lunes, 22 de febrero de 2016

ESTADO LÍQUIDO


La preservación del sistema capitalista espectacular en este período crítico de su evolución pasa por la hipocresía y la demagogia. La hipocresía y la demagogia de simular la creación de unas condiciones políticas más seguras y reguladas del capitalismo que excluyan la corrupción pública y privada y el enriquecimiento desmedido, que gestionen con acierto las esperanzas e ilusiones de la mayoría y pongan límites a la codicia y distribuyan con mayor justicia la riqueza entre los ciudadanos. Nadie podrá negar que entre estos extremos se sitúa la dialéctica de un mundo tan turbulento como el actual: entre la indignación impotente y la violencia revolucionaria, entre la represión brutal y la mistificación humanitaria, entre la irracionalidad expansiva del sistema y las tentativas fallidas de domesticarlo, entre la desesperación patológica de los excluidos y el fascismo defensivo de los incluidos...

[Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni, Estado de crisis, trad.: Albino Santos Mosquera, Paidós, págs. 205]

Cuando hablamos de política damos por hecho con demasiada facilidad que las categorías intelectuales que hasta hace tres décadas eran válidas para analizar la realidad de las sociedades democráticas lo siguen siendo hoy. Nada más engañoso, por tanto, que discutir sobre el estado de cosas actual dando por acreditadas una serie de ficciones políticas ya desmanteladas o, como diría Bauman, “liquidadas” por la historia. Categorías puestas en cuestión tan radicalmente que resulta imposible acertar un diagnóstico sobre los males actuales de las sociedades occidentales si no percibimos antes su bancarrota intelectual.
         Más que un enjundioso dialogo entre dos reconocidos expertos este libro podría ser considerado un breviario de ideas sobre el presente, un lúcido manual de consulta para cuestiones esenciales del mundo global, un sesudo estudio del estado de la cuestión en problemas contemporáneos de ardua resolución que sorprende tanto por lo exhaustivo de los planteamientos expuestos y lo informado de las respuestas como por la agudeza de sus diagnósticos. 
            Elaborando un sumario apresurado se podría concluir que las sociedades avanzadas del siglo veintiuno se enfrentan a un entorno complejo y caótico donde todo lo que se daba por garantizado se volatiliza. Para empezar, el estado nación naufraga como ente desprovisto de eficacia en un contexto globalizado donde el capitalismo impone escenarios de liquidez financiera e impotencia reguladora. Como evidenció la reciente crisis económica, el estado se enfrenta a un espacio cibernético de circulación dominado por poderes transnacionales que solo responden a sus intereses corporativos. Ante esta situación, bien poco pueden hacer los gobiernos nacionales, sometidos por la deuda a los mismos operadores que manejan los flujos financieros en el casino global, y mucho menos los ciudadanos, ensimismados en el consumo desesperado y la supervivencia laboral, a quienes se había convencido de que la democracia electoral les atribuía una cuota de poder simbólica.
Analizado con realismo, como hacen Bauman y Bordoni, el fin de las promesas de la modernidad abre un horizonte de acontecimientos nada halagüeños. No solo la política ha permitido que la economía se apodere del escenario mundial con sus crasos argumentos, condenando a la mayoría de los actores a la irrelevancia, sino que lo ha hecho, como atestigua el desastre de la última década, hipotecando la realidad al modelo de gestión más vampírico de la historia: el capitalismo neoliberal.
El giro financiero del capitalismo (ese proceso en que el dinero, secundado por el suelo urbano, se transforma en el recurso prioritario de explotación) acarrea como secuelas la bancarrota del contrato social y la expansión de la miseria. En tal estado crítico, se genera una escisión radical entre la minoría adinerada que acapara el máximo de beneficios de la especulación financiera y la mayoría masificada que se entrega a un consumo desenfrenado de bienes materiales y cachivaches tecnológicos que incorporan a sus vidas privadas para intensificar los déficits emocionales de las relaciones y constituir comunidades artificiales.
Surge así, según Bauman, el concepto de posdemocracia para redefinir el sistema político conforme a los presupuestos de la “vida líquida”: supremacía de los mercados bursátiles, apatía electoral, gestión mezquina de los recursos económicos, subcontrata neoliberal del sector público y privatización de las funciones estatales, decadencia del estado de bienestar, prevalencia de las corporaciones, políticas espectaculares, formalización jurídica del procedimiento democrático, flagrante vacío ideológico, propagación del ideal de “felicidad a través del consumo”.
Con todo, el principal factor de conflicto radicaría en la condición global de los problemas a que se enfrentan los estados nacionales con una caja de herramientas desfasada, instrumentos políticos insuficientes para responder a las demandas de una ciudadanía cada vez más acomodada con cinismo a un modo de vida donde nada se parece a lo que conocieron las generaciones anteriores.
De ese modo, la transformación fundamental la cifra Bauman en “el salto a la totalidad imaginada de la humanidad”.

