lunes, 28 de mayo de 2012

NEFASTO NANNI MORETTI


Como estaba previsto, Nanni Moretti se ha comportado presidiendo el jurado de Cannes como un pontífice caprichoso y narcisista, imponiendo durante la depresiva ceremonia de clausura un reino de mediocridad ética y estética en una selección oficial que ya dejaba bastante que desear. Como no podía ser de otro modo, ese reino de infecciosa insignificancia es consonante con los valores más mediocres, signos de una grave bancarrota ideológica, que proliferan hoy en el mundo cultural europeo: el gregarismo, la tibieza, el conformismo, el consenso de baja definición, la corrección política, la condescendencia y la demagogia, el humanitarismo, la cursilería, el academicismo y, el peor de todos porque es el efecto colateral del dominio de todos estos, el tedio, sí, el tedio o el aburrimiento. Un cine de y para asistentes sociales, que es en lo que acabaremos convertidos todos los ciudadanos de las sociedades occidentales si alguna catástrofe (un desastre real que nos convierta por una vez en verdaderas víctimas y no en lacrimógenos testigos del mal ajeno) no lo remedia pronto. Moretti, cineasta que respeto hasta cierto punto pero cinéfilo que detesto sin concesiones, se ha sumado con su actitud prepotente al coro transnacional de idiotas que han denigrado la película de David Cronenberg Cosmópolis basada en la espléndida novela de DeLillo (la estimulante rueda de prensa, donde Cronenberg y DeLillo se sientan codo con codo a defender la propuesta de la película, puede verse aquí). Cosmópolis es una de las pocas películas de toda la selección que, en la situación crítica presente, se atrevía a enfrentarse cara a cara con el mal contemporáneo: el capitalismo dominante y sus secuelas nefastas y secuaces abyectos en todos los niveles. Ponerle pegas morales o estéticas a su discurso, como habrá hecho en privado el bueno de Nanni para enmascarar de nobleza y buenas intenciones su falso gesto de repulsa humanista, en pro de artefactos biempensantes y académicos como los de Haneke, Mungiu, Garrone y (¡horror!) Loach, me parece no solo un gesto de una inoportunidad vergonzosa sino de una ramplonería de miras indigna de un festival de esta categoría. Solo obras artísticas de esta clase polémica y provocativa pueden decir la verdad, sí, la verdad, aunque sea sesgada, o parcial, o plagada de errores y de confusión, de excesos y defectos. No importa, no es el momento de volverse puntillosos, no están los tiempos para perderlos poniendo objeciones a los que se arriesgan y se atreven sin miedo donde otros, por conformismo o cobardía, van sobre seguro y solo saben pulsar los nervios consensuados de antemano. La verdad es oscura y perturbadora y no el radiante anuncio publicitario de una ONG financiada por la generosidad del estado o algún multimillonario filántropo. La verdad hiere nuestras más profundas convicciones y creencias y no estos productos anestésicos de un humanismo subvencionado, huero y estéril como el promovido por el beato Moretti y su troupe de turiferarios (patéticos Gautier, McGregor, Arnold, Kruger y demás cómplices del yerro fenomenal). Los siniestros potentados que han sumido al mundo en la actual depresión se ríen a carcajadas de cromos melifluos y emotivos como los recompensados por su santidad Moretti, con los que se nutre de buenos sentimientos y mala conciencia a la desorientada ciudadanía para entontecerla y someterla aún más…
Así que, para desagraviar en lo posible a DeLillo y, de paso, a Cronenberg, recupero lo que escribí en Quimera sobre la novela del primero en el momento de su aparición y que bien puede servir de presentación, a pesar de los cambios esenciales introducidos por el cineasta, de la única película que en este momento me excita ver (por fortuna, en menos de tres semanas podré satisfacer ese deseo en París, donde ya se ha estrenado).
           
