martes, 29 de junio de 2021

PYNCHON

 [Andrés Ibáñez, Thomas Pynchon. Una vida oculta, Zut, 2021, págs. 105] 

          Esta es la historia del hombre invisible de la literatura. La historia del hombre que se hizo visible a través de los libros sin perder la invisibilidad. La historia del hombre que, progresivamente, a medida que sus libros alcanzaban un altísimo nivel de visibilidad, fue haciéndose cada día más visible hasta el punto en que, a pesar de Facebook, se hizo translúcido. Así que esta historia maravillosamente contada por Andrés Ibáñez es, en el fondo, la historia del escritor neoyorquino que pasó de la invisibilidad a la transparencia gracias a la magia de la literatura. Ese escritor se llama Thomas Pynchon y, como nos recuerda Ibáñez al final de su paradójica biografía, es el más grande escritor vivo y uno de los más grandes de la historia.

De Pynchon, el escritor actual con más fama de recluido e invisible, los lectores conocen lo necesario. Incluso más, si consultan las bases de datos adecuadas, como ha hecho Ibáñez con paciencia. En el tiempo de las cámaras ubicuas y las imágenes proliferantes, Pynchon se las ha arreglado para no dejar demasiados rastros visuales de su paso por el mundo. Es significativo que su sexta novela (“Contraluz”) exprese desde el título ese conflicto íntimo con la imagen pública y asuma la temática de los artilugios lumínicos, los dispositivos ópticos y las teorías de la visión como conductor narrativo de una trama donde el antagonismo entre lo visible y lo invisible es esencial.

Desde un punto de vista literario, con sus ocho grandiosas novelas (desde “V.” hasta “Al límite”), Pynchon ha logrado escribir una genealogía fantástica de la era contemporánea, poniendo el énfasis siempre en esos giros traumáticos en los que la historia moderna podría haber tomado otra dirección más deseable y eligió en su lugar, por una extraña perversión, la línea irreversible que conducía a la masacre y al dominio de las fuerzas oscuras encarnadas en formas de poder absoluto y en confabulaciones siniestras para imponer el reinado de la entropía.

En este sentido, mucho más que un escritor visionario, Pynchon es el nombre reconocible de una vasta conspiración libertaria para subvertir el principio de realidad y expandir un modo de pensar y de entender el mundo tan poderoso como una religión y tan contagioso como una infección vírica. De ahí, como constata Ibáñez, el gran número de fans que tiene en todo el mundo. Sus magnas novelas, con todo su desternillante humor, sofisticado erotismo, cosmopolitismo genuino, estética pop, belleza estilística e imaginación delirante, son para sus lectores cómplices los textos sagrados de un nuevo culto a la libertad del espíritu y la inteligencia, la facultad más amenazada en un mundo gobernado por las leyes masivas de la termodinámica.

No comparto, por tanto, el menosprecio (o menor aprecio) que muestra Ibáñez por las novelas de Pynchon de apariencia menos ambiciosa, como “Vineland” y “Vicio propio”. La obra completa de Pynchon compone una totalidad estética y filosófica mucho más allá de las diferencias cuantitativas o cualitativas entre sus diversas partes creativas. Con Pynchon, la literatura demuestra su verdad más intransigente: es un arte mayoritario que se disfruta en la soledad de las minorías.

Es irónico, finalmente, el rastreo de Ibáñez por internet buscando informaciones excéntricas sobre Pynchon. Como si ese ente tecnológico, de cuya génesis policial Pynchon nos lo contó casi todo en “Vicio propio”, constituyera el invento definitivo para darle la razón en su visión de la historia humana como lucha intemporal entre las energías de la libertad y las de la opresión. Desde luego, sin la literatura de Pynchon el siglo XXI sería incomprensible.

miércoles, 23 de junio de 2021

HABANA ERÓGENA

 [Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto, Alfaguara, 2021, págs. 496]

 Cuarenta y un años después de su aparición, “La Habana para un infante difunto” ha cobrado para sus lectores un estatuto mítico de carnaval novelesco. Su engañosa apariencia de memorias sexuales de un escritor cubano exiliado y el equívoco momento histórico de su publicación, en pleno orgasmo del “destape” español, crearon una intersección de humor explosivo y atrevido erotismo que hoy sería considerada de una incorrección política incorregible. Como declaró Cabrera Infante en una entrevista: “Uno de mis propósitos es que fuese un libro que expresara eminentemente la vulgaridad”.

La singularidad del libro reside, por tanto, en el cómico desparpajo con que Cabrera Infante, espoleado por un afán de venganza contra la censura franquista, que había mutilado cruelmente los pechos femeninos de “Tres tristes tigres”, afronta el pretexto narrativo de evocar, sin tabúes ni tapujos, sus vivencias amorosas de la infancia, la adolescencia y la primera juventud, transfigurándolo en una celebración pop, muy en sintonía estética con las modas y hábitos de los setenta, de la impúdica vulgaridad de la vida.