viernes, 12 de febrero de 2016

CONSUMACIÓN


Por más que pretendan escapar a su sino carnal a través del recurso a los artilugios de la tecnología o las promesas espurias de la ciencia, los seres humanos se encontrarán una y otra vez, como el doctor Frankenstein y su deforme criatura, enfrentados a los dilemas de la finitud y la carnalidad. Así nos lo ha enseñado el “cine de la crueldad libidinal” de David Cronenberg, con una constancia de intenciones y una singularidad artística admirables. Cómo la carne deviene monstruosa y transgresora para liberarse de las represiones y tabúes sexuales. El deseo se hace masa informe, carne tecnológica y tecnología cárnica, como modo de trascender los límites impuestos al cuerpo por el orden social y los dispositivos de control de la cultura, la historia, etc. Como han visto sus detractores, no hay, sin embargo, director menos utópico que Cronenberg. La inmanencia, con todas sus limitaciones y obstáculos (algunos invencibles como la enfermedad o la muerte), es el territorio preferente de todas sus ficciones. Entre las más corpóreas y tangibles de la historia del cine.
Desde sus primeras películas (Stereo (1969) y Crímenes del futuro (1970)) se manifestaba esta voluntad estética de convertir a la carne, contraviniendo su programa genético y su instrucción moral represiva, en un ente autónomo tan dotado de un apetito de mutaciones psicosomáticas y experiencias extremas como abocado a la caducidad, la destrucción y la muerte. Esta fatalidad trágica de su cine se radicalizaría, potenciada por la relación visceral con la ciencia y la tecnología, en las magistrales Scanners (1981), La mosca (1986) e Inseparables (1988). Pero es en la seminal Videodrome (1983) donde se confiere un renovado designio al planteamiento de Frankenstein creando la noción imposible de la nueva carne para referirse (pervirtiendo los designios mediáticos de Marshall McLuhan y su asexuada distinción entre medios cool y medios hot) a la metamorfosis del cuerpo humano en simulacro televisivo, es decir, en carne sobrexcitada de pantalla líquida, encarnación de una (in)mortalidad catódica que correspondería a la perfección a la categoría definida por Mario Perniola, en un tratado homónimo, como “el sex-appeal de lo inorgánico”. Este “deseo” más allá del deseo postulado por Perniola como philosophia sexualis para el cuerpo post-humano (el cuerpo de un sujeto que ha aceptado transformarse en “cosa”) encarna la estética sugestiva del autor de obras límite como Crash (1996) y eXistenZ (1999), definitorias de una nueva sexualidad y, por tanto, de un nuevo contrato social entre los mutantes y los monstruos del nuevo mundo del capitalismo tecnológico y científico.
Cronenberg demuestra en todas sus películas (ya desde su primer cortometraje, Transfer (1966), donde un psiquiatra y su paciente descubren el infundio patológico que los une, y hasta el último, The Nest (2014), donde el Dr. Molnár, inspirándose en situaciones de la novela Consumidos, trata a una paciente neurótica convencida de que en su pecho izquierdo anida un enjambre de insectos) haber comprendido con lucidez lo que Žižek denomina “la definitiva lección del psicoanálisis”: “la vida humana no es nunca “solo vida”, los humanos no están simplemente vivos sino poseídos por la extraña pulsión de gozar de la vida hasta el exceso”.


