martes, 26 de marzo de 2019

EL JUEGO INAGOTABLE



[Eduardo Lago, Walt Whitman ya no vive aquí, Sexto Piso, 2018, págs. 322]

            En el corazón del corazón de este instructivo libro de Lago habita una interrogación fundamental: ¿cuál es el futuro de la literatura? O mejor aún: ¿posee la ficción literaria alguna cualidad que garantice su posteridad? Lo que pasa es que Lago, como estratega ideológico, plantea sus dudas e incertidumbres a partir de la literatura que mejor conoce y a la que más tiempo, como escritor y lector, ha dedicado en su vida. La literatura norteamericana: esa que nace con el gigante Poe y que ahora, en los primeros bostezos del siglo XXI, agoniza entre la medianía mercantil y la rutina editorial.
            No es impertinente esta reflexión en la medida en que el futuro de la literatura narrativa y de la novela, en especial, están muy ligados, como el pasado y el presente, a los desarrollos e innovaciones de la literatura americana. Este informado libro de Lago, por tanto, no aparece ahora por casualidad, como suele decirse, sino en un contexto en que la devaluación del discurso en torno a la novela, el debate sobre sus cualidades y actualidad, se ve oscurecido por el sometimiento de este género fundamental a las leyes inflexibles del mercado del entretenimiento.Si durante mucho tiempo la novela fue un arte de doble naturaleza que podía conjugar sofisticación estética y lingüística y legibilidad cultural y social, más allá de sus problemas y dificultad, desde finales del siglo pasado y agravándose año tras año, la faceta artística ha ido cediendo poder en favor de la faceta de mercadotecnia sociológica. Por citar los dos polos americanos que Lago establece en su agudo análisis: el lado Jonathan Franzen imponiéndose progresivamente en detrimento del lado David Foster Wallace.
Es muy acertado, en este sentido, que en el centro del libro Lago sitúe el inventario de los síntomas posibles del deterioro de la relevancia cultural de la literatura: su impotencia cognitiva y expresiva para representar el presente, la falta de tiempo y atención requerida por el acto de la lectura, la hegemonía lúdica de teleseries y videojuegos, el dominio de internet, el menosprecio a las formas puras de la ficción y la imaginación y el aprecio masivo a las formas degradadas del comercialismo y los géneros convencionales. 
Todo este severo diagnóstico va unido al examen de la grandiosa historia del último siglo de la literatura norteamericana, donde al agotamiento modernista sucedió la plenitud ficcional posmoderna (Gaddis, Pynchon, Barth, DeLillo, Coover, Gass, e incluso un cierto Roth, el de La contravida) y a la extenuación de la experimentación posmoderna pretendió plantarle cara el realismo sucio o minimalista (Carver) hasta alcanzar una síntesis tan lograda de ambos modelos estéticos como La broma infinita (Wallace), que fundía en exitosa hibridación los mejores rasgos del posmodernismo y el realismo. 
Con el éxito de Las correcciones de Franzen, todavía una gran novela, se abrió la veda para que las maneras del periodismo invadieran el estilo literario e impusieran gradualmente un modo facilón de escribir novelas del que Franzen representaría el último eslabón con inteligencia y alta calidad literaria. Pero no conviene ser demasiado pesimistas y por eso Lago, en otro gesto estratégico, concluye su viaje por los territorios literarios de América con una inteligente entrevista a John Barth realizada hace casi treinta años. 
En conclusión: en contextos de crisis, solo los novelistas dotados de talento para leer los signos de su tiempo y acomodar la tradición narrativa a las exigencias de este, como ya hiciera Cervantes en su época, son capaces de encontrar las respuestas necesarias para ganar terreno y relanzar el juego inagotable de la literatura y la fiesta de la ficción.

jueves, 21 de marzo de 2019

ESCRITURA


 [Éric Chevillard, Zarza-Rosa, Shangrila, trad.: Mariel Manrique, 2018, págs. 105]