UNA VIDA DEMASIADO CONTEMPORÁNEA

Desde las páginas de Millenium People, la nueva novela de James Ballard, nos asalta este comentario provocativo: “El ataque al World Trade Center en 2001 fue un valeroso intento de liberar a América del siglo XX”. Un designio análogo se ha propuesto Don DeLillo en Cosmópolis (Seix-Barral, trad.: Miguel Martínez-Lage, 2003), partiendo de la convicción de que vivimos hoy en las ruinas del futuro y “la narrativa del mundo se halla en manos de terroristas”. Y precisamente a la extracción de las consecuencias literarias derivadas de esta afirmación programática ha consagrado el acto terrorista de escribir una novela que consuma la filosofía narrativa subyacente a sus otras obras: “la destrucción forzosa” como principio vital que comparten, acaso sin saberlo, la experimentación capitalista, el terrorismo y, por qué no, la creación artística menos complaciente. De ahí también, quizá, la estupefacción, la repulsa y hasta el menosprecio que ha suscitado en ciertos críticos, reacios a percibir la vuelta de tuerca circense a que DeLillo ha sometido sus materiales habituales. En todo caso, lo que nadie podrá negar es que esta desafiante novela confirma de nuevo, aunque la academia sueca siga ignorándolo por razones espurias, la maestría suprema del novelista italo-americano al hacer legible la cacofonía primordial del caos contemporáneo (“su irrenunciable compromiso con los desafíos culturales y tecnológicos de nuestros días”, según Germán Sierra).
El gran aparato narrativo de DeLillo se soporta esta vez sobre tres pivotes centrales: el diseño irónico y alegórico de los personajes y la trama, el tratamiento cuántico del tiempo y el espacio, y la integración determinante de la tecnología en los dispositivos de la narración. Es sabido que DeLillo ha perfilado con los años una pragmática singular del personaje narrativo, una estética warholiana de la identidad como gran superficie desafectada y lisa, ligada a la lógica cultural del capitalismo tardío, esto es: los flujos del capital financiero globalizado y la información, la digitalización de lo real, la fugacidad de las modas y el consumo, el espectáculo masificado y las ficciones corporativas de la publicidad.
El protagonista absoluto de este accidentado viaje en limusina al fin de la noche artificial americana es Eric Michael Packer: un excéntrico millonario de diseño, un artista de las finanzas que vive instalado en el futuro, la personificación hiperbólica de todo lo que el sistema exhibe de seductor y estúpido, mezquino y fascinante, radiante y miserable, erótico y cínico, inteligente y patológico, admirable y repugnante, excesivo y mediocre, etc. A su alrededor, la trama unificada de la novela congrega un elenco de afanosos secundarios que lo restituyen al presente o al pasado: el jefe de seguridad, el chófer desfigurado, la directora financiera, el médico adjunto, el analista de divisas, la experta en teoría, la amante galerista, la guardaespaldas y también amante, el peluquero de la infancia, y, sobre todo, la esposa, Elise Schfrin, hija de familia millonaria y poeta, que no tiene nada, excepto dinero y clase, de lo que Packer pueda desear. De hecho, uno de los recursos vertebrales de esta novela tragicómica lo constituye la serie de encuentros y desencuentros de la dudosa pareja, cada uno más esquivo e inútil que el anterior, en los que Packer comprueba en vivo la triste condena de los parias de la tierra: el dinero no es el talento, ni la belleza, ni la sensualidad, ni el amor, pero vale por todos ellos, aunque no pueda comprarlos. Desde La fiesta de Gerald de Robert Coover (o, si se prefiere, desde su amarga revisión en John´s Wife) no se había vuelto a deconstruir con tanto humor e inteligencia la célula madre del desmadre matriarcal americano: la preservación de la atadura monógama en un entorno permanente de aventuras adulterinas. La imposible unión final de los esposos, cuando Packer y Elise se reencuentran totalmente desnudos y postrados, actuando como extras improvisados en medio de una multitud anónima de cuerpos igualmente desnudos y amontonados durante el rodaje de la última escena de una película de argumento desconocido que se ha quedado sin presupuesto, y acaban haciendo el amor desesperadamente contra una pared antes de despedirse para siempre, es uno de los momentos novelísticos más logrados de toda la obra de DeLillo (y uno que no habría escrito en ningún caso el autor de American Psycho, novela que algunos han querido emparentar en vano con ésta).
