EL CÍRCULO
(Random House, trad.: Javier
Calvo, 2014, págs. 445)
Un thriller tecno-corporativo que ha seducido a los
lectores norteamericanos con un escenario de pesadilla a la altura de sus
miedos más acendrados sobre las secuelas de la era digital…
El
nuevo mal es la transparencia total. George Orwell, inventor del concepto,
nunca hubiera imaginado que el Gran Hermano de 1984 (una alegoría infernal del
totalitarismo estalinista) podría algún día transformarse, gracias a la
tecnología televisiva y el desarrollo del mercado capitalista, en un
entretenimiento de masas, un espectáculo vulgar de telerrealidad.
Esto
fue solo el principio, a finales del siglo veinte. Con la revolución digital
las cosas han empeorado hasta extremos inimaginables. Ya no se trata de
ofrecerse como carnaza de la televisión basura. Ahora se trata de que todos los
datos, la información y las vivencias íntimas de un individuo puedan ser no
solo colgadas en una nube en la red sino controladas por una corporación
planetaria y puestas a disposición de todo el mundo en tiempo real. De eso
trata El Círculo, la nueva novela de
Dave Eggers, una ficción terrible sobre el totalitarismo digital de las
corporaciones tecnológicas y las redes sociales.
La
historia es paradójica: una joven insegura y hasta cierto punto bipolar (Mae
Holland) es contratada por una corporación tecnológica en expansión imparable
(El Círculo) con objeto de consumar, mediante estrategias de marketing y
publicidad viral, sus designios benéficos de control absoluto sobre el
imperfecto mundo. Para realizar sus filantrópicos fines, tanto Mae como la
empresa californiana a la que sirve con creciente implicación sentimental, se
revisten de todo el aparato de reclamos seductores y proclamaciones
consideradas positivas en el contexto de la corrección política y el ideario New Age.
Todos
los proyectos de esta compañía omnímoda implican, en apariencia, un programa
progresista: la transparencia individual, los políticos y ciudadanos deben
aprender a vivir bajo la atenta mirada de los otros gracias a las cámaras que
los acompañan en todas sus actividades diarias o nocturnas, laborales o
domésticas, sin posibilidad de desconexión prolongada; la identificación
exhaustiva de las personas y sus orígenes familiares y biografías privadas
mediante testimonios, documentos y archivos disponibles; y la democracia real,
el fin último, mediante la inscripción digital de los votantes y la obligación
civil de participar en las decisiones públicas o las elecciones de cargos
nacionales y estatales.
Con
la maestría e inteligencia narrativas de libros anteriores, Eggers logra que la
trama alcance niveles de verosimilitud escalofriante hasta el punto de que todo
lo que se cuenta en ella no parezca producto de la imaginación paranoica, ni
del pesimismo especulativo, como en Pynchon, sino de la pura constatación de
tendencias y mentalidades que conducirían a la implantación del dominio
tecnológico de la sociedad sobre los individuos, suprimiendo la libertad y la
privacidad de un solo golpe.
En
todo momento, la ficción discurre por cauces realistas, incluso cuando el
despliegue de las posibilidades de la situación descrita sobrepasa los límites
de lo aceptable. De ese modo, Eggers parecería estar dando la razón al
Baudrillard que anunció, en plenos años noventa, la instauración del imperio
del bien como nueva forma de totalitarismo neutro, inofensivo en las formas e
insidioso en el fondo, tan peligroso como el tiburón extraído de la fosa de las
Marianas por uno de los líderes del Círculo que se trasmuta, inmerso en el
acuario decorativo situado en el atrio de la empresa, en un depredador voraz de
criaturas que en el ecosistema marino no constituían su dieta habitual.
Como
escribe a Mae un ex novio que rechaza con radicalidad el mundo creado por las
manipulaciones demagógicas del Círculo: “Tu gente está creando un mundo de luz
diurna omnipresente y creo que esa luz nos va a quemar vivos a todos”.
GUARDIANES DE LA INTIMIDAD
(Mondadori, 2005, trad.: Cruz
Rodríguez Juiz, 2005, pág. 218)
Nos guste o no, la literatura tiene garantizada
su existencia en nuestro tiempo si acierta a expresar con inteligencia lo que
representa vivir en un mundo como el contemporáneo, tan desvinculado de
cualquier forma de esperanza mundana como de toda trascendencia, por no hablar
de las alternativas disponibles tras la catástrofe política del siglo pasado. La
literatura no es, no puede ser, un sucedáneo de la religión o de la creencia
política.
