miércoles, 26 de diciembre de 2018

EXÉGESIS



[Emmanuel Carrère, Yo estoy vivo y vosotros muertos, trad.: Marcelo Tombetta, 2018, Anagrama, págs. 370]

Era como si una crónica corriente subterránea de miedo me hubiera hecho temblar toda la vida. Temblar, huir, meterme en dificultades, perder a la gente que amaba. Como el personaje de un dibujo animado en lugar de una persona, según me di cuenta. Una rígida animación de comienzos de la década de 1930. Por detrás de todo lo que había hecho, el miedo era lo que me había impulsado. Ahora el miedo había desaparecido, dulcemente eliminado por la nueva que acababa de oír. La nueva, me di cuenta repentinamente, que había esperado desde un principio; en cierto sentido, había sido creado para estar presente cuando la nueva se difundiese y no por otro motivo.

-PKD, Valis-

Una vez más, Borges tenía razón. Si la teología es una de las ramas de la literatura fantástica, eso quiere decir también que la literatura fantástica es una de las modalidades posibles de la teología, aunque sea en mundos paralelos o alternativos. Esta idea sirve para explicar la literatura de todos los mistagogos del siglo XX, los divulgadores literarios del (falso) misterio del universo, como el propio Borges y sus maestros Kafka y Chesterton o el lector cómplice de Borges que fue Philip K. Dick. Tras leer la obra de este heresiarca se comprende mucho mejor que la literatura es el sistema de conocimiento más complejo de lo real que se ha inventado por la sencilla razón de que, en su representación de la realidad, incorpora las fantasías, las distorsiones y las versiones falsificadas. La literatura implica siempre, según Dick, la posibilidad de formular la penúltima verdad, o de enunciar, en palabras de Borges, la penúltima versión de la realidad.
Este magnífico libro de Carrère permite al lector comprender estas y otras verdades literarias en la medida en que, en la biografía del último profeta del siglo XX y primero del XXI, establece la vinculación definitiva entre las ideas que circulan por el cerebro del escritor y la influencia que tienen en la génesis de su obra. Cervantes también lo sabía y, por ello, es muy pertinente que Carrère evoque las lecturas dickianas del “Quijote” como una clave importante de su personalidad creativa. El escritor comparte con el protagonista cervantino una mente intoxicada de ficciones que es puesta en cuestión por una realidad resistente a las ilusiones y deseos subjetivos (la “idiotez cósmica”, como gustaba llamarla a Dick para marcar distancias respecto de cualquier supuesta verdad), pero compuesta igualmente de fantasías colectivas, ficciones masificadas y mitos comunitarios.
En Dick, como muestra Carrère, todo se da en dualidades. La hermana muerta, Jane, y el hermano vivo, Philip, que acaba creyendo que es él quien murió en lugar de su gemela. El doble Thomas que ocupa durante una temporada la mente de Dick dictándole una interpretación alegórica de los hechos históricos y las experiencias personales de su alter ego. Las chicas morenas, dulces y comprensivas, que soñaba con seducir, y las mujeres duras y castradoras, que eran su pesadilla matrimonial. O la del escritor realista, con pretensiones de prestigio literario, y el narrador pulp, mercenario de los gustos más degradados del género. Y la esquizofrenia definitiva, la de su ego fragmentado en dos identidades a las que Dick bautizó con los nombres de los personajes de su gran novela “Valis”: el fantasioso Amacaballo Fat, buscador impenitente de la verdad absoluta, católico californiano fuertemente atraído por los cultos y misterios rituales del gnosticismo, y el realista Philip Dick, escéptico e irónico, o desengañado, con las delirantes interpretaciones del otro avatar.
Como escritor posmoderno, Dick vivía atrapado en un bucle irresoluble que vale para escribir las novelas que escribió pero no para vivir de un modo satisfactorio. Dick, como el filósofo taoísta Zhuangzi, soñaba que era una mariposa aleteando en el vacío, pero cuando abría los ojos y contemplaba la realidad al desnudo pensaba que era la mariposa cuántica la que lo estaba soñando a él. Si a eso le añadimos altas dosis de fármacos y drogas, incluido un mal viaje lisérgico, innumerables líos sexuales y sentimentales con chicas de psique problemática y una actitud paranoica obsesiva, ya tenemos asegurados los efectos tóxicos del producto dickiano. Una visión aberrante del mundo donde los policías eran los agentes del mal, el FBI existía como el malvado Richard Nixon para disimular que el país era víctima inconsciente de una conspiración comunista que, en el fondo, era otra estrategia diseñada por el imperio capitalista para camuflarse mejor y crear un trampantojo que engañara a todo el mundo sobre quién era el amo verdadero del negocio y controlaba las riendas del poder político.
En suma, Dick se consideraba un profeta consumado, el último profeta de la era cristiana, y así lo revelan las tesis visionarias de su obra suprema, la “Exégesis”, que es el alucinante portal de acceso al caos ideológico del que surgieron incontables destellos de luz en forma de novelas y relatos.