Éric Chevillard no es Robert Coover ni Angela Carter. Más bien, un cierto Donald Barthelme, con Samuel Beckett y Jacques Derrida mediando desde la trastienda como sacerdotes (pos)modernos de sus transgresiones y profanaciones, en la escritura y más allá de la escritura…


         Todo tuvo su infancia. Infancia significa, literalmente, falta de lenguaje. Y en la infancia fallan las palabras. Acaso por ello el papel de la literatura en la infancia es esencial. Y si hay algo que nunca falla en la literatura de Éric Chevillard son las palabras, el lenguaje, el estilo y la fabulación. En el trasfondo de este brillante ejercicio de estilo está un cuento infantil (“La bella durmiente”) de múltiples versiones: en unas se enfatiza el letargo sexual y el narcisismo femenino; en otras, la fragilidad infantil en un entorno amenazante. Historia de la rosa inmadura rodeada de espinos que la protegen del peligro.
            El psicoanalista Bettelheim sostenía que los cuentos de hadas ayudan al niño a encontrar sentido a la vida y eso mismo convertía a este género narrativo en “un espejo mágico que refleja aspectos de nuestro mundo interno y de las etapas necesarias para pasar de la inmadurez a la madurez total”. La niña de Chevillard vive con su padre (Escoria) y con el cómplice del padre (Bruce), con quienes comete frecuentes atracos y robos. La extrañeza de la vida de Rosa, a la que la familia apenas si protege, se traduce en un diario íntimo donde la niña anota todo lo que (se) le ocurre, acontece a su alrededor o conoce a partir de una posición asumida de inferioridad infantil. Este es uno de los grandes encantos del relato. Un estilo lacónico que hace suyos los rasgos verbales de la infancia para describir un mundo incógnito desde una perspectiva limitada.
De los cuentos de hadas, más allá del símbolo cifrado en el título aliterativo, Chevillard se sirve de la perspectiva inmadura y la perversa constitución de la realidad, la aventura existencial y los riesgos del encuentro con un mundo siniestro plagado de presencias inquietantes. La narración en primera persona se construye así, frase a frase, mediante un discurso reticente y alusivo, que expresa tanto como silencia, la dicción imaginaria de una niña que es tildada de “molino de palabras” y que, sin embargo, tiene la sensación de vivir en dos tiempos: antes de decir lo que dice, en la vivencia espontánea, y después de haberlo escrito en las páginas privadas de su cuaderno, custodiadas por un candado que lo preserva de la curiosidad adulta. Esta mirada es la del lector, destinatario último de los secretos preciosos del relato.


El discurso narrativo está compuesto de juegos de palabras y, sobre todo, de juegos del lenguaje, como los llamaría Wittgenstein, extraños deslizamientos lógicos entre las palabras que las nombran y las cosas que se resisten a ser nombradas. En esos juegos verbales, el lenguaje establece una relación tramposa consigo mismo y con la superficie de las palabras, poniendo en cuestión la estabilidad y exactitud del sentido de lo que se cuenta. Ese lenguaje engañoso logra definir a través de la voz inconfundible de la niña narradora una filosofía del lenguaje y de los seres lingüísticos que son los humanos, atravesados por la experiencia de la lengua viva y por la vida simbolizada en la metáfora de la sangre (“cuando uno escribe, es realmente como sangre que fluye”).
“Zarza-Rosa” es una bella historia contada de nuevo mediante la atribución a la niña protagonista del poder subversivo de la escritura, que, según Chevillard, extrae a los humanos de la prehistoria. La escritura, como acto y como discurso, es el ser de la criatura. Escritura es criatura, podría decirse jugando con las palabras al estilo derridiano de Chevillard. El poder de la escritura y el poder de la lectura (“vivir con la mano derecha, escribir con la izquierda”). La comunicación entre la niña escritora y la lectora adulta. Entre la infancia de la humanidad y la madurez total de la especie. Cuánto camino todavía…

miércoles, 6 de marzo de 2019

LIS TES RATURES


[Ben Marcus y Rubén Martín Giráldez, Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Franzen, y la vida tal y como la conocemos, Jekyll & Jill, págs. 151]