Un ejemplo reciente de la
mejor ficción norteamericana actual, esta espléndida colección de quince relatos de
Dave Eggers, traza su órbita narrativa excéntrica en torno de esta devastadora
cuestión que a muchos lectores paraliza o disuade. La ansiedad existencial que
impregna estos relatos de Eggers es de nuevo cuño y no mantiene con su ancestro
ideológico o estético más relación que con el minimalismo narrativo contra el
que se insurge con un sentido del humor extravagante y descripciones
abrumadoras de precisión y poesía.
Los dilemas del libro abarcan los impulsos
individuales que rigen las conductas de las últimas generaciones en su
tentativa de definir modos de vida no tradicionales en entornos tiranizados por
obligaciones convencionales. Vidas singulares, aunque mayormente fallidas, por
su desesperada resistencia a permitir que las formas vitales derivadas de la
organización capitalista del mundo controlen también la intimidad y el modo en
que esa intimidad se concibe, expresa o desarrolla, y la claudicación
inevitable a las imposiciones del sistema se acoplan en muchas de estas
historias como si fuera el gran motivo que subyace a sus vivaces desarrollos.
Por tanto, la “intimidad” del título español no puede ser sino paradójica, como
evidencia “Apuntes para un cuento de un hombre que no morirá solo”, el más
satírico de todos los relatos.
Una parte del libro la constituyen fábulas sobre
la globalización ambientadas en geografías extranjeras, y la otra son fábulas
domésticas localizadas en zonas de incertidumbre y perplejidad del país, con lo
que este equilibrio casi diplomático entre el interior y el exterior acaba
reconfigurando el territorio literario de esa América que se define, como decía
Godard, por ser la patria de los sin patria: “gente sin tierra, obligada a
encontrar su tierra en otra parte”.
Quizá por ello, abundan en estos relatos las
parejas y los parajes, los animales y los elementos naturales. El magnífico
“Silencio” sintetiza el espíritu del libro y la idiosincrasia de Eggers como
narrador: la pareja protagonista (Tom y Erin) atropella en una carretera
escocesa a una oveja negra en presencia de dos ovejas blancas. El terror de la
situación se ve agravado por la contemplación culpable del cadáver de la oveja
negra y la actitud amenazante de las otras ovejas. En su perplejidad, el
narrador llega a creer que las dos ovejas hablan con la oveja moribunda o
muerta como si trataran de convencerla de que se levante y, después, se
dirigen al conductor y a su acompañante reprochándoles su crimen. Más adelante,
cuando Tom pretende consumar su morbosa atracción por Erin en un escarpado
paraje de la costa septentrional escocesa, la incriminatoria mirada de un
rebaño de ovejas se lo impide y le descubre que Erin es la “oveja negra” del
grupo humano al que pertenece y no hay posibilidad alguna de comunicarse con
ella o amarla realmente, mucho menos de ser amado por ella.
En “Trepar a la ventana fingiendo bailar”, una
fábula sobre la violencia y el salvajismo de la América profunda, el
solitario protagonista experimenta una gradual regresión hacia la barbarie
emocional que le conduce a fantasear con la idea de decapitar una vaca y
calzarse la cabeza para sentir la sangre empapando su pelo y manchando su cara.
En otro de los relatos, “El único significado del agua oleosa”, recuperamos el
protagonismo de Hand, el único superviviente de la novela anterior de Eggers (Ahora veréis lo que es correr),
enfrentado a nuevos dilemas sexuales y morales en Costa Rica, estableciendo así
una conexión significativa entre la actitud de los personajes de aquella novela
y el espíritu fugitivo de esta colección.
No obstante, hay un componente insólito de esta
colección dictado por la actualidad: el espectro de la guerra y el impacto
íntimo del horror y la omnipresencia larvada de la muerte. Dos de los relatos
abordan esta situación de un modo tan lacónico como contundente: “Lo que
significa que una muchedumbre de un país lejano atrape a un soldado que
representa a tu país, le dispare, lo saque a rastras de su vehículo y luego lo
mutile en el polvo”, con un título que ya es en sí un microrrelato espantoso,
Eggers analiza la ansiedad y el desasosiego de un americano medio que encuentra
en la fotografía periodística del cadáver descuartizado de un soldado su objeto
revulsivo idóneo; mientras “Cuando aprendieron a aullar”, planteado como una
broma irónica de estirpe cortazariana, termina expresando el dolor, la
impotencia y la rabia por unas muertes tan gratuitas y estúpidas como el acto
de pura literatura que las denuncia.