martes, 18 de diciembre de 2018

CUENTO FILOSÓFICO


[Voltaire, Cándido, Blackie Books, ilustraciones: Quentin Blake, trad.: Carlos Pujol, 2018, págs. 211]

            Antes de nada, una pregunta pertinente. ¿Qué hay en una novela dieciochesca que la hace tan atractiva? ¿Qué espíritu la alienta que se preserva siglos después? No es una pregunta baladí. El siglo XVIII es un período literario admirable (incluso en la lejana China, donde brilla con luz prodigiosa el "Sueño en el aposento rojo" de Cao Xueqin). El romanticismo y el realismo echaron encima de la novela una pesadez insoportable que hemos tardado mucho en aligerar, sin eliminarla nunca del todo. De ahí la fascinación con la narrativa de una época donde el humor y la seriedad, la frivolidad y la gravedad, la picardía erótica y la lucidez moral, la diversión y la filosofía, compartían las páginas de una novela sin estorbarse. Pensemos en Fielding, Diderot, Swift, Sade, Sterne y Laclos. O lo que es lo mismo: en “Tom Jones”, “Santiago el fatalista”, “Los viajes de Gulliver”, “Historia de Julieta”, “Tristram Shandy” o “Las relaciones peligrosas”. Solo con estas obras maestras tendríamos suficiente para comprender las virtudes estéticas e intelectuales de aquel siglo luminoso por el que muchos escritores (Barth, Pynchon, Kundera, Cabrera Infante, Cunqueiro, entre otros) sintieron en pleno siglo XX una añoranza artística.
“Cándido” (1759) pertenece a este canon selecto de novelas irónicas, escépticas y antiidealistas que  engendra el “Quijote”. El viejo rabelesiano Voltaire escribió “Cándido” en tres días, agitado por una fiebre creativa álgida, y esa velocidad de vértigo que impuso a la escritura del artefacto, como señaló Italo Calvino, es una de sus cualidades más perdurables. Una trama narrativa que comienza en Westfalia y acaba en Estambul, pero que a lo largo de su acelerada historia viaja por territorios reales de Portugal, España, América del Sur, Francia, Inglaterra, Italia o Turquía, entre otros, y fantásticos como la utopía de Eldorado, se propone cartografiar un mapa cognitivo de su tiempo. Representar una imagen del mundo coetáneo empleando, como coordenadas, los horrores y absurdos, las injusticias, la violencia, las desgracias y sufrimientos, la maldad y la estupidez humanas, en suma. Es, por tanto, un mapa terrestre hecho con valores ilustrados.
En los años setenta, Calvino sostenía que la intención filosófica del relato era menos importante que el virtuosismo de su composición. Hoy, sin dejar de admirar la ingeniosa técnica con la que Voltaire logra encadenar a ritmo endiablado los múltiples episodios de la trama, los encuentros y desencuentros, situaciones equívocas, discusiones bizantinas y peripecias grotescas donde siempre se impone una versión disparatada o ridícula de la realidad, lo que nos seduce es el poder de totalización narrativa, su capacidad para sintetizar una visión global del mundo en una ficción tan sincopada como caprichosa. El motor explosivo de la acción novelesca es un debate entre filosofías antagónicas, el optimismo metafísico y el maniqueísmo gnóstico: o el mundo es el mejor de los mundos posibles, como sostenía Leibniz, o el mundo es así, maligno y destructivo, porque no puede ser de otro modo. Ambas visiones se personifican en sendos filósofos que tutelan el alma cándida del protagonista durante el cómico periplo: el Doctor Pangloss, optimista vocacional, y el sabio Martín, pesimista ontológico.
Como cervantino excelso, Voltaire permite que estas perspectivas adversas tengan voz en la polifonía de la novela y se enfrenten entre sí, o con creencias religiosas como el cristianismo y el islam, con objeto de evidenciar su inutilidad manifiesta. Cuando al final Cándido parece haber aprendido que la mejor actitud en el peor de los mundos posibles consiste en ocuparse de sus propios asuntos y despreocuparse del mundo (“hay que cultivar su jardín”), no debemos creer que esa es la moraleja cínica de la novela, su conclusión pragmática. Al contrario. El racionalista Voltaire se burla de la necesidad humana de juzgar la vida con categorías dogmáticas. Es tiempo de recuperar el espíritu risueño de Voltaire.

