta finales de los ochenta, con algún período de interrupción, muchos cinéfilos nacionales e internacionales acudían al Festival de Cine de Autor a ver lo más nuevo, rompedor, anómalo o experimental que el cine de aquella época escasamente convencional producía. Allí, los privilegiados asistentes, entre muchos otros grandes cineastas y películas, tuvimos ocasión de descubrir el cine de Paradjanov.
Tras los años de hierro en que la persecución soviética lo apartó del cine y lo encerró en una jaula insufrible, falsamente acusado de violación homosexual, por atreverse a filmar una maravillosa película titulada “Sayat Nova”, en los ochenta Paradjanov reemprendió su creación cinematográfica filmando una de las películas más bellas y originales de aquella década, “La leyenda de la fortaleza de Suram”. Los escasos espectadores que tuvimos la fortuna de asistir al único pase en pantalla grande donde se proyectó, en la edición de 1987, aún recordamos el impacto de sus asombrosas imágenes en la retina y más atrás, en el inconsciente imaginario. Y en la edición de 1989, la última del festival, condenado por las típicas inepcias, ignorancias e intereses espurios de los politicastros culturales, se estrenó, curiosa coincidencia, la que sería la última película de Paradjanov, la prodigiosa “Ashik Kerib”. 
El plano final de esta película era una alegoría espiritual de toda su obra: una cámara de cine sobre la que viene a posarse una paloma blanca. Quizá el espíritu santo de la heterodoxia que insuflaba el hálito creativo de Paradjanov en cualquiera de sus facetas artísticas. Una alegoría de la creación y una despedida esperanzada. “Ashik Kerib” está dedicada a su hermano Tarkovski: ambos cineastas son los grandes fundadores del cine moderno ruso, que supo sobrevivir al hielo comunista y al deshielo capitalista y hace de esta cinematografía una de las más importantes de la historia y una de las más creativas de las últimas décadas, como demuestran, a pesar de la opresión de Putin y sus secuaces, grandes cineastas actuales como Sokurov o Zvyagintsev.

En este sentido, este espléndido libro, repleto de imágenes e ideas, no es una monografía común ni un catálogo al uso sino una ventana a un mundo exuberante. Una ventana al mundo mental de un cineasta único, como lo fueron, cada uno a su manera, Fellini, Buñuel, Carmelo Bene, Werner Schroeter, Syberberg, Raúl Ruiz o Pasolini, que era también un artista poliédrico y un ser humano atormentado por las contradicciones de su psique y la persecución autoritaria de los comisarios políticos que solo veían en él un residuo reaccionario: una personalidad maldita que ponía en cuestión, con su vida y con su arte, los rigores burocráticos de una idea represiva del socialismo. Paradjanov creía en la salvación del mundo por las imágenes ya que su tiempo no le ofrecía la posibilidad de volver a creer en ninguna utopía. Y esto muchos críticos e intérpretes tardaron en aceptarlo.
Todos los colaboradores de este formidable tributo a Paradjanov coinciden en un punto. El arte del collage es el que mejor define su estética singular y su genio creativo. Sus obras artísticas y sus grandes películas participan de ese mismo montaje metafórico de objetos incongruentes, figuras humanas, vegetales y animales, vibrantes pedazos de realidad, lujosos oropeles, colores decorativos, joyas o retales caseros. La técnica del collage también sirve a Paradjanov para resolver el dilema de sus orígenes, la multiplicidad de sus arraigos y la transversalidad nacional de sus fuentes de inspiración cultural.
El cine excéntrico de Paradjanov simboliza la apertura de Europa a Asia y su peculiaridad como artista radica en hacer visible una estética euroasiática a través del barroquismo ingenuo de sus fascinantes imágenes. Georgiano de origen armenio, Paradjanov vivía fascinado por las culturas del Cáucaso. Ese territorio fronterizo configura una intersección de culturas y tradiciones cuyas coordenadas se sitúan entre Oriente y Occidente, Bizancio, Roma y Estambul, cristianismo e Islam. El territorio artístico de Paradjanov se define así, como un tapiz persa, pero su cine de poesía pone en juego aún más dicotomías que le sirven de estimulante creativo: anacronismo y modernidad, inocencia y culpabilidad, pasado y presente, folclore y arte, masculino y femenino, iconolatría e iconoclastia, pueblo y minoría, imagen y texto, homosexualidad y heterosexualidad, historia y leyenda, cristianismo y paganismo, vida y muerte, naturaleza y artificio. Y, como síntesis de todas ellas, realidad y deseo.

jueves, 15 de marzo de 2018

FEMINISMO PARA TODOS



 [Publicado en medios de Vocento el martes 13 de marzo de 2018]