Pero el riesgo artístico que ha corrido DeLillo al escribir esta fábula posmoderna afecta principalmente a la instancia narrativa. La extrañeza procede, en este caso, de la conflictiva concepción del tiempo que la sustenta, el choque de temporalidades discordantes dentro del mismo sistema (“necesitamos una nueva teoría del tiempo”, anuncia la experta en teoría). La cronología cosmopolita, dislocada y repetitiva, la determina el hecho de que el capital nunca duerme ni descansa y el futuro se adelanta a su verificable advenimiento (de ahí los numerosos nombres y objetos percibidos por Packer como desfasados). Una temporalidad urbana sobrecargada de acontecimientos, por tanto, donde la novedad aparece institucionalizada y la idea de cambio constante se apodera del funcionamiento general sin introducir, al mismo tiempo, ninguna verdadera transformación. Así, Cosmópolis se constituye en un mundo espaciotemporal complejo que la limusina y su ocupante principal atraviesan, de la mañana a la noche, en una sola jornada alegórica, en estado de trance hipnótico, casi visionario. En gran parte de la novela Packer se comporta como un espectador partícipe de un circuito de imágenes que aglutina los recuerdos, las fantasías, las vivencias y las visiones en un tiempo espacializado y cristalino (el sistema de cámaras y monitores instalado en la mónada de la limusina convierten a Packer en un telespectador omnímodo de su entorno íntimo y del mundo exterior).
La maliciosa sabiduría de DeLillo como novelista de costumbres se demuestra, sin embargo, en la intuición del paradójico deseo de extinción que acaba contagiando a los privilegiados agentes del sistema en su trato promiscuo con el capital (el sangriento asesinato de un colega visto una y otra vez en televisión sería una de las muestras anecdóticas de esa obsesión autodestructiva). Y esta misma es la lógica catastrófica que trama la deriva suicida de Packer y lo conduce a encontrarse, no por azar, con el resentido personaje de Richard Sheets (o Benno Levin, su seudónimo como escritor extremista de un equivalente actual de las Notas del subsuelo: “Quiero escribir diez mil páginas que paren en seco al mundo”), un vengativo empleado de su empresa despedido por ineficiente y refugiado ahora en un edificio ruinoso y abandonado (y es en las delirantes escenas de este duelo dostoievskiano entre Packer y Sheets donde Cosmópolis, imprevisiblemente, acierta a formular una alternativa axiomática al nihilismo de diseño de El club de la lucha). En otro nivel de análisis, sin embargo, la gran interrogación política que DeLillo parece proponer al lector de esta descripción paroxística de tópicos contemporáneos es por qué la perversión del sistema consigue extraer toda su fuerza efectiva de ese mismo anhelo de autodestrucción; o bien: cómo entender que la misma desmesura y violencia que lo alimentan a diario son las que podrían aniquilarlo de una vez por todas.
Por esta razón, es en la manipulación creativa de la tecnología en su conexión con la muerte donde DeLillo alcanza un virtuosismo inigualable. Más allá de la omnipresencia de sofisticados gadgets y aparatos electrónicos de todo tipo, la invención suprema de la novela radica en el momento del tránsito de Packer, narrado a través de una ingeniosa prolepsis: estratagema retórica con la que la narración se impone sobre la ficción para señalar esa muerte individual y transformarla en utópica cancelación del sistema. Es más que irónico que Packer contemple la escena anticipada de su asesinato a través de la esfera de su reloj de pulsera reconvertido ahora en una minúscula pantalla donde el tiempo se ha terminado y sólo se proyectan imágenes fragmentarias de las postrimerías. Tiempo muerto en estado puro, un futuro vacante tras la detonación liberadora.

