miércoles, 29 de mayo de 2019

KUBRICK REVOLUTION



STANLEY KUBRICK murió hace 20 años, en marzo de 1999, y su última obra maestra (Eyes Wide Shut) llegó a los cines de todo el mundo en el verano de ese mismo año, en las postrimerías de un siglo que su autor iluminó como pocos antes de eclipsarse para no ver las radiaciones del nuevo siglo. Estaba en Nueva York cuando se estrenó la película y me negué a verla por no padecer la ridícula censura que convertía la magnífica escena de la orgía en la mansión masónica en una obscenidad moral aún mayor, otra demostración del absurdo puritanismo americano, del que Kubrick huyó refugiándose durante décadas en Londres.

Stanley Kubrick es el director más importante de la historia del cine. El más ambicioso y original de los cineastas. Es imposible superarlo. Imagino que habrá directores con mayor talento visual, o mayores dotes para dirigir actores y actrices, o poner en escena con más brío situaciones y acciones o, simplemente, para montar imágenes. Ningún otro director, sin embargo, ha hecho por el arte del cine lo que hizo Kubrick. Ganarle el prestigio artístico del público al tiempo que abordaba los motivos más polémicos o avanzados de cada época donde desarrolló su inagotable filmografía. Metamorfosear los géneros en que decidió inscribir cada una de sus películas en un formato creativo a partir del cual expandir el lenguaje cinematográfico y tratar las cuestiones primordiales de la existencia humana, desde la violencia social y la existencia metafísica de una mente superior al destino de la tecnología, el sexo, la muerte y la inteligencia en el universo. De las películas de romanos hizo reflexiones sobre la historia, la civilización, la barbarie, la esclavitud, la decadencia, la cultura y la libertad humana: de historias de atracos o delincuentes, grandes visiones morales: la primera guerra mundial, la guerra fría y la guerra de Vietnam le dieron pretexto para sacudir las estructuras mentales del ejército y los poderes, así como la ciencia ficción y el terror para mostrar en una pantalla visiones extraordinarias más allá de lo humano. Su hermética obra póstuma, tan incomprendida por los espectadores y cierta crítica obtusa, puso un espejo alambicado frente al final del siglo XX para que los ojos de los supervivientes abordaran el nuevo siglo con una conciencia aguda que aún no termina de expresar sus puntos de vista más críticos.

Mi nueva novela Revolución contiene un velado homenaje a Kubrick, mi artista predilecto del siglo XX. Por una de esas desviaciones fatales que nos llevan donde debemos ir y no donde querríamos estar, en la comodidad del cálculo racional, un largo ensayo que planeaba para poner en limpio mi obsesiva visión del cine de Kubrick acabó infiltrándose en la escritura de la novela, como una señal extraterrestre, y mezclándose con su trama narrativa. Para un lector atento, de hecho, la trama novelesca de Revolución se parece en exceso a una síntesis realizada en la matriz de un computador superinteligente de las tres películas nucleares de su filmografía: 2001El resplandor y Eyes Wide Shut. (Y, de paso, de todas las interpretaciones y exégesis, más o menos atinadas, que sobre ellas se han vertido desde sus respectivos estrenos.)

O lo que viene a ser lo mismo: el entorno doméstico de una familia convencional, con su pareja heterosexual y sus tres hijos anómalos, dos gemelos, uno de cada sexo, y uno adoptado y superdotado, viviendo una experiencia que pone a prueba sus categorías, sometiendo su vida a un test de stress (afectivo, sexual y emocional). El viaje alucinante de la ficción los conduce a los límites de lo humano, allí donde habitan las máquinas, los monstruos y los fantasmas: los monstruos y los fantasmas producidos por la mente y las relaciones humanas, y los generados por la tecnología de las máquinas, los simulacros, las pantallas, etc.

La literatura es como la telepatía (me dice Laura Fernández que esto ya lo había dicho Stephen King: no importa, es bueno repetirlo). Comunica al lector con el escritor en el silencio de la vida interior. Más allá del ensordecedor ruido del mundo.

Como el astronauta metafísico al final de 2001.

Revolución es un acto de escritura y una experiencia de lectura.

Sin el cine de Kubrick nada de esto podría ser pensado ni imaginado.