[Consumidos, Anagrama, trad.: Antonio-Prometeo Moya, 2016, págs. 357]

La vida consume y la vida exige consumir. Somos consumidores para mantenernos con vida y la vida misma nos consume. El tiempo desgasta los cuerpos, erosiona su atractivo, dilapida su fuerza. La energía gastada en consumir consume a su vez la carne del organismo hasta la extinción. La mente se consume, como el pensamiento, consumiendo ideas y el cuerpo se consume, como el deseo, consumiendo otros cuerpos. El existencialismo tomó la finitud humana muy en serio, propagando una visión descarnada y atea de la vida, solo redimida parcialmente por el poder de la técnica.
En su fascinante filmografía, David Cronenberg ha logrado traducir estas cuestiones filosóficas, película tras película, en imágenes de terrible plasticidad e impacto inconsciente en el espectador. En su deslumbrante debut como novelista, Cronenberg realiza un sugestivo ejercicio de síntesis artística, como si todos los estilos y obsesiones de su creación fílmica cristalizaran en una ficción novelesca capaz de fundir lo antropológico y lo tecnológico, lo natural y lo artificial, como en La mosca e Inseparables, y de imprimir, al mismo tiempo, un giro radical al tratamiento erógeno de la “nueva carne”, consumando los designios viscerales de Videodrome y eXistenZ.
Al final de esta perturbadora novela sobre las relaciones humanas redefinidas por la tecnología, el lector descubre con perplejidad las perversas reglas del juego con que el demiurgo Cronenberg, uno de los cineastas de mente más literaria, ha diseñado el sofisticado dispositivo narrativo situando a una decrépita pareja de viejos filósofos franceses (Célestine y Aristide Arosteguy) a la deriva en el centro del abigarrado cuadro y a otra pareja de jóvenes periodistas canadienses (Naomi y Nathan) orbitando morbosamente, de aeropuerto en aeropuerto, de hotel en hotel, en la periferia del mundo.
Uno de los mayores placeres de la narración radica, por tanto, en la sutileza paradójica con que se desmantelan las expectativas generadas por su lectura compulsiva. De ese modo, una novela que podría ubicarse, por los signos iniciales, bajo la irónica etiqueta de “filosofía caníbal” o “existencialismo consumista”, una suerte de viciosa vindicación del consumo intelectual de carne humana, adquiere más adelante, sin perder un ápice de crueldad y poder revulsivo, las trazas de una retorcida anamorfosis sobre el abuso y consumo de nuevas tecnologías como factor de conexión somática entre los distintos personajes.


Consumidos posee muchos de los rasgos estéticos que Baudrillard, en una exégesis seminal, atribuía al Crash de Ballard y que Cronenberg adoptaría también, quizá sin saberlo, en su polémica adaptación cinematográfica de la novela. Baudrillard calificaba a Crash como la primera novela ambientada en el universo de la simulación, es decir, en una realidad artificial donde sería abolida la diferencia ontológica entre ficción y realidad. El lenguaje novelístico se presta tanto como el cinematográfico a cartografiar los contornos imaginarios de la hiperrealidad capitalista y Cronenberg acierta al construir una trama conspirativa que fomenta la deslocalización geopolítica (Europa, Norteamérica, Asia) mientras sus criaturas mutantes buscan su volátil identidad en múltiples pantallas digitales y en internet.
La vocación original de Cronenberg fue la de escribir novelas en la estela de Burroughs, Dick, Beckett o Nabokov, pero la excesiva veneración a estos grandes maestros se lo impidió, hallando en el cine un medio alternativo para expresar una visión gráfica del malestar libidinal de la modernidad. Pasados los setenta, superada la angustia de las influencias, con el inmenso bagaje de su cine como incentivo, Cronenberg escribe una novela que da lecciones a muchos escritores reputados y constituye un hito a tener en cuenta por todos los que quieran entender la literatura como un diálogo subversivo con las complejidades psíquicas y tecnológicas del mundo contemporáneo, en sintonía con DeLillo, y no como un discurso anodino para satisfacer las necesidades conformistas del lector.

viernes, 5 de febrero de 2016

SHAKESPEARE & SU DOBLE


[William Shakespeare, Tito Andrónico/Coriolano, Meettok, trad.: Jon Bilbao, 2015, págs 300]