Y es que a pesar de la incomprensión y el
desprecio, la literatura, como decía Paul de Man, “está condenada
a ser el modo auténticamente político de discurso”.
AHORA SABRÉIS LO QUE ES CORRER
(Mondadori,
trad.: Victoria Alonso Blanco, 2004, págs. 400)
Hay muchas razones para
considerar esta primera novela de Dave Eggers como un texto sagrado. O más
bien, un libro cuya condición literaria podría ser trascendida por el lector
con gran facilidad a poco que ciertas constantes de su escritura revelaran su
verdadera condición sacramental. No
por casualidad, Eggers ha reeditado el libro cambiando significativamente su
título e introduciendo algunos elementos nuevos que modifican su percepción
inicial, generando una versión actualizada de su artefacto narrativo. Si el
título original era You shall know our
velocity, el nuevo es Sacrament,
escueto y enigmático. Mientras la portada original (reproducida en la edición
española) se ofrecía enteramente ocupada por la primera página de la novela en
caracteres capitales; el frontis de la revisión aporta las siguientes
novedades: el nuevo título y el subtítulo añadido (“Known previously as You shall know our velocity”); el
anuncio de la reedición y de la inclusión de material inédito (sesenta páginas
aproximadamente), una versión alternativa de los hechos narrados escrita por
Hand, el segundo de abordo del protagonista y narrador Will; el logotipo de un
hombre subido a una escalera de mano y enroscando una bombilla (perfecto emblema
del acto narrativo), y, debajo, el autógrafo impreso de Eggers y el mismo texto
de la primera página, ahora en caracteres minúsculos. Si me tomo la molestia de
esclarecer este aspecto externo del libro no es por acusar a la editorial de
haber publicado una versión primeriza del mismo, sino por enfatizar la cualidad
más destacada de su autor eficiente: la extravagancia calculada.
Acaso uno de los rasgos más
originales de la novela lo constituya la discreta declaración desde la primera
página de que la narración será conducida por un autor difunto (en la línea del Machado de Assis de Memorias póstumas de Blas Cubas). La historia narrada se sitúa así
entre el paréntesis fúnebre de “la muerte
de Jack” y la muerte por ahogamiento del narrador. Esta ruptura ontológica de
la perspectiva radicaliza las opciones temporales de la ficción tanto como las
espaciales y le confiere un tono testamentario innovador. La tendencia a la
excentricidad y el exceso de buena parte de la mejor ficción norteamericana
actual (D. F. Wallace, W. T. Vollmann, M. Z. Danielevski, J. Eugenides, R.
Powers, etc.) es la saludable demostración de que la literatura narrativa, a
pesar de las presiones comerciales, resiste mejor allí a los envites represivos
del mercado.
No hace falta haber leído a
Paul Virilio para poner en juego el concepto crítico de velocidad y aplicarlo
al mundo contemporáneo con el rigor, la inteligencia y el sentido del humor que
exhibe Eggers al programar este experimento narrativo disfrazado de novela juvenil
suavemente melancólica y engañosa, cargada de impensada ironía (una novela de formación y deformación al mismo tiempo).
En un tiempo como el actual en que la historia ha sido vencida por la geografía
y ésta por el turismo y la globalización de la frontera única de la
rentabilidad y el beneficio, la política nacional por la geopolítica y las
micropolíticas, y las grandes gestas individuales sustituidas por las
operaciones corporativas transnacionales, Eggers se atreve a poner en órbita
alrededor de un mundo superpoblado y menesteroso a dos estrambóticos
trotamundos de mochila y atuendo deportivo, un dúo de encantadores descerebrados
con un proyecto personal único con el que dar sentido a sus desastrosas vidas y
oponerse al sinsentido contemporáneo: malgastar, durante un alocado viaje de
siete días, los ochenta mil dólares ganados por Will en una incursión
tangencial y paródica en el mundo de la publicidad, en una reinterpretación
insensata del concepto del don, como duelo simbólico por la muerte de su mejor
amigo en un absurdo accidente de tráfico donde su coche fue arrollado por un
camión a causa de su escasa velocidad, o de su exceso de lentitud.