Sin la revolución Kubrick no existiría Revolución. 

martes, 21 de mayo de 2019

REVOLUCIÓN


[Publicado hoy en medios de Vocento]

Nadie sabe si este siglo acabará siendo tan revolucionario como promete. Esta promesa ya no pasa ni por la utopía ni por la distopía, sea esto lo que sea, ni por imponer a la realidad los discursos más radicales. La revolución ya no es lo que era, como tantas otras cosas. Ahora la revolución cambia la vida y la mentalidad de la gente, como la publicidad, sin alterar el orden social ni la economía. Bastante hacemos con sobrevivir a diario al fracaso de nuestras ilusiones y, aún peor, a su realización como para que vengan a contarnos películas sobre cómo debemos vivir, qué valores es correcto sostener y qué políticas apoyar para ser considerado guay. La derecha nos acusa de pringados y protestones solo por pensar que para cumplir los deseos de los ricos hay que ser rico. La mayoría vive la misma vida y consume los mismos productos y tiene los mismos sueños, sin saber si podrá financiarlos. Pero ocupar un lugar precario en la sufrida clase media también te condena al regaño de la izquierda. Nunca eres bastante solidario ni concienciado ni comprometido. La izquierda te imputa los desmanes constantes que se cometen contra el medio ambiente, las minorías sexuales y los pueblos del tercer mundo. Y la derecha te tacha de desagradecido si expresas decepción, te sientes frustrado en tus expectativas o te atreves a quejarte del excesivo trabajo y el escaso salario, las malditas horas extra y los contratos basura. O culpable o fracasado. Es el destino bipolar del ciudadano en este mundo complejo.
Y no tienes a nadie que te defienda, no vale engañarse. Esos que quieren captar tu voto vendiéndote resentimiento o rencor son los peores. Quieren absorber tu negatividad para volverla contra el mundo. Y tú no eres así, ni lo serás nunca. Para ti no representan ninguna amenaza los homosexuales, los transexuales, los inmigrantes, los animales, las políticas sociales, la gente diferente. Nada de esto te provoca pesadillas. Escuchas la palabra revolución en muchas bocas y sonríes. Te anuncian incontables revoluciones por minuto en todas partes y no te asustas. Hoy no eres nadie, ni puedes aspirar a nada, si no revolucionas tu negocio, ya sea la cirugía estética, las aplicaciones de móvil o la depilación íntima, la campaña electoral, el fútbol o la juguetería sexual, la gastronomía regional o la automoción inteligente. Vives en un contexto revolucionario de la mañana a la noche y también tu cuerpo, ay, se revoluciona a menudo. Son tiempos de revolución permanente y revolcón inminente. Y esto incluye una lección para Podemos. La estrategia idónea para escapar del discurso capitalista no es parecer un santo. Un machito santurrón o una fémina santísima. El remedio contra la impotencia política es la risa. En un mundo como este, sí, la ironía y la risa son revolucionarias.

martes, 14 de mayo de 2019

REVOLUCIÓN



Así habla la contraportada de Revolución, la contrarrevolución:

33 capítulos. 33 días narrados en primera persona por Gabriel Espinosa. 33 etapas de un descenso –o acaso ascenso– a la locura o a la lucidez total, en un recorrido que va de «El aburrimiento. El deseo insatisfecho» a «El futuro. El tiempo de la libertad absoluta. El tiempo de la revolución».
Espinosa, investigador de una universidad, realiza peculiares experimentos, para los que capta por la calle a mujeres a las que les pide que le cuenten sus fantasías eróticas. Está casado con Ariana, de la que sospecha –con razón, según todos los indicios– que le engaña. Y tiene tres hijos, dos biológicos, los gemelos Sofía y Pablo, y un tercero, Aníbal, adoptado y superdotado. Este último muestra una inusitada afición a observar por internet a un transexual californiano y a seguir la agonía de un erizo a través de los vídeos que cuelgan sus desalmados torturadores.
Conforme avanzan los días, lo cotidiano se va tornando alucinatorio y esquizofrénico: Aníbal desaparece, acaso secuestrado por una secta pedófila obsesionada por los niños superdotados, y van haciendo su aparición un variopinto repertorio de personajes estrambóticos como Freddy el fauno, el doctor Drax, un ente –¿divino?– llamado Madre o Abraxas, mientras se producen sacrificios humanos y reencarnaciones en forma de… erizo.
Revolución es una novela insurrecta, transgresora, provocadora, golfa, lisérgica, esotérica, mística, pornográfica, trastornada, perturbadora y sobre todo arrolladora. Un engranaje narrativo que fluye con un ritmo frenético y extático, y funciona con la precisa lógica del delirio. Una aventura literaria deslumbrante que atrapa al lector en las seductoras y perversas redes de la ficción.