lunes, 21 de mayo de 2012

DAVID FOSTER WALLACE DESPRECIA A KATY PERRY


EL MALENTENDIDO

Parábola heterosexual de la era postporno

¿Y si la diferencia sexual no fuera simplemente un hecho biológico sino lo Real de un antagonismo que define a la humanidad, de modo que una vez abolida la diferencia sexual el ser humano se vuelva indistinguible de la máquina?
-Slavoj Žižek-

El escritor David Foster Wallace está tendido boca arriba en la cama de la habitación de un motel. Desnudo, revisando con incredulidad la lista de las cien celebridades más poderosas del mundo incluida en el último número de la revista Forbes. Pegada a él, la cantante californiana Katy Perry, que ocupa el octavo puesto en esa lista, tumbada boca abajo sobre las sábanas, también desnuda, se está pintando las uñas de las manos con un nuevo esmalte, azul celeste, de Chanel. Los dos se hablan sin mirarse ni abandonar la actividad en la que aparentan estar concentrados.
-¿Sabes ya lo que vas a hacer mañana?
-No sé, creo que iré a ver a mamá. Pero después, no sé.
-Ven a buscarme si quieres. A las cuatro salgo de mi clase de Teoría Narrativa.
-Sí, a lo mejor voy a buscarte.
-Muy bien.
-Siento tu desprecio cuando me hablas.
-¿Qué?
-Como lo oyes.
-Cómo te voy a despreciar.
-Sí, lo haces, aunque no quieras reconocerlo.
-No es verdad. En realidad me gustas mucho.
-¿Ves mis pies en el espejo?
-Sí.
-¿Los encuentras bonitos?
-Sí, mucho.
-¿Y mis tobillos? ¿Te gustan mis tobillos?
-Sí.
-¿Te gustan mis rodillas también?
-Sí, me gustan mucho tus rodillas.
-¿Y mis muslos?
-También.
-¿Ves mi culo en el espejo?
-Sí.
-¿Te parecen bonitas mis nalgas?
-Sí, mucho.
-¿Quieres que me arrodille para verlas mejor?
-No, está bien así.
-Y mis tetas, ¿te gustan mis tetas?
-Sí, me encantan, ya lo sabes.
-Suavemente, David. No tan fuerte, por favor.
-Lo siento, Katy, no quería hacerte daño.
-¿Qué prefieres, mis tetas o mis pezones?
-No sé. Son lo mismo, ¿no?
-Si tú lo dices. Y mis hombros, ¿te gustan?
-Sí.
-A mí no. No son bastante torneados.
-No estoy de acuerdo.
-¿Y mis brazos?
-Eh, sí, sí.
-¿Te gustan mi manos? Dime, ¿te gustan, sí o no?
-Sí, me gustan mucho.
-¿Y mi cara?
-También.
-¿Te gusta todo? ¿Mi boca? ¿Mis ojos? ¿Mi nariz? ¿Mis orejas? ¿Mis pómulos?
-Sí, sí, todo.
-Así que me amas totalmente.
-Sí. Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente.
-Ves como me desprecias.
-Si tú lo dices.

lunes, 14 de mayo de 2012

EL MUNDO CAPITALISTA ES UN PARQUE TEMÁTICO


Camille de Toledo se encuentra entre los jóvenes escritores franceses que más me interesan (en la gozosa compañía de Mathias Enard y de Claro, que es mayor que ambos, ¿para cuándo la traducción de la maravillosa novela Cosmoz de este último?). Quizá sea, de todos ellos, el más conectado a la realidad presente, esto es, más sensible a los sinuosos perfiles (políticos, artísticos, sociológicos, sexuales, teóricos, culturales, económicos, psicológicos, tecnológicos, lingüísticos, etc.) del simulacro contemporáneo. En época de monstruos y catástrofes (Alpha Decay, trad. de Juan Asís, 2012) es su primera novela traducida al español y vale, por inteligencia, inventiva e imaginación, por casi todas las novedades publicadas en los últimos meses. Además, Camille de Toledo es miembro fundador de la Sociedad Europea de Autores y Traductores, desde donde se defiende la idea, que comparto con entusiasmo, de la literatura europea como vasto espacio transnacional donde dialogan los autores y las obras en una Babel promiscua de lenguas y culturas como la diseñada por Joyce en Finnegans Wake.