martes, 11 de diciembre de 2018

MUÑECA FATAL



[Gillian Flynn, El adulto, Reservoir Books, trad.: Óscar Palmer, 2018, págs. 75]

Un modo de entender el designio de este relato largo o novela corta comenzaría por el principio. Las primeras frases de la narración. Esas líneas que debieron sumir a George R. R. Martin, instigador de su escritura, en el estupor o la fascinación por el descaro de la autora. Me encargas que escriba una breve ficción para una antología de géneros cruzados, diría Gillian Flynn para justificar su crimen literario si alguien se hubiera molestado en preguntarle, así que no te hagas el inocente, ni creas que puedes salir impune del hecho, y mucho menos te extrañes del artefacto explosivo que pongo en tus manos. Esto se lo diría a Martin, antes y después de su primera lectura, y aún más al posible lector de este relato, tan ambiguo e inquietante, sobre la inocencia y la culpabilidad como grandes falacias sobre las que se sostiene el mundo humano.
            ¿Y qué dicen esas líneas tan escandalosas? A ver cómo suena esto al comienzo de una historia que ganó el prestigioso premio Edgar en la categoría de relato de misterio: “No dejé de hacer pajas porque no se me diera bien. Dejé de hacer pajas porque era la que mejor las hacía”. Ya está todo dicho sobre la deslenguada narradora. Una pícara nada inocente que desde la infancia ha sido educada por su madre tuerta y luego por la vida perra en los vicios de la supervivencia cotidiana, la dimensión más sórdida y degradante de la realidad. Un mundo ficcional donde todo el mundo tiene su nombre o su apodo menos la protagonista y narradora es una trampa para incautos, como el laberinto donde el minotauro acecha al visitante, en la que tantos lectores han caído reprochándole a Flynn el inconcluso desenlace y los enredos sin resolver de la trama.
La joven protagonista combina los trabajos manuales, dando gratificación con sus manipulaciones a tímidos solteros o a timoratos hombres casados, y las tareas de adivinación del futuro para mujeres con problemas. La ironía es que gracias a su doble condición de muñeca fatal y lectora de auras vitales conocerá al matrimonio Burke, marido adúltero y mujer celosa, y se verá envuelta en una esotérica historia en torno a la supuesta maldición de la mansión victoriana donde habitan y la presunta malignidad del hijastro. Entre la picaresca existencial, el misterio del pasado reprimido y la posesión maligna se mueve la narración, con malicioso sentido de la parodia de géneros, despistando a los lectores ingenuos que buscan una explicación inexistente.
Esa es toda la inteligencia maquiavélica de la escena final, donde la narradora contumaz y el niño maldito, tras fugarse juntos, se disponen a pasar la noche en habitaciones contiguas de un motel de carretera. Es un final abierto que frustra las expectativas convencionales y propulsa la hipótesis de una novela posible generada a partir de todo lo que se queda latente. Quizá a Flynn le diera miedo abrir esa puerta condenada en estos tiempos puritanos, donde la infancia, en vez de ser mirada con lucidez freudiana, es vista con infantilismo ciego, y la cierra, como su narradora, con todas las precauciones. Si está equivocada, el niño la matará o intentará matarla a lo largo de la noche. Si no, a la mañana siguiente serán una falsa madre y un falso hijo dispuestos a embaucar a todo el mundo con sus mentiras y engaños.
En 2016, Flynn publicó en el New York Times un interesante artículo sobre “Otra vuelta de tuerca” donde explica muchas cosas. En el fondo, Flynn reescribe la escalofriante novela de Henry James en clave aún más perversa y calculadora.

