lunes, 26 de enero de 2015

GADDIS NO ES GALDÓS

 [William Gaddis, Los reconocimientos, Sexto Piso, trad.: Juan Antonio Santos, 2014, págs. 1369]

Todo el que habla de la novela en la segunda mitad del siglo XX debería tener la honestidad intelectual y el buen gusto de comenzar mencionando esta novela total entre las novelas totales que marcaron ese período con una ambición, un rigor y una inventiva que hoy, en un panorama literario abrumado de medianías artísticas y mercantiles, abochornan y soliviantan. La novela total de la que hablo nace de las tripas verbales del “Ulises” de Joyce como este nació de las entrañas del “Fausto”, “Gargantúa y Pantagruel”, la “Divina Comedia”, el “Quijote” o “Tristram Shandy”. La novela total es esa novela que quiere meter, como fantaseaba Mallarmé, todo el mundo real en un solo libro, abrazar la totalidad del espacio y el tiempo en las dimensiones expandidas de un volumen de páginas inabarcables que compiten con los confines del mundo.
Con “Los reconocimientos” William Gaddis acierta a dar un renovado impulso creativo al género novelístico en la posguerra, comunicando de nuevo con las fuentes europeas de la modernidad y efectuando un salto cuántico para superar las influencias del “Fausto” de Goethe y el “Doctor Fausto” de Mann a fin de sintetizar a través del lenguaje una visión de la época tan hermética y delirante como lúcida y enciclopédica. Y, de paso, cimentar las bases estéticas de la gran novela posmoderna norteamericana (Pynchon, Coover, Gass, DeLillo, Wallace, Powers, etc.).
 En sus múltiples niveles narrativos, “Los reconocimientos” narra la devastadora historia de un artista malogrado (Wyatt Gwyon) que vende su alma hipersensible al Diablo neoyorquino (Recktall Brown) a cambio de alcanzar el consuelo metafísico de la verdad (o un atisbo filosófico de la verdad) en un mundo dominado, en todos los ámbitos de la vida, por los impostores y los estafadores, los falsarios, los tramposos y los falsificadores.
Los “reconocimientos” del título aluden al pacto teológico de Dios con sus frágiles criaturas. Un pacto que confiere a la realidad un orden sólido sancionado por la mirada complaciente del creador sobre el mundo creado y sus habitantes. La pintura clásica pretendía reflejar, según el idealismo de algunos intérpretes, esa armonía establecida desde el principio de los tiempos. Disuelto ese contrato fundacional, la falsificación reina en doble sentido: tan espuria es la tentativa del protagonista de preservar, mediante recursos pictóricos, el arte de los maestros antiguos en un mundo contemporáneo que ya no responde a ese impulso genuino como explotar la falsedad de ese mundo hasta límites insospechados en pos de la riqueza material y la celebridad mediática.
Esta magistral novela describe con pesimismo cómico una realidad secuestrada por los valores espurios, como dice William Gass en el estupendo prólogo, una realidad que si tuviera “dos puertas, en una habría un santón hipócrita y en la otra un charlatán disfrazado de estadista”. En este sentido, esta novela señala el fin del pensamiento clásico y la génesis de una literatura innovadora que trata de dar cuenta de un mundo fragmentario y caótico, un mundo enteramente gobernado por los designios equívocos de Mefistófeles y sus maquiavélicos agentes. En este mundo mefítico y deletéreo, hasta el ingenuo buscador de la verdad (da igual Gwyon que Gaddis) acaba naufragando en el más espantoso ridículo.
“Los reconocimientos” fue publicada en 1955 en medio del estupor absoluto de la crítica oficial. Mereció cincuenta y cinco reseñas, una casualidad cabalística, de las cuales solo dos fueron elogiosas y el resto, como dijo Jack Green, “chapuceras e incompetentes”. No sé si es una conjuración del azar, o producto de la afinidad sincrónica entre genios creadores, pero ese mismo año irrumpió en el panorama mundial otra novela tan seminal e influyente como la “Lolita” de Nabokov. 

2 comentarios:

El Doctor dijo...

Los reconocimientos sigue siendo mi novela favorita, amigo. En búsqueda de lo auténtico, esta inmensa novela explora todos los medios inagotables en que los productos culturales pueden ser falsificados o copiados. Se falsifican pinturas, se roban las ideas para una novela, se plagian las obras de teatro, se pagan las críticas de libros y alguien en un café de París lleva “números de campo de concentración falso tatuado en el brazo izquierdo”. El personaje principal, Wyatt Gwyon, es un pintor de cuya destreza se apropia un marchante y propietario de una galería de arte, carente de escrúpulos, para producir obras de un tal Van des Goes, un pintor inexistente. Wyatt, que se siente irreal, le dice a su esposa, Esther, que ser normal “es el único medio que tenemos para saber que somos reales”. Ella le pregunta con intención si las mujeres pueden permitirse ser normales. En esta novela, ninguna idea es convincente, ninguna discusión concluye y ningún narrador interviene en defensa de la verdad. Casi todos los personajes son estadounidenses, pero el contexto es el de la alta cultura europea. Las mismas escenas del principio se repiten al final, así que esta novela se parece a un serpiente que se muerde la cola. La palabra predomina, apoyándose en conversaciones confusas – con frecuencia en fiestas y en los cafés -, pero como evidencia física de la corrupción, los personajes tropiezan y caen continuamente. La incompetencia corporal se extiende a las construcciones del entorno, cuando un hotel se hunde y un organista hace que se le desplome encima toda una iglesia. Los reconocimientos tuvo una influencia insospechada, como ya he dicho: Thomas Pynchon, por ejemplo, es un Gaddis americanizado.

Bueno, a Galdós le tengo respeto, quizá para llevar la contraria a todo un siglo. "Garbancero" le decía Valle-Inclán. Creo que para conocer el final del siglo XIX español y lo que venía está Galdós, el solitario, el extrarradio de la literatura. Ahí tenemos, por ejemplo, El amigo manso; una estupenda novela.

Abrazos mil.

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Suscribo tus palabras sin discusión. Lo de Galdós es una broma, no lleva mala intención contra el novelista canario del Madrid finisecular, donde la vasta sordidez y la superflua modernidad competían por el dominio de la escena española...

Abrazos!!!