"El capitalismo aspiraba, como siempre, a borrar la desdicha y el riesgo de existir".
-Camille de Toledo-

Dejen lo que estén leyendo y atiendan al discurso de esta novela deslumbrante donde la ficción y la teoría, la sátira social y la descripción crítica alcanzan una amalgama digna de los laboratorios más sofisticados para dar cuenta de la realidad del siglo XXI. ¿De la realidad de qué?, se preguntará el lector escéptico. Sí, como lo oyen, de la realidad del siglo XXI (“¡Oh, siglo XXI del vértigo y del hambre! ¿Qué vas a hacer con nosotros?... ¿En qué pesadillas seremos englutidos?”, pp. 270-271). La realidad figurativa de un siglo que, sea lo que sea, está en pleno proceso de definición, configurándose al mismo tiempo que vivimos en él y lo padecemos o gozamos, en tiempo real o diferido, según los casos. El mundo intrascendente de “la era Dubái del capitalismo”. Este es el modo en que esta novela (“un péplum o un blockbuster”) de uno de los más originales jóvenes escritores franceses (Camille de Toledo; Lyon, 1976) nos propone designar el mundo contemporáneo. Ese espacio interferido por la arquitectura y la tecnología más avanzada se encarna en un parque temático de última generación (Parí´s) situado en el desierto tejano y diseñado a escala, como una maqueta, para alojar todo lo monstruoso y lo catastrófico de este mundo, como un zoológico posthumano regido por el principio pornográfico del hedonismo publicitario y mediático (“cada calle y cada callejón se asemejó pronto a un cuadro del Bosco. Un alegre parque temático, del cual se hubieran borrado las llamas, donde el infierno se trocara en paraíso y el ocre abrasador se aligerase con dulces tintes barnizados. Un Bosco sin Dios, sin hogueras ni penitencias, un Bosco pintado para parecerse a un puesto de chucherías. Un Bosco por fin pop…” (p. 125); no me olvido, al citar estas líneas esclarecedoras, de que el título de la primera edición de esta novela, antes de su revisión integral, era L´Inversion de Hieronymus Bosch).
Habría que preguntarse por qué, en estas complejas circunstancias, la metáfora del parque temático es la forma más lógica y convincente de representar el proceso de la globalización y el sometimiento de la realidad al reino de lo virtual y la simulación. Ya lo había mostrado George Saunders en su espléndida colección de ficciones Guerracivilandia en ruinas, pero De Toledo da una vuelta de tuerca definitiva a los planteamientos estéticos de precursores como Ballard (La exhibición de atrocidades, “El parque temático más grande del mundo”, Bienvenidos a Metro-Centre, entre otras obras) y Angela Carter (Las infernales máquinas del deseo del Dr. Hoffman, La pasión de la nueva Eva) para concebir una novela donde puede experimentar sin límites con una visión del presente tan barroca como realista. O, más bien, hiperrealista y apocalíptica en un sentido inesperado (“En época de monstruos y catástrofes, la humanidad pierde el equilibrio. La realidad aparece por fin como lo que es. Una fábrica eterna, infinita, tejida con lenguas muertas, con reflejos inadaptados, con delirios que los periódicos hacen pasar por comentarios..., p. 286).
La conspiración es la forma atea de la superstición, se dice en algún momento álgido (p. 146) de este libro incendiario para la inteligencia. La conspiración: otro nombre de la racionalidad absoluta que guía el destino del mundo hacia su final programado, hacia el eterno retorno del simulacro. Esa catástrofe digital será retransmitida por todas las televisiones al mismo tiempo, pero no por ello será menos real. Quizá por eso, si tuviera que elegir me quedaría con dos secuencias narrativas de un ingenio supremo. La primera es el capítulo titulado “Reproducción técnica del Mesías”, donde un canal llamado Real TV retransmite en directo el parto de ocho candidatas a adquirir el rango de “Virgen María” solo por dar a luz a un bebé considerado mesiánico. La segunda, en el capítulo “Coincidencia reivindicada de dos muertes sonadas”, constituye un irónico ajuste de cuentas literario y quizá ético: los falsos suicidios de Bret Easton Ellis y Michel Houellebecq, sacrificados como representantes destacados de la “banalidad libidinosa” del mundo espectacular.
En suma, esta novela excepcional, la primera entrega (o "primera capa de una sedimentación novelesca") de una tetralogía titulada Estratos, construye y destruye a la vez la alegoría de un mundo donde todo se experimenta como farsa. Una farsa infinita. Léanla para entender el mundo carnavalesco en el que viven. Este libro fascinante cumple, además, con la más alta misión de la novela contemporánea: elaborar contraficciones cada vez más inteligentes con las que burlar y burlarse de las seductoras ficciones del poder.