El orbe obsceno de Cabrera Infante rota alrededor del efímero femenino como de un magnetizador erógeno. Ningún otro escritor ha penetrado con tanta indiscreción, como muestra este portentoso libro, en la mente y el cuerpo de las mujeres. El sexo femenino es el recurrente objeto del deseo carnal y las correrías eróticas de este avatar picaresco del autor que las persigue, mientras intenta madurar vanamente, por toda La Habana, transformada en coto de cacería sexual, de calle en calle, de casa en casa, de cine en cine, hasta desnudarlas (y desnudarse) de imposturas sociales y culturales en un teatro íntimo y gozoso como no había conocido la literatura en español desde el “Libro de Buen Amor” o “La lozana andaluza”.

De ese modo, las sucesivas experiencias y aventuras promiscuas del narrador, desde el primer capítulo (“La casa de las transfiguraciones”) hasta el último (“La amazona”), van constituyendo un viaje mental y sentimental, tan real como alegórico, hacia la inalcanzable madurez. En el plano narrativo, Cabrera Infante repite algunos recursos de su novela anterior, pero expandiendo sus posibilidades al ponerlas al servicio de una memoria personal engrandecida por la fabulación y el olvido, donde el registro pornográfico empleado en la descripción de los actos sexuales no procede solo de la literatura sino de la visualización cinematográfica de los mismos, de su metódica escenificación ante una cámara imaginaria.

Como en el grandioso “Amarcord” de Fellini, modelo seminal, la asociación de memoria y cine, el recuerdo de las películas vistas y la memoria caprichosa de la vida vivida en la ciudad amada, fuera del recinto amniótico de las salas de cine donde ocurren incontables secuencias, son las facetas dominantes de la novela, como si esta se tramara como una metonimia entre la sábana de la pantalla y las sábanas de la cama.

Esta indecente asimilación retórica se consuma en el epílogo (“Función continua”), donde el donjuanesco narrador se pierde en una solitaria sala de cine en pos de una misteriosa mujer fatal, salida de una visión onanista de la adolescencia. Ese relato rabelesiano se configura como un dibujo animado fantástico de creciente pornografía en el que el narrador lúbrico, tras perder sus accesorios personales, penetra de cuerpo entero en la vagina hospitalaria de esa mujer mitológica que representa el epítome de todas las mujeres (poseídas o no) de su vida de mujeriego impenitente.

Condenado a inmadurez perpetua, el narrador acaba remontando el curso errático de la vida y contando su nacimiento biológico como renacimiento literario.

El amor lo vence todo. 

jueves, 17 de junio de 2021

COLONOSCOPIA


 [Publicado en medios de Vocento el martes 15 de junio]

           Una de dos. O la manifestación de Colón ha sido un éxito y Sánchez debe preocuparse. O la manifestación solo ha servido para provocar ruido mediático. El principio de incertidumbre se inventó para estos casos donde la ambigüedad favorece a todas las partes. La vida es confusa y las ideas difusas. Por eso, como decía mi abuela cartesiana, siempre hay que tener las cosas claras y tomar partido de antemano. Yo lo hago sin complejos y me declaro partidario de Colón. De Cristóbal Colón.

Colón descubrió un continente al que no sabía cómo llamar, ni dónde se ubicaba en el mapa, cuando no regía la bandera borbónica que inundó el domingo la plaza que lleva su nombre. Colón descubrió América y América nos descubrió a nosotros los de entonces, que ya no somos los mismos. Y así le va. Mejor no hablar. El español que no conoce América no sabe lo que es España, dicen que dijo Lorca. Más le hubiera valido quedarse allí para no padecer en sus carnes el mal español. El odio al otro, al diferente, el que no pertenece a la tribu o al rebaño, vacunado o no.

Dos millones de catalanes que no se sienten españoles no son un problema. Políticas culturales y lingüísticas favorecieron durante décadas la expansión de ese sentimiento de rechazo. Podemos estar contentos, aunque Podemos no lo esté. Si Sánchez fuera un presidente serio sabría varias cosas. El conflicto catalán es una ficción política creada por quienes tienen interés en sacar partido de la situación. La voluntad soberanista es perseverante e insobornable. No va a renunciar a la causa por más que se pretenda comprarla con indultos o mesas negociadoras. La Constitución, para un independentista convencido, es una camisa de fuerza legal. Y no porque esté loco, no, sino muy cuerdo. No es ironía cervantina que don Quijote sea derrotado en la playa de Barcelona. Cervantes, un experto en decadencia española, sabía dónde sangraba la herida histórica. Vencido y desarmado, don Quijote se reconoce víctima de una fantasía y regresa a su aldea a morir dignamente.