«Juan Francisco Ferré resquebraja las corrientes de la narrativa española contemporánea» (Xavi Ayén, La Vanguardia).

lunes, 13 de mayo de 2019

CERO NO SER



[Hélène Cixous, El Vecino de cero, Shangrila, trad.: Mariel Manrique, 2018, págs. 82]

La escritura de Hélène Cixous es intraducible. Ya lo dijo Jacques Derrida y se mantiene sea cual sea la lengua a la que se intente trasladar la singular relación pasional de la escritura de Cixous y el cuerpo a cuerpo con la lengua francesa y el fetichismo de sus unidades gramaticales. Cixous le hace el amor al francés y este le devuelve ese gesto erótico en altas dosis de belleza e inteligencia. No por azar, Cixous prologó con entusiasmo una creativa versión francesa del dúo de textos más extravagante de la literatura inglesa: “Alicia a través del espejo” y “La caza del Snark” de Lewis Carroll.
El “cero” del título alude al gran Samuel Beckett, el escritor irlandés que se parecía a una escultura andante de Giacometti. Cixous, que se doctoró escribiendo sobre Joyce, escribe en este hermoso libro sobre el único escritor que realizó una gesta imposible: ir más allá de Joyce. Trascendiendo su lengua babélica, Beckett es el escritor que esculpió en el silencio y la oscuridad una lengua literaria resplandeciente y nueva. Obligó a la literatura a regresar al agujero, la madriguera, el vientre materno. La extraña literatura de Beckett es la del ser que no ha nacido, la criatura que se resiste o niega a nacer y, por tanto, no nace al lenguaje. Y si usa este lo hace por espasmos y balbuceos, de manera abortada o fallida, como si tuviera que expresarse al mismo tiempo que aprende con dificultad las reglas de la lengua con que aspira a hacerlo. Con Beckett, como dice Cixous, la representación teatral pasa del escenario a la cabeza, al interior del cráneo, y la escena se transforma en un residuo de esa representación mental donde el yo del autor-demiurgo se niega a sí mismo, se impone la inexistencia, como en “No yo”, la obra beckettiana más amada por Cixous. Ese no-teatro es un teatro de la negación: teatro negativo y negativo del teatro.
Cixous se instala en la vecindad de la voz de Beckett, arrima su voz a la del maestro, busca su complicidad, hace suyas mediante la cita o la reescritura las sutilezas del tono y la multiplicidad de sus voces y ecos, y de ahí extrae toda la fuerza que le permite adentrarse en un discurso tan difícil como evasivo. La escritura sinuosa de Cixous halla en la homofonía francesa uno de sus recursos brillantes para enunciar un pensamiento que se registre en una dicción irrepetible. Esta traducción señala a menudo la originalidad de las expresiones con que Cixous acierta a declinar su relación con Beckett. Esa relación se funda en una doble intimidad: la intimidad intelectual con la obra del autor y la intimidad con las palabras con que esa obra logra existir a pesar de todo y las palabras con que se expresa esa intimidad de lectora y comentarista.
Gracias al estilo y el pensamiento, este libro se vuelve inclasificable. Ni un ensayo al uso, ni un comentario académico, ni una ficción biográfica ni tampoco una evocación convencional. Como dice Cixous sobre su escritura con un juego verbal ingenioso: yo digo hacer (“je dis faire”) y yo difiero (“je diffère”). O lo que es lo mismo: yo hago de mi escritura un hacer que se dice y se hace en el decir, un acto performativo cuyo fin último es alcanzar al lector, y yo difiero ese acto al infinito, lo suspendo en su diferir, lo hago diferente de otros y, de ese modo, lo digo y lo hago como nadie en ninguna otra lengua del mundo.

martes, 7 de mayo de 2019

ATEÍSMO(S)



[John Gray, Siete tipos de ateísmo, Sexto Piso, trad.: Albino Santos Mosquera, 2019, págs. 228]

