[Paul B. Preciado, Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en
“Playboy” durante la guerra fría, Anagrama, 2020]
Comencemos
por el final del libro. La autopsia. La autopsia de un hombre (aún vivo en 2010,
cuando se publica este ensayo por primera vez, y muerto en 2017) y también de
su peculiar modo de vida. O, más bien, de una mitología centrada en la vida de
un hombre excéntrico. Una mitología que ha ido expandiéndose como una creencia
colectiva y acrecentando su influencia a medida que su emporio mediático iba
perdiendo peso económico y cultural.
Hablo de
Hugh Hefner, el “playboy” que calentó los rigores de la guerra fría con un
proyecto fundado en la desnudez femenina y la fantasía masculina de poder
fálico. En el fondo, este brillante estudio proporciona argumentos suficientes
como para considerar a Hefner el Mesías de una religión profana, con sus
templos, sus ritos, sus reliquias sagradas y sus objetos de culto. Un culto
orgiástico, por cierto, muy apropiado para lo que Preciado llama (en Testo Yonqui) la “era
farmacopornográfica”. O, si se prefiere, la era del capitalismo extremo, cuyo
funcionamiento se garantiza a través del dopaje farmacológico y la
sobrexcitación sexual de la población.
Ninguna
sociedad, por pragmática que sea, puede funcionar sin mitos inconscientes, sin
imágenes fascinantes, sin mitologías adorables, de un modo u otro el sistema se
encarga de generarlas para alcanzar sus fines más reconocibles. De esa
necesidad, como decía, surgiría el imperio hedónico “Playboy”. Los componentes
de dicho culto, sobre todo durante los años de mayor esplendor de la empresa,
se proponían transformar a todo lector masculino de la revista en un “playboy”,
esto es, un hombre soltero o divorciado dotado de elegancia y buen gusto,
conforme al canon pequeñoburgués, dueño absoluto de un espacio doméstico hecho
a su medida del que la mujer había sido expulsada como ama de casa y al que
únicamente podía regresar en cuanto compañera de sus juegos sexuales. De ese
modo, todos los productos incorporados bajo el satinado sello del conejito
permitían a su consumidor participar de la fantasía de devenir un “playboy” y
organizar su vida a imagen y semejanza de la de Hefner, quien a través de
reportajes, fotografías, películas, entrevistas y programas de televisión
propagaba el ideario fundamental a seguir por un soltero vocacional que se reía
a carcajadas de los solteros de Kafka o Duchamp (y sus pesadillas castradoras
solo aptas para estetas asexuados) como alternativa al infierno conyugal y
doméstico de la pareja procreadora suburbana (retratada con escalofriante
verismo en la novela Revolutionary Road
(1961) de Richard Yates).
Como
muestra Preciado con gran inteligencia analítica, las ideas y las imágenes de Playboy no habrían tenido el impacto que
tuvieron en el imaginario social masculino si Hefner, como un señor feudal de
un tiempo distinto, no se hubiera preocupado por rediseñar los espacios
domésticos conforme a sus ideales de un celibato promiscuo y desenfadado. Los
templos utópicos de este nuevo culto consumista serían, en primer lugar, las grandes
mansiones construidas por Hefner tanto en Chicago como en Los Ángeles para
albergar un orden de vida que implicaba una cierta sabiduría sobre los sueños
obscenos y los deseos inconfesables que el adulto de la época reprimía desde la
adolescencia. En segundo lugar, los clubes exclusivos, concebidos a imitación
de las mansiones como fábricas de placer ilimitado y relaciones sociales sin
trabas, donde la omnipresencia de chicas semidesnudas, el lujo kitsch del
decorado y la excitación pecuniaria del juego recreaban un mundo libre de
obligaciones y compromisos pero no exento de beneficios.
Y, por
último, la creación de singulares espacios íntimos dotados del mobiliario más
moderno con el fin de satisfacer con facilidad las necesidades cotidianas del
hombre de su tiempo. En el centro de ese espacio exhibicionista, con cámaras
cercándola como si fuera un escenario televisivo, Hefner colocaba una enorme
cama giratoria de múltiples usos, que era capaz de rotar al ritmo de las
necesidades diarias, ya fueran laborales o lúdicas. En esa cama hegemónica
pasaría Hefner la mayor parte de su vida, hasta el punto de contraer una
lumbalgia crónica achacable al abuso reiterado de la posición horizontal.
Con los
templos ya en erección, y con el heresiarca y los acólitos del culto difundiendo
la buena nueva carnal, ya solo faltaba designar el objeto de culto preferente
en esta “pornotopía” de estirpe sadiana. Las “conejitas”, esas féminas vivaces,
esas adorables compañeras de juego del varón más juguetón, sin cuya
omnipresencia tangible ese mundo viril se desmoronaría fatalmente. El cuerpo
coreográfico de modelos y camareras que rodea siempre al hombre en pleno
devenir “playboy”, subrayando su condición de tal, o la belleza desnuda que se
exhibe en solitario, para que se puedan apreciar sus atributos sin estorbos, como
una promesa de felicidad paradisíaca para el comprador onanista, quien los
disfrutará en los momentos de retiro mundano. Fueron muchas las elegidas para
representar con sus encantos los valores estéticos de la empresa. Así, la playmate fundacional fue una exuberante
Marilyn Monroe, encarnación pulposa del ideal de belleza sexuada de los
cincuenta, y la decadencia del tipo la encarnaría, con sus excesos quirúrgicos,
Pamela Anderson, la musa siliconada de los ochenta y noventa. Es irónico que
Hefner, sabiéndose al borde de la muerte y, por tanto, de la inmortalidad
reservada a los creadores de grandes mitologías populares, se apegara a los
orígenes de su universo fantástico y quisiera ser enterrado en una tumba
contigua a la de la estrella cinematográfica más sexy de la historia en el cementerio
de West Hollywood. Justicia poética, dirán algunos. Me inclino con Preciado por
ver en ello el gesto de un vividor excéntrico que aspira a codearse postmortem con la misma belleza
perecedera que tanto contribuyó a glorificar.
Sería
interesante estudiar en conjunto los grandes universos fantásticos creados en
territorio americano como réplicas culturales y parques temáticos de su ideario
vital (Hollywood, Las Vegas, Graceland, Disneylandia y Playboy, entre los más
populares). En este sentido, este lúcido ensayo sobre un imperio en descomposición
nos recuerda cómo los sueños más atractivos del capitalismo solo puede
comprarlos el dinero de los ricos. Todos los demás se conforman con sucedáneos
de bajo nivel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario