“Soy
hombre sin ti mental”.
-Adagio
borgiano-
Gentleman, la suntuosa revista para caballeros
con más prisa de la normal y lectores que las prefieren de todos los tonos y colores capilares (rubias teñidas
y morenas raciales y hasta pelirrojas de pubis rasurado, que ya es vicio de
peluquero), me pide para su número de febrero que elija mi novela de amor favorita.
Descarto de inmediato los clásicos, el amor se vive en presente de indicativo o
de subjuntivo y por más que la lectura actualice las obras pretéritas, las
concepciones antiguas del amor que las sostienen no se sostienen para mí. Los
modernos, como siempre, me incitan a dudar. ¿Puede llamarse amor lo que
estremece a Molly Bloom en la intimidad de su dormitorio? ¿Es el amor la misteriosa fuerza que
causa la metamorfosis de Orlando? ¿Son los celos compulsivos de Marcel hacia
Albertine otra forma de posesión amorosa? ¿Es la falta de amor, espiritual o
carnal, la que convierte a Samsa en un escarabajo? ¿Es la impotencia venérea del
coronel Cantwell un fracaso del amor en Venecia, ciudad donde, desde Mann en
adelante, la enfermedad y la muerte reinan sin paliativos bajo el disfraz del
deseo? Querría preguntarle todo esto a Matilde Urbach, pero sus labios sensuales
están sellados, ay, con el lacre de una amarga despedida...
Más aún me hacen
dudar los postmodernos. ¿No es el triángulo de la tía, el sobrino y el
escribidor demasiado equilátero para complacer mis criterios sentimentales? ¿No
es Kundera, en el fondo, excesivamente lúcido para poder sopesar con exactitud la
insoportable levedad del amor? ¿Son o no el efusivo lirismo y la cursilería sublime
del Señor Solal la traslación verbal de las gratificaciones recibidas de la
Bella Ariana hasta el final de sus días? ¿Es en el fango del amor donde se
enlodan a conciencia Nathan Zuckerman, David Kepesh, Peter Tarnopol, Mickey Sabbath y Coleman Silk? Me temo que
solo podría responder con paradojas y acertijos a los dilemas mentales de estos
y otros sementales, de modo que me abstengo de pronunciarme sobre ellos. Tras revisar de memoria los
fondos y trasfondos de la biblioteca virtual, estoy a punto de escoger La Habana para un
infante difunto, de mi maestro Cabrera
Infante, pero me retengo a tiempo, ¿no son los coitos con las diversas féminas
de la novela solo una excusa para copular con las palabras y expresar así el intenso
amor al lenguaje del autor? Confuso, perplejo, tampoco acierto a responder a esta
pregunta en exceso retórica. En lugar de todas las obras citadas y de algunas
excitadas y sobreexcitadas que no me atrevo a citar por prudencia, al final me quedo con Plataforma,
de Michel Houellebecq, por las sucintas razones que expongo a continuación.
Como el amor es un producto histórico y se transforma con el tiempo, elijo una novela del siglo veintiuno que define a la perfección el Eros contemporáneo. Es la primera historia de amor ambientada en los tiempos del porno. Como no podía ser de otro modo, el cuerpo es el protagonista absoluto: el cuerpo de un hombre (Michel) y, sobre todo, el cuerpo de una mujer (Valérie) cuyos deseos, fantasías y placeres son tan importantes por una vez como sus sentimientos o sus afectos. El apasionado amor carnal de Valérie y Michel se desenvuelve entre el escenario porno que le da vida, con el turismo sexual como trasfondo decorativo, y la carnicería terrorista que le pone fin, con el integrismo religioso erigido en amenaza terrible para la vida. El amor ya no es solo una experiencia privada, el mundo interfiere en él de todos los modos posibles, con su estimulante promiscuidad y también con toda su fuerza de destrucción. En esta gran novela trágica, Houellebecq reinventa el amor siendo absolutamente contemporáneo.
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