          Todo hombre es machista hasta que se demuestre lo contrario. Y toda mujer también. Eso decía mi abuela que no era ejemplo de feminismo y tragó patriarcado hasta en la sopa. Pero algunos hombres, quizá menos misóginos que otros, incurren de vez en cuando en inefables micromachismos, palabro de moda durante la semana revolucionaria. Para un hombre es siempre difícil hablar de mujeres, ya sea por la condescendencia, el deseo implícito o el menosprecio larvado.
El primer efecto de las manifestaciones del 8M fue avergonzar a los falócratas de la tribu. Esa vergüenza masculina no nace solo del daño que los hombres le han infligido a las mujeres desde las cavernas, sino con el hecho de que hayan tenido que echarse a la calle y montar un espectáculo multitudinario para gritarle al mundo que están hartas, que no aguantan más, que no han hecho nada para merecer la desdeñosa superioridad con que se las sigue maltratando. Y tienen razón. Nuestro tiempo acabó. Es el año “Wonder Woman”. Nada más demagógico, en este sentido, que el sectarismo machista de ciertos portavoces rancios acusando a las líderes feministas de élite minoritaria. La brecha femenina de clase no constituye una brecha política. Y nada más lógico, en este contexto, que mujeres fuertes acudan en socorro de sus hermanas golpeadas por la violencia e iniquidad de la vida social.
La libertad sexual la tienen asegurada, aunque no deberían descuidarse. De nada vale una práctica liberada de tabúes si no va acompañada de una afirmación ética de fuerza individual. En cambio, la igualdad salarial suscita aún polémicas espurias. Las grandes conquistas femeninas del último siglo son la legalización del aborto y el divorcio. Con estos cimientos las mujeres pueden construirse un devenir exento de obligaciones que las esclavicen a hombres indeseables e hijos no deseados. Quizá suene radical, pero si una mujer aspira a tener una vida propia no debería claudicar con facilidad ante imperativos biológicos. Conozco a numerosas mujeres que se sienten felices y satisfechas sin haber padecido el paritorio ni soportado la sabiduría falaz de las comadronas.
Los hombres, además, somos idiotas de nacimiento. Y nos quejamos de vicio. Sin la libertad de las mujeres, la nuestra es un pálido simulacro. Así que luchar por las mujeres es una forma también de propiciar una vida mejor para todos. El feminismo debería servir para mucho más que para culpabilizar a los hombres o fomentar el odio y el resentimiento en las mujeres. Necesitamos con urgencia un nuevo contrato sexual, un nuevo modelo de relación fundado en la libertad y la igualdad total. El infierno de las mujeres, surgido del desprecio propagado por la cultura religiosa, solo tendrá fin cuando las diferencias entre sexos se resuelvan, como exigía Michel Onfray, en igualitarismo libertino. Gozar juntos del puro placer de existir.

lunes, 12 de marzo de 2018

HUMOR NEGRO


[Bruce Jay Friedman, Stern, La Fuga ediciones, trad.: Rubén Martín Giráldez, 2017, págs. 238]