Dios ha muerto, sentenció Nietzsche, y resucitó poco después bajo múltiples apariencias. Dios eliminó antes a sus rivales politeístas al proclamarse el único dios verdadero. Los dioses paganos se murieron literalmente de risa, como dijo Klossowski, el discípulo más sadiano de Nietzsche. Es por eso que no se me ocurre un libro de lectura más pertinente en estas fechas especiales del calendario que este iluminador ensayo de Gray sobre la cuestión esencial de la divinidad. En Semana Santa, precisamente, se pone a prueba lo que define el marchamo mediterráneo de la creencia católica. La fascinación pasional y el culto fervoroso a las imágenes del culto no encuentran su fundamento en la existencia necesaria de un ser superior, una divinidad única.
Como anunciara Nietzsche, el ateísmo solo puede analizarse una vez que la sentencia de muerte contra Dios ha sido ejecutada con todas las consecuencias, no todas beneficiosas. Gray, un lúcido analista del presente, con su lote de falacias e infundios, es también un gran conocedor de la historia y la cultura humanas. En ensayos anteriores, donde abordaba cuestiones trascendentales como el progreso, la libertad, la mortalidad, la animalidad, la conciencia, la utopía o el humanismo, ya había establecido una posición intelectual igualmente incómoda para conservadores y progresistas. La conciencia convierte al humano, como creía el novelista Conrad, en un animal fallido, incapaz de disfrutar de la plenitud vital que nace del hecho de identificarse con lo que uno es desde el principio, sin mediaciones tecnológicas, simbólicas ni lingüísticas.
El problema del ateísmo se plantea, pues, como conclusión a estas especulaciones y clausura posible de un sistema de pensamiento escéptico, que no pretende basar su ideario ni en la creencia absoluta en Dios ni en su negación radical, partiendo de la tesis de que “ateo es alguien para quien la idea de una mente divina creadora del mundo no tiene utilidad ni sentido alguno”. Para delimitar el marco de las complejas relaciones de la mente humana con la divinidad, Gray escoge siete especies ateas de filósofos y escritores. De todas estas visiones de Dios, Gray considera inaceptables, por diversas razones, las cinco presentadas en primer lugar y retiene, con diferentes matices, ciertos argumentos de las otras dos.
Las peores especies de ateísmo son, según Gray, las que han sustituido a Dios por el endiosamiento de la humanidad y la fe ciega en el progreso. El humanismo laico y las ideologías totalitarias (nazi-fascismo, comunismo) que han causado tanto dolor y destrucción como el cristianismo al imponer su credo mediante el poder y la violencia. Otra especie de ateísmo es la visión gnóstica de Sade, que concibe a Dios como un demiurgo maligno. O la que pretende suplantar la mitología religiosa por la pura ciencia.
Lo irónico de Gray, en su análisis crítico de Nietzsche, a quien caracteriza como un feroz exaltado contra el platonismo religioso, es que le atribuye el mérito de haber diagnosticado (en un parágrafo de La Gaya Ciencia) el declive de la fe en el dios cristiano y el triunfo del ateísmo científico causados por la moral judeocristiana y su relación ascética con la verdad. A los incisivos postulados de Nietzsche, Gray prefiere, de modo harto discutible, el panteísmo ético de Spinoza, el existencialismo místico de Shestov, la serenidad descreída de Santayana o la distancia contemplativa del genesíaco Schopenhauer, defensor de una divinidad inmanente a los fenómenos del mundo.
Gray concluye su brillante ensayo advirtiendo sobre los peligros del tiempo contemporáneo donde la técnica progresa sin fin, como el capitalismo y las fantasías poshumanas, mientras las religiones resurgen bajo sus disfraces más terribles, como negación de la vida en pro de divinidades sedientas de sangre.

viernes, 3 de mayo de 2019

PORNOGRAFÍA


 [Saskia Vogel, Soy una pornógrafa, Alpha Decay, trad.: Núria Molines, 2019, págs. 206]

I’ve always preferred the company of people who navigate by the stars of their desires, unafraid to identify and pursue what they want, willing to question what they’ve inherited and are offered. Borrowing from Camille Paglia, let’s call these people pornographers; to be alive to the sexual energy all around us is a kind of pornographic vision. Seeing the world through this lens makes clear just how fraught our society’s relationship to sex is. The pornographic lens—and with it pornography—chronicles a society’s sexual dreams and anxieties. Our relationship to pornographic material today speaks to how little we value lust as a force for creativity, knowledge and insight. They say we get the porn we deserve.