jueves, 6 de diciembre de 2018

DEMOCRACIA



[Publicado en medios de Vocento el martes 4 de diciembre]

La Constitución cumple cuarenta años mientras la democracia se desmorona como un castillo de naipes, sentencian los profetas de lo peor y los medrosos de siempre. La democracia ha sido hackeada por poderes innombrables. Era la idea revolucionaria de la serie Mr. Robot y sirve aún para poner a prueba las virtudes del sistema. Quien teme plantearse estas cuestiones no comprende el poder real de la democracia. La verdad democrática es interrogativa y polémica, no conformista. El pacto de la Transición valió para lo que valió. Sacarnos del franquismo y la cerrazón de la dictadura. Con los valores democráticos inyectados en vena, ya no necesitamos profilácticos. La democracia funciona mejor cuanto más cuestiona sus vicios e inercias. Cada vez que hay elecciones aceptamos sin rechistar que la maquinaria partidista movilice los medios necesarios, así sea esquilmando aún más la Seguridad Social o las arcas exangües de autonomías y ayuntamientos, para lograr el fin más rastrero. Mantenerse en el poder otro mandato más con objeto de mangonear presupuestos o contratos y poseer el control total sobre la gestión del Estado. Las trifulcas parlamentarias bordean el esperpento y ciertos diputados incurren en histrionismos groseros. Ese es el nivel, como dice Ferreras, el gurú de la Sexta. No pasa nada.
Es lógico que Torra difame la Constitución. No tiene otra estrategia ahora que los profesionales públicos se le han sublevado por tapar con la bandera independentista las miserias e imposturas de su gobierno de títeres. El farsante Torra ha quedado, cual caganer, con el culo al aire. Como Susana Díaz. Conozco a mucha gente que vota a Díaz por miedo a la derecha, a pesar de su mediocridad evidente. Y otra tanta que prefiere a sus contrincantes, pese a su medianía acreditada. Ambos grupos me reprochan mi neutralidad. No es tal sino desprecio por unos líderes patéticos. Me da igual quién gane. A nadie pueden preocuparle seriamente los perjuicios de la victoria de unos partidos andaluces sobre otros, salvo que sea un sectario, un pariente cercano o un amigo íntimo de alguno de los candidatos en liza. Es irónico que el mismo año en que Sánchez se plantea sacar a Franco de su tumba la extrema derecha reaparezca en el escenario político. Esa es la grandeza de la democracia. Durante las semanas de campaña te preguntas cuánto nos cuesta el ridículo espectáculo, te burlas del estilo de mítines y debates e ironizas sobre la estrechez mental de los discursos. El domingo te quedas en casa trabajando, en lugar de ir a votar, y los resultados electorales, ya por la noche, solo te provocan indiferencia. Y, sin embargo, estarías dispuesto a luchar porque este circo no acabe nunca, como dijo el filósofo, y la democracia, como el sol de la libertad, ilumine nuestras vidas otros cuarenta años más. Como poco, añado.

martes, 4 de diciembre de 2018

PALIMPSESTO CERVANTINO



[Henry Fielding, Apología de la vida de la señora Shamela Andrews, UMA editorial, trad.: Rafael Martínez Moreno, 2018, págs. 125]
           