Es útil cuando se habla de un libro como este comenzar citando otros autores con los que comparte una profunda afinidad cómica: Franz Kafka, Flann O´Brien, Louis-Ferdinand Céline, Raymond Queneau o Gombrowicz. Friedman ha repetido en entrevistas que no los había leído antes de escribir “Stern”, su debut novelístico en 1962, aunque sí “El guardián entre el centeno”. La posición desengañada y distante respecto del contexto social, inscrita en la obra maestra de Salinger, es una parte significativa del bagaje literario de Friedman, pero su apuesta por el humor, la inmadurez y el tono menor lo alejan de esa estela de narradores judíos norteamericanos con los que ciertos críticos han querido compararlo.
Su trabajo como guionista de cine tradujo al lenguaje de las imágenes en movimiento algunos rasgos de su irónica visión del mundo, pero sus adaptaciones por Neil Simon, Steve Martin o los Farrelly no hacen justicia ni a su peculiar estilo ni a su chistosa manera de representar la comedia humana desde el sinsentido existencial y un agudizado sentido del ridículo. Es evidente que Woody Allen leyó a Friedman antes de poner en limpio sus ideas cinematográficas y si hay una película reciente que guarda parentesco con esta estupenda novela de Friedman, mostrando una influencia llamativa, es “A serious man”[*] de los hermanos Coen: el retrato implacable de un hombre judío tan apocado y dubitativo como Stern.
“Stern” se inicia, desde el prólogo, con una ofensa racial y sexual que precipita la profunda crisis de identidad que aqueja al personaje protagonista hasta el final y sirve de combustible para las divertidas peripecias que saturan las cuatro partes de la novela. Stern se ha mudado con su familia a un suburbio residencial y un día su mujer, mientras intentaba estrechar lazos entre su hijo y el hijo de un vecino yanqui de pura cepa, es empujada por este con desconsideración al tiempo que la tilda de “judiaca”. Para colmo, al caer al suelo boca arriba la mujer permite que el vecino fisgue en su entrepierna desnuda en una escena vergonzosa que se infiltra en la cabeza de su marido de modo obsesivo, como un signo de doble desprecio.
A partir de ese punto, la vida de Stern da un vuelco radical, le cobra un miedo cerval al hombre que los ha insultado, delante de cuya casa debe humillarse cada noche al pasar de vuelta del trabajo, los árboles de su jardín enferman, le diagnostican una úlcera, lo internan en una clínica para enfermos terminales donde descubre otro submundo sórdido y salvaje, regresa a su casa curado en apariencia, trata de vengarse inútilmente del vecino racista y, al final, se resigna a su condición de paria, plenamente consciente de su estatus de inferioridad étnica. “Stern” encarna así el perfil narrativo de una mirada centroeuropea, masoquista y culpable, trasplantada con ironía corrosiva al corazón palpitante de la vida americana de los años cincuenta.
En este sentido, “Stern” es el negativo novelesco de “Revolutionary Road”, la ficción realista de Richard Yates sobre la subsistencia suburbial de la clase media gentil publicada un año antes. El concepto “negativo”, además de un significado fotográfico, implica también el uso de esa variante rabelesiana del humor negro con que Friedman revela la verdad de las situaciones hasta transformarlas en grotescas e hilarantes. Es una novela irreverente que triunfa sobre el principio de seriedad frase a frase, escena a escena. Y demuestra, por si fuera poco, que cuando el humor negro (y su gradación o degradación de tonos anímicos) se mezcla con el humor judío produce una aleación innovadora y descacharrante.


[*] Aún recuerdo cuando vi esta estupenda película en un cine norteamericano en su estreno, allá por octubre de 2009. Lo que más me sorprendió entonces fue la reacción adversa de algunos críticos perceptivos, como Jim Hoberman del Village Voice, quien llegó a describir su humor, no exagero, como afín al nazismo y la visión hitleriana de los judíos…

miércoles, 7 de marzo de 2018

TEMIBLE WOOLF


[Virginia Woolf, Las mujeres y la literatura, trad.: Marta Gámez y Violeta Sánchez, Miguel Gómez Ediciones, 2017, págs. 169]

Con Virginia Woolf conviene empezar por el principio. La literatura es andrógina: no se reconoce ni en los supuestos rasgos de un sexo ni en los del otro, por limitarnos a los dos establecidos por las taxonomías convencionales. Uno de ellos, el sexo masculino, ha dominado la literatura desde que existe con su poder y energía. El femenino, en cambio, por más que haya tenido representantes de altísimo nivel desde la antigüedad (Safo), se ha visto obligado a ocupar una posición subalterna en un escenario habitado por musas que inspiran el genio viril, pero no pueden expresarse por sí mismas. La androginia de la literatura la reconocía Virginia Woolf sin ambages, citando al poeta Coleridge como autoridad, en su célebre libro “Una habitación propia” y, sobre todo, en la sublime novela “Orlando”.
En el equívoco juego entre las partes femeninas y masculinas del psiquismo humano, que es donde Woolf detecta el problema de la identidad sexual, la literatura se presenta como un arte esencial: en la constitución hermafrodita de la mente del escritor, con independencia de su sexo real, la faceta femenina domina y la masculina se somete. Podría decirse incluso, forzando al límite la maliciosa ironía de Woolf, que la historia de la literatura ha sido tiranizada por hombres que actuaban como mujeres al precio de marginar a mujeres que competían con ellos por el prestigio cultural obtenido con el manejo de la pluma.
En este sentido, Woolf no es solo la primera escritora feminista con conciencia de tal, sino una loba temible de las ideas revolucionarias envuelta en una piel de cordero socialmente aceptable. Con estilo satírico, Woolf critica los valores patriarcales del medio literario y, de forma simultánea, los valores tradicionales del sistema social que impiden a las mujeres adquirir la educación y la formación necesarias para expresarse y vivir con libertad. Woolf se atreve a enfrentarse a sus fantasmas y deseos, y a los fantasmas íntimos que cohíben la mente femenina, con objeto de que las mujeres puedan hablar como tales en un lenguaje propio que no sea el de los hombres.

