Compré Zeroville en Chicago (recién aparecida en librerías) a finales de diciembre de 2007 en el mismo Borders donde adquirí
también el doble CD de la banda sonora de una película (I´m not there, el excéntrico biopic de Bob Dylan realizado por Todd
Haynes) que acababa de ver en su estreno americano y me obsesionaba como pocas películas
vistas en aquella época. Comencé a leer la novela enseguida y la concluí dos días
después durante el vuelo de vuelta Chicago-Londres. No había vuelto a acercarme
a sus páginas hasta ahora, cuando ya no soy el mismo de entonces, y debo decir que su
relectura en español, consultando con frecuencia el original para corregir
ciertos detalles de traducción del texto o cotejar los títulos en inglés de
la ingente filmografía citada, ha sido, por muchas razones, no todas confesables, una gran experiencia de lectura renovada. Además de la admirable Arc D´X, esta es, sin ninguna duda, la otra obra
maestra de Steve Erickson y una de las exploraciones literarias más fascinantes
del Hollywood de la mente (enfermiza o calenturienta) y el submundo cinematográfico
angelino, antes y después de Mulholland Drive.
[Steve
Erickson, Zeroville, Pálido Fuego, trad.:
José Luis Amores, págs. 332]
Al principio era el sueño. Un sueño confuso,
cargado de oscuras premoniciones. Luego fue la sensación de vivir en varios
tiempos a la vez, de poder comunicar un tiempo con otro, de viajar con la mente
al más remoto pasado o al más desconcertante futuro. Al final fue el sueño de
la tecnología, una forma nueva de magia, un medio para crear una nueva
realidad, otro mundo, si no más real sí más convincente, menos contingente. La
ilusión de realidad más poderosa que la impresión de la realidad en la mente. Las
imágenes del cine, muestren lo que
muestren para atrapar la atención del espectador, siempre hablan de sí mismas. Sobre todo de sí mismas. De la fascinación omnímoda de los veinticuatro
fotogramas por segundo que engañaban al ojo antes de la era digital, o los
megapíxeles que suplantan a la imaginación más enfebrecida para fabricar mundos
inexistentes.
Esta extraordinaria novela de Erickson, gran
autor avant-pop escasamente traducido, trata de todo esto a través de la
historia de un excéntrico personaje, una suerte de quijote postmoderno que toma
los fotogramas fílmicos por artículo de fe, las imágenes de la pantalla como
motivo de creencia ciega, la tecnología cinematográfica como nueva religión
revelada, la sublime ilusión del montaje como signo de trascendencia. Su nombre
es Isaac Jerome aunque le gusta hacerse llamar Vikar. Este vicario del cine
lleva un rebis cinéfilo tatuado en el cráneo rasurado,
para disipar cualquier duda sobre su esquizofrénico estado mental, el abrazo andrógino
de Montgomery Clift y Elizabeth Taylor en Un
lugar en el sol: “las dos personas más hermosas de la historia del cine,
ella la versión femenina de él, y él la versión masculina de ella”.
Como un peregrino a tierra santa, Vikar llega a
Los Ángeles, meca cinéfila, en el fatídico agosto de 1969, cuando Sharon Tate
es vilmente asesinada por los Manson, en plena agonía del viejo Hollywood, y
emprende la fuga fuera de este mundo en junio de 1982, desde el célebre Hotel
Roosevelt donde vivieron y murieron figuras míticas del cine como Griffith,
después de haber visto en el Teatro Chino del vecino Hollywood Boulevard Blade Runner, el prodigio
cinematográfico que puso el contador de la humanidad a cero. Todo lo que los
seres humanos habían dado por supuesto desde la prehistoria era forzado a reiniciarse
tras la contemplación de la visionaria película de Ridley Scott: la memoria, la
historia, el futuro, las profecías, las creencias, los sueños, etc. Operación
de reseteo radical que la misma novela realiza en su estructura, organizada en
una doble serie de 226 segmentos que van a converger, adelante y atrás, en el laconismo
brutal del segmento 227, donde “todo ha sido puesto a cero” en la huérfana vida
de Vikar. La cuenta se invierte entonces, como un reloj de arena, para
anticipar el destino final del personaje.
Durante ese tiempo de perversa simetría, Vikar
tiene la oportunidad de conocer a los talentos más brillantes del Nuevo
Hollywood (Scorsese, De Palma, Schrader, De Niro) y estrechar una fraterna amistad
con un director atrabiliario llamado “Vikingo” (John Milius), enamorarse a
muerte de Soledad Palladin (joven actriz de destino trágico, supuesta hija de
Buñuel y musa vampírica de Jesús Franco, como su alter ego la malograda Soledad Miranda) y encontrar una hermana inesperada
en la hija solitaria de Soledad, Zazi, la niña punk con quien establece tal
conexión telepática que hasta logra transferirle sus extraños sueños sobre los
misterios fílmicos del alma.
La angustiosa búsqueda del significado trascendente
de los fotogramas, incluso pornográficos, sume al cerebro de Vikar en un delirio infernal
pero ilumina al lector: el cine, la más artificial de las artes, fue creado para
profanar los credos ancestrales, desmitificar la hegemonía divina y enfrentar
al inconsciente de la especie, como Freud previó, a la desnudez de sus
pulsiones edípicas o libidinales.
Al final de Zeroville,
la última proyección de la historia (parodia fílmica de una fantasía bíblica) revela
que todas las películas, filmadas o no filmadas, participan del eterno retorno
de los mitos, los fantasmas y las imágenes: “Todas las películas reflejan lo
que aún no ha sucedido, todas las películas anticipan lo que ya ha sucedido”.
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