sábado, 26 de febrero de 2011

LA LEY DE LETHEM

El relevo generacional acontecido en las últimas dos décadas en el desbordante universo de la ficción norteamericana ha generado una renovación rigurosa e inventiva de sus modos, enfoques y motivos de la mano de novelistas tan ambiciosos y originales como David Foster Wallace, Mark Z. Danielewski, William Vollmann, A. M. Homes, Jonathan Franzen, Chuck Palhniuk, Bret Easton Ellis, Dave Eggers, George Saunders o Richard Powers. Entre todos estos innovadores de la narrativa norteamericana de última generación sobresale Jonathan Lethem (Brooklyn, 1964), un autor de culto dotado de un dialecto narrativo extraordinariamente singular y diferenciado, por su manejo de los recursos de género, su gusto por el pulp y su conocimiento de la cultura y la subcultura de masas. En 2003, Lethem culminó con La fortaleza de la soledad una trayectoria creativa ejemplar que lo había llevado de la novela negra (Gun, with Occasional Music) y la ciencia ficción paródicas (Amnesia Moon, Paisaje con muchacha o Cuando Alice se subió a la mesa) a asumir las referencias subculturales con gran acierto en composiciones más ambiciosas y complejas (con Huérfanos de Brooklyn, que ganó el National Book Award en 1999, como primer logro, y La fortaleza de la soledad, ya citada, como consumación de su estética peculiar). La obra posterior de Lethem se compone de un tercer volumen de relatos temática y formalmente vinculado a La fortaleza de la soledad (Men and cartoons, 2004; inédito en español); un libro de artículos y ensayos (The Disappointment Artist: Essays, 2005; también inédito en español) donde rinde homenaje crítico a sus pasiones vitales, culturales, cinematográficas y literarias (Philip K. Dick, Centauros del desierto, los cómics, La guerra de las galaxias, Brooklyn, sus padres, la música, John Cassavetes, etc.) y transmite información autobiográfica crucial (como las veintiuna veces que vio en su estreno La guerra de las galaxias para disipar el dolor por la enfermedad terminal de su madre); una novela anterior (Todavía no me quieres, 2008), una novela gráfica (Omega El Desconocido, Marvel, 2009), un inteligente ensayo sobre una maravillosa película (Están vivos, del gran John Carpenter[i]) clave de la ciencia ficción de la era Reagan (They Live, 2010) y una novela reciente, la octava de su carrera (Chronic City, 2009; Mondadori, 2011).


[i] Una anécdota personal: aún conservo las gafas negras que repartían como promoción de la película entre sus escasos espectadores durante su tardío y fallido estreno español en el verano de 1992, en plena Expo (Simulacro) Universal de Sevilla. Desde ese día, como sucede en la trama de la película, el uso de esas gafas fantásticas me ha permitido descubrir sin fallos todas las imposturas, simulacros y fraudes (en los otros y, por supuesto, en mí). Si no hubiera tenido que destruirlas por motivos inconfesables, las valiosas gafas de Están vivos compartirían lugar en mi colección de fetiches junto con las gafas tridimensionales de Carne para Frankenstein. Con sólo catorce años, en plena transición despendolada, un amigo y yo nos las arreglamos para engañar a los porteros del cine y colarnos para ver esta insólita película de horror y sexo en 3D sólo apta para mayores. Sentimos una excitación extraña en todo el cuerpo durante la proyección, conscientes de la pequeña, gran transgresión que cometíamos y del impacto perturbador de la película en nuestras fantasías adolescentes. No sabíamos nada de Warhol, mucho menos de Morrissey o Margheriti, pero sí nos atraía el reclamo carnal de Frankenstein y el encanto naíf del cine en relieve, como se lo llamaba entonces con ingenuidad tecnológica propia de un “viejo país ineficiente”. Las gafas eran muy rudimentarias: la montura de cartón blanco y las lentes de una membrana plástica roja una y azul la otra, o roja una y verde la otra (no recuerdo con exactitud, aunque no soy daltónico). Sí recuerdo, en cambio, que en un momento de la proyección, desconfiado que soy, me quité las gafas para comprobar que el efecto óptico no era un infundio publicitario y la gran pantalla me pareció, con lucidez anacrónica, un código de barras y manchas abstractas bastante psicodélico (e incluso pictórico) pero poco seductor (mi gusto innato por las figuras y todo lo figurado y figurativo). Lo que no se me olvida en todo este tiempo es el efecto especial más poderoso de la película: los pezones tridimensionales y el pubis angelical de la escueta Dalila di Lazzaro, la “novia” porno (fabricada a la medida de sus groseros deseos) de la criatura del Dr. Frankenstein. El “monstruo” torpe y patético con el que mi amigo y yo (sobre todo yo) nos identificábamos hasta la muerte, nunca mejor dicho, desde que lo descubrimos, una noche de hacía algunos años, viendo en televisión maravillados la vieja versión de la Universal...

3 comentarios:

Crowley dijo...

De los novelistas que citas, desconozco la obra de alguno de ellos, como de Jonathan Lethem (no así el cómic de Omega, que fue todo un descubrimiento), al que destacas por encima de los otros y al que pienso seguir la pista desde mañana mismo cuando vaya a la librería.
De los otros, Foster Wallace me dejó noqueado con su brutal "La broma infinita" y con "La niña del pelo raro", Ellis me gusta a "ratos", Saunders siempre, Palhaniuk imprescindible y de Vollman conozco Europa Central.
Esa revolución generacional, que siempre se da de cuando en cuando, era necesaria para salir de cierto asilamiento y anquilosamiento, bebiendo de todo cuanto hay alrededor y de las diversas formas de cultura y contracultura.
Esas gafas (las del film de Carpenter y las del Frankenstein de Warhol) eran un tesoro sin duda alguna y lo de ciertos estrenos en nuestro país, toda una aventura. Lo de la Expo fue una gran broma (yo era joven, pero era evidente su inconsistencia) y esas pequeñas transgresiones como las que comentas, son sin duda un gran aliciente para la vida.
Un saludo.

El Doctor dijo...

Magnífico,mi querido amigo,magníficos ensayos para un autor imprescindible.Es un gozo encontrarlo aquí.A usted no se le escapa ni una.

Por cierto,apunto estoy de terminar la lectura de La fiesta del asno y ansioso estoy por empezar Del Marqués de Sade a David Foster Wallace,que adquirí el otro día en uno de mis viajes a Madrid.

Respecto a Wallace escribí un artículo en el momento de su suicidio.Pude comprobar que su obra monumental La broma infinita,no la conocía casi nadie.

Por si le interesa:

http://fmaesteban.blogspot.com/search?q=La+broma+infinita

Siempre es un placer leerle,ya sea en su blog como en sus libros.
¿Pasará a alguna vez por Barcelona?
Un fuerte abrazo.

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Gracias a ti, Francisco, por tu aprecio por mis escrituras. He estado viajando estos días y demasiado ocupado para poder responderte. Iré enseguida a tu blog a leer ese texto sobre DFW. En mi nuevo libro hay un ensayo dedicado a él que seguro te interesará. Hace más de un año que no voy a BCN, pero no descarto volver antes del verano. Descuida que te avisaré con tiempo para que podamos encontrarnos. Tengo mucho interés en conocerte también en persona.

Un abrazo,
JF