viernes, 4 de mayo de 2012

UNA HISTORIA CÓMICA DE ESPAÑA



Esta nueva entrega (Los inmortales, Alfaguara, 2012) remata la saga hispana de Manuel Vilas añadiéndole su ingrediente definitivo: la inmortalidad como máscara literaria de la caducidad del tiempo, la muerte y el apocalipsis de una cultura. Si en España (de la que dije mucho y bueno en su momento en este temprano post) Vilas oficiaba de forense de una España inmortal e inexistente recreada de la nada en su laboratorio poético, en Aire nuestro (2009), la segunda parte, desternillante, de esta trilogía jocoseria sobre la muerte y resurrección de España como ente singular en la historia del mundo, todo el funeral español (por una idea rabiosa y festiva de lo español) se volvía farsa televisiva, una sátira carnavalesca divertidísima sobre el mundo contemporáneo interpretado en clave de españolidad bufa y espectáculo subversivo de valores oficiales.
Certificada ya la muerte paródica del fantasma histórico llamado España, a Vilas (o Gran Vilas, como se autodenomina en su último poemario) ya solo le quedaba una oportunidad creativa para consumar su ambicioso ciclo narrativo. Rescatar del vertedero cultural ibérico al más grande de sus hijos, al gran Saavedra, el incombustible Cervantes, el demiurgo y forense de la Mancha como gran territorio mental de la ficción, el gran Capital de la cultura hispánica de todos los tiempos. No solo rescatarlo de la amnesia colectiva sino limpiarlo de la mugre y la grima con que siglos de malas interpretaciones lo habían ensuciado hasta desarmar su poder corrosivo sobre la realidad. Sí, porque Vilas sabe, con lucidez cervantina, que en un universo gobernado por el capitalismo tecnológico y neoliberal, la única opción de supervivencia de lo hispano es reivindicar su locura genuina, su sentido dionisíaco de la revolución y la fiesta, su tecnología secular del lenguaje, la mentalidad y la cultura.
Vilas es un humorista cáustico que se ríe a carcajadas hasta de su sombra, mucho más de la sombra de los otros, los que quieren hacerle sombra, siniestros pajarracos que imponen sus valores mezquinos en un mundo que ya pronto será invivible. Por esto no puede decirse que esto sea una novela, no, ni un ingenioso viaje por un espacio-tiempo picaresco y esperpéntico, ni una colección de relatos hilvanados para producir la iluminación mental del lector. No. Este libro es un tratado de supervivencia espiritual. Un breviario hilarante para salvar el sentido del humor como último resto humano de cordura. En un mundo desquiciado, la risa de la literatura es una garantía de salud mental.