En esta provocativa novela se invierte, por una vez, la relación de primacía entre texto original y texto traducido y se revelan las dificultades culturales en un sentido opuesto al habitual. El título inicial de la novela figura al frente de la portada de la traducción española, invitando al lector a adentrarse con morbo en sus páginas como entre sábanas húmedas en pos de experiencias sexuales alternativas y un sentido de la vida nada convencional. Por el contrario, el título con que se conoce la novela de Vogel en Estados Unidos es “Permiso”, como si la pudibundez puritana que achacamos a la cultura americana impusiera la imposibilidad para una debutante de ser tomada en serio si se atreve a rotular su libro con un concepto tan escandaloso.
No es una cuestión accesoria. Una escritora audaz ve frenado su refrescante impulso en su lengua nativa mientras encuentra en el disfraz español la descarnada verdad de su discurso. La desnudez de una prosa sugerente que describe el sexo como un vestido de moda o una segunda piel que una mujer puede ponerse o quitarse a voluntad, en presencia de lectores y lectoras que entenderán su gesto libertino como un espectáculo escenificado para la inteligencia de la realidad más oscura y escabrosa. El laberinto libidinal de deseos y placeres de un personaje anfibio que, como canta Britney Spears, ídolo pop de Echo, la protagonista y narradora, no es niña y tampoco mujer.
La narración es vista en su totalidad, desde la muerte iniciática del padre, desaparecido en el océano tras caer por un acantilado, hasta la unión final de la actriz angelina Echo con su amante Orly en la playa rebosante de vida orgiástica, con una lente pornográfica: una lente que elimina el maquillaje moral para exhibir la vitalidad y brutalidad del arcaico vigor de la naturaleza, como la llama Camille Paglia. Una fuerza animal asociada a las máscaras eróticas de lo divino femenino, del que la fascinante dominatriz Orly es una potente encarnación, dueña absoluta de sus deseos, maestra sexual y corporal, y manipuladora de los afectos y goces de los otros. Paglia es, precisamente, la influencia intelectual más notoria de Vogel, lo que garantiza una visión del sexo femenino tan exuberante como exenta de culpa o resentimiento. Una afirmación solar del poderío otorgado al sexo de las mujeres que estas pueden explotar contra la cultura patriarcal, con seducción y coquetería, para sobrevivir a su voluntad de dominarlas y someterlas a sus valores familiares y domésticos. 
El pensamiento pagano de Paglia insemina toda la novela, desde el epígrafe que inspira su título, extraído de un texto incluido en “Vamps & Tramps” donde Paglia denuncia el regreso del puritanismo disfrazado de corrección política, hasta la filosofía que impregna el viaje existencial de Echo hacia la madurez y el amor. Un trance repleto de transfiguraciones y metamorfosis carnales, como la vibrante escena del primer encuentro íntimo de Echo con la hechicera sexual Orly, digna de David Lynch. Los presupuestos fundamentales de tal filosofía los resume Paglia en estas contundentes palabras: “La pornografía muestra la oscura verdad sobre la naturaleza, disimulada por los artificios de la civilización. La pornografía trata de la lujuria, nuestra realidad animal que nunca será completamente domada por el amor…La pornografía nos permite explorar nuestro yo más profundo y prohibido…La pornografía permite que el cuerpo viva en gloria pagana, la lujuriosa y desordenada plenitud de la carne”
Así Orly, así Echo: las dos caras visibles de su pornógrafa autora.
Para encontrar una literatura sobre el Eros femenino de esta valía ética y estética tendríamos que remontarnos, entre otras, a la subversiva y precursora “Mesalina” de Alfred Jarry, las fábulas amorales de Elfriede Jelinek o las explosivas autoficciones punk de Kathy Acker y, en las últimas décadas, la autobiografía lúbrica de Catherine Millet, las novelas líquidas y viscosas de Charlotte Roche y los relatos irreverentes y crueles de A. M. Homes y April Ayers Lawson. Demostrando, una vez más, por si hiciera falta, que el mejor arte, como dice Paglia, es siempre pornografía. Pornografía sensacional.