        Muchas veces escuchamos denuestos contra una cultura, o un estado cultural, sin reparar en que los rasgos negativos que se le atribuyen no son necesariamente contemporáneos. Por lo general, los espíritus más rancios consideran que la degradación artística del último siglo tiene sus causas en la pérdida de los valores clásicos o la amnesia de los fundamentos antiguos de la cultura occidental.
Si se releyeran las tragedias terribles de Eurípides (“Medea” y “Las bacantes”), o las tragedias estoicas de Séneca, precursoras de “Tito Andrónico”, se vería cómo las semillas de la suprema maldad dramática subyacen reprimidas bajo capas de buenas maneras y prejuicios morales o estéticos hasta que llega un dramaturgo de talento, las saca a la luz de nuevo y las insemina con insólitas aportaciones históricas.
Así actuó el genio salvaje de Shakespeare en su primera tragedia, una farsa sanguinaria plagada de crudezas macabras, atrocidades y anacronismos cuyo exitoso estreno suele fecharse en 1594. Del cuarteto de sus tragedias de ambientación romana es la única que no se inspira ni en la historia ni en la leyenda, sino que combina una fantasía operística sobre la decadente Roma tardía, cercada desde el exterior por los godos y amenazada en el interior por el vicio y la depravación de sus élites, con refinadas exégesis mitológicas de Ovidio.
La acción dramática de “Tito Andrónico” es tan truculenta y cruel (matanzas, mutilaciones, descuartizamientos, decapitaciones, violaciones) que muchos humanistas y críticos biempensantes le volvieron la espalda durante siglos intentando hasta eliminarla del canon shakesperiano. Su descendencia artística, sin embargo, fue prolífica en ese período jacobeo que transformó el teatro inglés posterior a Shakespeare en escenario popular de crueldades sin cuento. Y el siglo XX le permitió ocupar el puesto privilegiado que merecía al entender que su pesimismo y su humor negro, así como la condición de títeres dementes de sus personajes, correspondían perfectamente a la sensibilidad moderna para el horror y la violencia.
Cuando es capturado por sus enemigos, los aliados del general romano Tito, el moro Aarón, el único personaje extraordinario de la obra, un conspirador maquiavélico cuyo instinto malvado solo es igualado por el verbo sublime y la pasión retórica con que se inflama para justificar la avidez sádica de su genio criminal, confiesa bajo presión: “te afligirá el alma oír lo que tengo que decir;/ pues debo hablar de asesinatos, violaciones y masacres,/ de actos al amparo de la noche, hechos abominables,/ complots dañinos, traición, villanía,/ difíciles de oír pero que despertarán la piedad” (Act. V, esc. i).  De ese modo, el maléfico Aarón ofrece un sumario de la trama infernal de “Tito Andrónico” y, además, una advertencia que suena a guiño irónico del autor sobre la intención moral del desenlace inminente.
            Como gran artista de su tiempo, ese Renacimiento europeo que reciclaba los signos de la cultura grecolatina, Shakespeare sabía muy bien lo que hacía al urdir esta tragedia grotesca sobre una antigüedad pagana resucitada por la erudición libresca. Su método creativo consistía en mostrarse perversamente fiel al imperativo aristotélico de que la profusión en el derramamiento de sangre es un medio infalible para obtener la purificación de las pasiones (la catarsis), forzando hasta el límite de lo tolerable su atrevido experimento con la dramaturgia isabelina (un año después de la muerte de Christopher Marlowe, su eximio precursor) y extremando sus recursos escénicos sin temor a incurrir en excesos reprobables por sabios puritanos como Harold Bloom.
Esa intransigencia estética en la pintura del mal, ya propugnada por Sade, los excesos gore de la cultura de masas y el arte minoritario de las últimas décadas han sabido reconocerla como propia.