En memoria del gran Marcel
(no Duchamp, no Proust)
 2015-2019


            Este libro parte de la convicción de que la literatura vive de la polémica y la provocación. El texto principal es la diatriba de Ben Marcus contra Jonathan Franzen, publicada en la revista Harper´s en 2005, en respuesta a su ataque a William Gaddis como representante del elitismo literario y la dificultad estilística, publicado en el New Yorker en 2002.
Este choque dialéctico entre Marcus y Franzen es uno de los signos equívocos bajo los que la literatura del siglo XXI ha aprendido a desarrollarse. Sabiendo que no ocupa ya la primacía cultural que tuvo hasta muy entrado el siglo XX y que fue perdiendo a medida que la sociedad de consumo, con sus cómplices mediáticos, acaparaba los escaparates más visibles. De este modo, la literatura comenzó a moverse entre el mercado y el arte, entre minorías y mayorías, entre lectores inexistentes y lectores posibles, entre escritores fáciles y escritores difíciles, entre una literatura que siga estando a la altura de su historia de invención y renovación permanentes y una literatura que busca complacer los gustos menos exigentes de los lectores. El filisteo Franzen acierta en el diagnóstico del contexto, aunque se equivoque en el objeto de ataque (el gran Gaddis), mientras el ingenuo Marcus se limita a defender con brillantez la posición de la literatura experimental, la que apuesta por la novedad estética y la dicción compleja.


En una situación social, económica, política y cultural como la del mundo occidental desde hace treinta años, el lugar de la literatura ha ido desplazándose hacia el margen, como señala Franzen, a pesar de los avances educativos evidentes, y transformándose en un discurso progresivamente minoritario, al tiempo que la tabla rasa cultural hacía su trabajo en pro de la ignorancia y la analfabetización de los lectores. Frente a este panorama crítico, caben dos estrategias igualmente legítimas: o replegarse hacia el encierro y la soledad, como de algún modo propone Marcus adoptando a Beckett como santo patrón, a fin de preservar la esencia intransferible de la literatura, con los peligros consecuentes del autismo y la insignificancia; o entrar en diálogo con la promiscuidad y extrañeza del mundo contemporáneo y forzar la literatura a desbordar sus límites comunicativos para afrontar el desafío, como a su manera inimitable defendía David Foster Wallace. La única posición honesta en esta situación es la de sostener la impureza y el eclecticismo como medios para no caer en el puritanismo del arte a toda costa, con el riesgo de la esterilidad, y la claudicación de la comercialidad a ultranza, con la secuela de fomentar la banalidad sociológica y la necedad de los clichés.


            Pero el gran acierto de este libro consiste en haber incorporado al debate, como interferencia local, un texto de Rubén Martín Giráldez, uno de nuestros jóvenes escritores más creativos y deslenguados, para darle unas cuantas vueltas de tuerca a los argumentos de Marcus, demostrar la viveza retórica de la lengua literaria actual cuando la maneja un ingenio quevediano, bien formado e informado, dotado de un sentido del humor incomparable, ironía barroca y una retranca a prueba de depresiones neoyorquinas y pesimismo anglosajón. La escritura de Martín Giráldez, aquí y en otras partes, demuestra que la literatura es un discurso singular y cuando habla de sí misma está hablando, en realidad, de la vida del lenguaje, algo esencial para los seres humanos. Del lenguaje y la vida, en suma, y sus complejas relaciones, en mutación perpetua, de esto habla siempre la literatura. Hablar por hablar, la única forma de ser en el mundo que tiene todo el sentido, como sabían los románticos Novalis y Kleist.