            Celebremos, para empezar, que por fin se haya traducido una obra como “Shamela” (1741), que los buenos lectores de novela inglesa llevábamos décadas esperando. Por algún prejuicio inexplicable las editoriales encargadas de publicar este tipo de literatura clásica y a un autor de la importancia y significación de Fielding se resistían a traducir un texto que suscitaba polémica e incomodidad. ¿Por qué? Por su escandalosa historia, su ironía malévola, su visión sarcástica de las relaciones sexuales y el matrimonio y, sobre todo, por su condición literaria de parodia licenciosa y feroz de una novela canónica como la “Pamela” de Samuel Richardson.
Era lógico que un autor de enorme talento e ideas genuinas, antes de crear su propia obra, se sintiera impulsado a rivalizar con obras importantes de su época, como “Pamela”, que representaban una ideología farisea y más aún si estas obras, como es el caso de “Pamela”, representaban una idea estrecha de la vida y las relaciones entre sexos. Fielding no sabía, cuando emprendió la parodia, quién era el autor de la novela original. Esa ignorancia vuelve aún más significativo su gesto. Ese gesto creativo por el que un autor incipiente, al enfrentarse a un texto anterior con el que mantiene una relación crítica, experimenta por primera vez la fuerza de su estilo e imaginación novelesca. [En el caso de Fielding esta pulsión de superación del modelo original es tan evidente que ya la había intentado con la épica en su primera tentativa “Tom Thumb”, una sátira cómica del género épico.]
Para Fielding el factor irritante de “Pamela” radicaba en la mojigata actitud con que la criada homónima seducía a su próspero amo, el señor B., desarrollando una estrategia de resistencia casta tan ridícula como inverosímil. La celestinesca combinación de virtud moralizante y pícaro virtuosismo celebrada en la novela epistolar de Richardson fue la clave del éxito popular en su tiempo y es el primer aspecto que Fielding se propuso desmitificar junto con la hipocresía social de las instituciones religiosas y políticas.


La “Shamela” de Fielding es una joven prostituta de segunda generación que se introduce como criada en los escabrosos dominios del señor Booby, un amo rico y fogoso, sin abandonar sus deslices lúbricos con el clérigo Williams, que es su amante preferido hasta después de casada. Emulando el formato epistolar de la edificante “Pamela” de Richardson, “Shamela” evidencia en su inteligente construcción narrativa la impronta cervantina que Fielding desarrollaría plenamente en sus dos novelas mayores: “Joseph Andrews”, otra parodia de “Pamela” escrita con la convicción estética que la escritura de “Shamela” le había otorgado, y “Tom Jones”, una de las grandes novelas de la historia.  
La obra se presenta en cuatro partes entrelazadas: la maliciosa dedicatoria a la señorita Fanny, un ajuste de cuentas repleto de insinuaciones sobre un famoso político homosexual detestado por Fielding; las dos cartas elogiosas al editor, fomentando un juego metaficcional que ya Cervantes consumó en “El Quijote” y que los novelistas cervantinos del siglo dieciocho se apropiarían sin complejos; el intercambio epistolar entre dos clérigos, el padre Tickletext y el padre Oliver, que explica la génesis documental de la historia y le confiere al conjunto un sesgo irreverente aún más corrosivo; y las instructivas cartas entre Shamela y su madre. En una carta el padre Tickeletext recomienda a su colega la lectura provechosa de la “Pamela” de Richardson y el otro le replica que conoce la verdadera historia de la tal Pamela y que esta no es tan virtuosa como parece sino una viciosa aprovechada. Para probar su difamación, el padre Oliver remite a su amigo un juego de cartas de la Pamela real (rebautizada con su nombre auténtico, Shamela) en las que la joven cuenta a su madre, con pelos y señales, los lances de seducción y los episodios equívocos vividos con el señor Booby hasta que se casa con él, dispone sin control de su fortuna y mantiene como amante al clérigo Williams.
El mecanismo novelesco es eficaz y demoledor. El éxito artístico de la impostura es tal que ya no es necesario para apreciarlo conocer la obra parodiada. Fielding logró transformar la pulsión de superación del modelo en acto creativo y “Shamela” usurpa así el lugar literario de “Pamela” con la misma insolencia y descaro con que la pícara heroína ocupa el lecho conyugal de su impetuoso marido.
Con razón el gran teórico Gérard Genette consideraba en su magnífico libro "Palimpsestes" a la libertina y descocada “Shamela” como un brillante ejemplo de esa literatura hipertextual que no duda en canibalizar textos modélicos y producir palimpsestos de incitante complejidad narrativa. Ahora bien, la gracia y malicia cómicas de Fielding trascienden todas las teorías y convierten su literatura en paradigma supremo, con Sterne, de la moderna novela carnavalesca.

NOTA BENE: Shamela es una palabra maleta que incorpora, entre otras combinaciones, “sham” (impostor) y “shame” (vergüenza), así como un anagrama final de “male” (hombre); lo que da una idea de los múltiples equívocos y perversa malicia de la parodia de Fielding…