Una aventura tan
incongruente y desesperada como el acontecimiento detonante. Tras la muerte de
Jack, el amigo que acapara en la ficción todo lo que Will y Hand nunca tendrán
(la responsabilidad, la corrección, la integración social, el equilibrio, la
educación, etc.), nada puede aspirar ya a la quietud o al reposo. El trayecto
singular les arrastra, de un aeropuerto a otro, de una agencia de alquiler de
coches a otra, desde Chicago hasta Riga, pasando por Dakar, Casablanca,
Marrakech, Londres y Tallin. La extravagante travesía describirá una de esas
líneas narrativas sinuosas y no-euclidianas que hacían las delicias de Sterne
en su excéntrico e intemporal Tristram
Shandy, una de las obras canónicas en las que hace pensar esta novela de
Eggers, y no sólo porque en uno de sus instantes más sublimes, la experiencia
cenital para Will de navegar en una lancha por la costa senegalesa, mientras la
barca vuela libre entre una ola y otra, se suceden un par de páginas en blanco,
imagen del estado mental del narrador extasiado ante la repentina fluidez de
los elementos.
El choque frontal entre
velocidad y lentitud, el rechazo de los tiempos muertos, las paradas forzosas,
la inercia moral y la torpeza de los movimientos ralentizados, es elevado en la
novela a rango de conflicto universal y categórico plenamente vigente. Este
enfrentamiento entre levedad y gravedad afecta también al registro narrativo:
abundan los pasajes en los que la narración se adensa como si se enredara en la
riqueza descriptiva de su transcurso, y se alternan con otros en que la
velocidad de la elipsis o la fulguración de la síncopa desatascan la narración
y la propulsan a un nuevo destino a través del espacio ilimitado y cartográfico
de la novela (ese cuarto mundo “mitad pensamiento, mitad realidad”).
Así, a partir de su relación más o menos intensa con la velocidad, los
personajes se comportan a veces como receptáculos
abrumados por el peso del tiempo y la edad, y otras como proyectiles lanzados hacia el vacío más puro huyendo del vacío
decorativo de unas vidas insostenibles.
Ya desde el título original,
la novela se coloca bajo el signo ambiguo de la huida, el más conveniente para un
libro sapiencial. La velocidad a
conocer es la velocidad de escape: la aceleración del punto de fuga una vez que
se alcanzan determinadas circunstancias y la experiencia vital se espesa o
enrarece y amenaza con paralizarse. La velocidad adecuada de la huida es la
velocidad del pensamiento: un pensamiento transversal y múltiple, constituido a
partes iguales de inteligencia y estupidez, e instalado en la continua rotación
y traslación del mundo. La huida de las secuelas traumáticas de la muerte del
amigo se asocia con la huida de un mundo que no solo carece de sentido, sino
que es capaz de fundar su legislación corriente y su sentido del orden en la
falta total de sentido. El horror de lo inerte es el cadáver desfigurado de
Jack; el horror de lo yerto es el mundo de relaciones familiares, laborales y
sociales que el narrador y su compinche dejan atrás, a toda velocidad, en pos
de un pensamiento inalcanzable. La tecnología del teletransporte, tan veloz
como el pensamiento, se propone en una digresión como solución especulativa a
este desfase secular. Horizonte utópico de un mundo obsesionado por la
velocidad del consumo y la desaparición y dominado por la lentitud de las
costumbres, las morales y las culturas.
Si hay algo a lo que esta
novela se parece finalmente es a esa vaca a la que Will y Hand rociaron de
gasolina y prendieron fuego durante una correría nocturna en compañía de Jack,
testigo mudo y horrorizado. Una vaca inmóvil, echada sobre sus cuatro patas, ardiendo
silenciosamente en la plenitud de la noche. Una vaca sacrificada a causa de su
lentitud, pesadez y torpeza animal. A cada lector le corresponde decidir si
esta novela podría ser considerada un libro sagrado de nuestro desahuciado
tiempo: un libro capaz de generar sus propios rituales y cultos, fundar una
secta de descreídos guiados por los excéntricos modelos de conducta de sus
protagonistas, con sus dichos y actitudes piadosas, sus anécdotas de muerte y
resurrección, sus peregrinaciones y actos de fe, sus sacramentos y también sus
mártires. O es simplemente un acto gratuito y estúpido de pura literatura. El
siglo veintiuno será literario, o no será.
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