Este precioso libro incluye los ensayos más inteligentes de Woolf sobre el papel de las mujeres en la literatura y la vida, analizando en cada uno de ellos las trabas o traumas que bloquean el acceso a la plenitud de la mujer, escritora o no. Como Woolf sabía bien, de nada sirve liberar a las escritoras si no se hace lo mismo con las lectoras, receptoras en el fondo de ese supremo acto de libertad simbólica que entraña la escritura.
Pero por más que sus elogios se dirijan a escritoras decimonónicas como Jane Austen, Emily Brontë, Christina Rossetti o George Eliot, no es hasta el siglo XX cuando Woolf halla una colega coetánea capaz de resolver la paradójica ecuación de la escritura femenina. Se trata de la gran novelista Dorothy Richardson, a quien con agudo sentido crítico Woolf atribuye la invención de la “oración psicológica del género femenino”: “Es la oración de una mujer, pero solo porque se utiliza para describir la mente de una mujer por parte de una escritora que no se siente orgullosa ni tiene miedo de lo que pueda descubrir  en la psicología de su sexo”. Sin embargo, es preocupante que Woolf, para ampliar su canon literario hacia géneros menos elitistas, no incluya entre sus escritoras de elección a la genial Mary Shelley, autora de “Frankenstein”, aunque sí examine con complicidad el heroísmo vital e intelectual de su madre, la pensadora ilustrada Mary Wollstonecraft.
En suma, no hay mejor metáfora de la necesidad de libertad de la mujer, ni mayor exigencia moral para la sociedad, que concederle un territorio donde se suspendan las obligaciones culturales, sexuales y conyugales impuestas por el patriarcado y asumidas por la mujer, como la maternidad, con sumisión sospechosa: “Así que, si podemos hacer una predicción, las mujeres escribirán menos pero mejores novelas, y no solo novelas, sino también poesía, crítica e historia. Pero para estar seguros, debemos mirar hacia esa, quizás fabulosa, edad de oro en la que la mujer tendrá aquello que le ha sido negado durante tanto tiempo: tiempo libre, dinero y una habitación propia”.

jueves, 1 de marzo de 2018

CENSURA



[Publicado en medios de Vocento el martes 27 de febrero de 2018]

Censuran el arte porque no pueden censurar la realidad, escucho en una tertulia televisiva. Cuando estalla el escándalo en Arco, saltan las alarmas y las opiniones inquietas. España no es una democracia madura. Están en peligro los derechos fundamentales. La libertad de expresión es demasiado seria para dejarla en manos de periodistas sin escrúpulos. El latoso tema catalán debilita la fibra moral del país. Y ahora, para colmo, este artista pejiguera metiendo el dedo en la llaga de los presos políticos en la España de Rajoy. Y todo en la misma semana en que Marta Sánchez nos da la alegría de encontrarle letra sin sangre al himno nacional. El dios y la patria de Marta Sánchez no se merecen esta ofensa. Algo así de complejo debió pensar el presidente de Ifema antes de negociar con la galerista el desguace de la pieza de resistencia de Santiago Sierra. Por qué llamarlo censura, sugería la disculpa forzosa, cuando era solo un ejercicio de pragmatismo al servicio de nobles causas.
Fue un error estratégico. Nadie responsable entendió que el arte contemporáneo más inteligente no realiza sus fines publicitarios sin colaboración externa. Si además se reviste de ironía institucional, la obra no está acabada hasta que un representante del poder tome la decisión fatal que el artista previó para rematar la faena. Más allá del mensaje directo, la instalación fotográfica de Sierra requería, para generar denuncia, la torpe intervención del directivo que ordenó su retirada fulminante del “muro de la vergüenza”. Una parte importante de su sentido consistía, precisamente, en jugar con la polisemia de las categorías políticas y desnudar la banalidad de los discursos partidistas. Al venderse después a un millonario mediático catalanista, la serie de imágenes pixeladas simplificó su polémico discurso, transformándolo en mercancía de propaganda.
La libertad de expresión supone siempre expresión de libertad. Y, como cualquier otra libertad, exige ponerse a prueba, cuestionar sus límites o su eficacia real. Nunca es gratuita. Expresarse en libertad entraña riesgos. No es un acto impune. Una sociedad democrática vigila todo lo que sucede en su interior con celo absoluto. El principal enemigo del arte no es la censura sino la indiferencia. Un creador serio reconoce que su obligación es transgredir, con sus audacias y provocaciones, las limitaciones y controles que la cultura de su tiempo impone a la libertad de expresión. Pero no hay arte sin neuronas, como decía el gran Forges. La agresión y la violencia no representan signos de libertad expresiva. Mientras las graciosas viñetas del dibujante fallecido nunca apelaron a la censura sino a la inteligencia crítica del receptor, las letras infames del rapero condenado son un insulto a la inteligencia y una invitación al silencio de la ley. La libertad de expresión desprovista de inteligencia degenera en barbarie o en cursilería. Fin del discurso.