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        No es posible leer “Coriolano” sin tomar en consideración las implicaciones ideológicas que le asigna Slavoj Žižek en el convulso contexto de la última crisis económica y sus secuelas sociales. Como dice Žižek para justificar la insurgente actualidad de una obra polisémica como esta: “con cada contexto nuevo, una obra clásica de arte parece dirigirse a la muy específica cualidad de cada época” (El año que soñamos peligrosamente, pp. 161-162).
De ese modo, esta extraña tragedia de Shakespeare, la cuarta de temática romana y la más política de sus obras, centrada en el ideario aristocrático de la casta militar, fue considerada irrepresentable durante la segunda posguerra europea por su “mensaje antidemocrático”. Aun así, el poeta T. S. Eliot la juzgaba, para escándalo de Harold Bloom, una tragedia muy superior a la (en opinión del poeta eliotista) fallida “Hamlet”. Por su parte, en la exégesis de Žižek, bastante desenfocada, el sociópata autoritario Coriolano se transfigura en modelo exportable del héroe revolucionario.
Shakespeare la escribió en 1607, durante un período de agotamiento creativo, tras producir una tras otra, entre 1601 y 1606, las cumbres escénicas de su sentido grandilocuente de la vida y la muerte: el mencionado “Hamlet”, “Otelo”, “El rey Lear”, “Macbeth” y “Antonio y Cleopatra”. En este sentido, cabe atribuirle a “Coriolano” la condición de tragedia grotesca que también mereció su primera tragedia, “Tito Andrónico”. Ambas obras, fechadas en décadas diferentes, ponen en el corazón de sus estrategias dramáticas a un militar victorioso (Tito en un caso, Coriolano en el otro) que, a pesar de su grandeza y méritos, se verá arrastrado a la degradación y la ruina tanto por la conspiración de sus enemigos como por los defectos notorios de su carácter.
En el caso de Cayo Marcio (Coriolano), la conjura de senadores, tribunos y pueblo para humillar al héroe militar, fundada en el desprecio fanático de este hacia ellos, halla su mejor aliado en las dos fuerzas antagónicas de su personalidad. La naturaleza de Coriolano es, como declara Menenio Agripa, su anciano valedor, “demasiado noble para este mundo”. Las nocivas consecuencias de ese desajuste moral entre la superioridad del héroe y la corrupción del mundo no son otras que la soberbia y su cómplice la jactancia: soberbia de las cualidades exhibidas con arrojo en la batalla desde la más temprana juventud y jactancia pública por las hazañas bélicas realizadas. [Altanería y elitismo que se expresan en toda su crudeza antidemocrática en el famoso monólogo contra el pueblo de Roma: “Asquerosa jauría cuyo aliento repudio/ como el hedor de la pútrida ciénaga, cuyo afecto estimo como los cadáveres desenterrados/ que corrompen el aire, ¡yo os destierro!...”. (Act. III, esc. iii)]
Pero Coriolano no es solo hijo de sus acciones épicas o de su temperamento arrogante. El colérico Coriolano es un genuino “hijo de su madre”: vástago de la dura matriarca Volumnia, quien lo formó desde la infancia en la idea más exigente del valor y creó una implacable máquina de matar, un guerrero feroz y sangriento contra los innumerables enemigos de Roma. Bloom dice que Volumnia es acaso “la mujer más desagradable de todo Shakespeare” y también la más sorprendente. Mientras el difunto especialista Russell Fraser la considera, con gran ingenio, un híbrido de matrona romana y heroína de estirpe strindbergiana.
En cualquier caso, cuando el tribunal de plebeyos y patricios (“la bestia de muchas cabezas”) proclama a Coriolano “traidor subversivo” y “enemigo del pueblo”, condenándolo a muerte y luego al destierro, la supremacía de su ánimo no le impide cometer la torpeza de dar la razón, con la inmadurez de sus actos, a sus adversarios de clase. Su intransigencia lo conduce a traicionar a Roma, abrazando la causa militar de los volscos, tribu bárbara y belicosa que aguarda cualquier signo de debilidad para atacar la ciudad imperial. [En esa parte de la obra, el Acto IV, donde Coriolano establece una relación de noble rivalidad y admiración con Tulo Aufidio, líder volsco, tildada por muchos estudiosos de “homosexual”.]
Coriolano no consuma, sin embargo, su afán de venganza y, manipulado por su maquiavélica madre, acaba muriendo sin gloria. Como Hamlet, diga lo que diga Žižek, Coriolano es víctima de sus trágicos errores de juicio.