La España de hoy no es la de hace un siglo, tan quijotesca y atrasada, y merece que se crea en ella. Más allá de los reinos de taifas y el politiqueo maquiavélico, necesitamos discursos e ideas que nos hagan vibrar. A los catalanes se les debe seducir con un proyecto común estimulante y no tratarlos como a delincuentes. El mundo es ancho y ajeno. Siempre lo ha sido. Y aquí han reinado mucho tiempo el provincianismo y las arengas pueblerinas. Ya es hora de cambiar.

lunes, 14 de junio de 2021

CERVANTES VA AL CINE


[Guillermo Cabrera Infante, Escritos de cine, DeBolsillo, 2021, págs. 1144] 

        Cervantes, pura literatura, es el escritor menos cinematográfico de la historia, al revés de Kafka, puro cine, pero hay un escritor que ganó el Premio Cervantes nada más publicar este libro memorable, “Cine o sardina”, en 1997. Pese a “Tres tristes tigres” y “La Habana para un infante difunto”, sus dos novelas magistrales, fue este festival cinéfilo, todo hecho de palabras e imágenes, el que hizo a Cabrera Infante merecedor indiscutible del galardón que porta el nombre de uno de sus maestros reconocidos.

Cabrera Infante no fue solo uno de los grandes novelistas cervantinos, sino uno de los escritores que más consagró sus recursos a convertir el cine en la referencia fundamental de la cultura y el arte del siglo XX. Reinventó el cine como experiencia literaria hasta el punto de que se podría decir que existe un cine según Cabrera Infante que no se parece a ningún otro conocido. En esta maravillosa colección de artículos, escritos entre finales de los setenta y mediados de los noventa, Cabrera Infante consuma su relación promiscua con el cine, brinda una experiencia de lectura tan estimulante como una sesión continua de estilo e inteligencia y permite acceder por muy diversas puertas a la multisala donde se proyectan todas las películas de la historia.

El título del libro, como es habitual en el autor, encierra un juego ingenioso a múltiples bandas: por un lado, una parodia homófona del título de un libro viajero de D. H. Lawrence (“Sea and Sardinia”) y, por otro, la anécdota infantil de una madre que ofrecía a los hermanos Cabrera la oportunidad de ir al cine o de cenar todas las noches sardina, el bocado de los perdedores. Los niños siempre elegían el alimento visual que se sirve en la oscuridad y se proyecta como luces y sombras en una pantalla radiante. Por eso, ironiza Cabrera Infante, crecieron tan raquíticos. El cine nutre la inteligencia y el espíritu, pero inmoviliza el cuerpo en el asiento y lo empequeñece.

“Cine o sardina” comienza con la evocación de los inventores y pioneros, como Edison y los hermanos Lumière y ese gran mago del artilugio cinematográfico que fue Meliès, precursor de todos los artificios del cine espectacular, y termina su viaje celebrando el encanto del cine de Almodóvar. En la cúspide de los creadores sitúa a sus admirados Welles, Hitchcock y Fellini, quienes más contribuyeron a ver la vida a través del cine, dice Cabrera Infante, como un espectáculo grandioso e intrascendente. El libro es una fuente inagotable de placeres y sorpresas. En sus quinientas páginas aparece lo mejor del cine americano durante los veinte años de su escritura (“Blade Runner”, Spielberg, Carpenter, De Palma, Lynch y Tarantino, la renovación del cine negro) y los descubrimientos infinitos en esa cinemateca doméstica, la televisión, donde las películas (grandes o pequeñas) coexisten como en el aleph borgiano.

            En el apartado de la sensibilidad pop y camp del libro cabe la evocación de las estrellas que se extinguen (Gloria Grahame, Gloria Swanson, Ava Gardner, Rita Hayworth, María Félix, Barbara Stanwyck, Judy Garland, Katharine Hepburn, Marlene Dietrich), las que nacen desnudas en la retina ávida del espectador (Melanie Griffith, Linda Fiorentino, Sharon Stone) o las que reviven en la memoria privada del autor (Mae West, Lana Turner, Marilyn Monroe, Kim Novak). Los viejos directores también tienen su lugar en esta filmoteca imaginaria al alcance de todos: Charles Chaplin, Fritz Lang, George Cukor, Sam Fuller, Vincente Minnelli. O ese doble del autor en la pantalla que fue Groucho Marx, el gran cómico verbal del cine.

            Sirva de colofón del libro y de su espíritu festivo este comentario: “Viejo muere el cine pero renace cada día. Es decir, como el acto sexual que es, cada noche. El cine es, qué duda cabe, un afrodisíaco”. Así en el cine como en la vida. 

martes, 8 de junio de 2021

RASTROS DE CELULOIDE


 [Guillermo Cabrera Infante, Escritos de cine, DeBolsillo, 2021, págs. 1144] 

El cine es un arte serio. En 125 años de historia ha demostrado más vitalidad creativa que ningún otro arte en ese mismo tiempo. Si alguien lo duda, esta triple reedición de los escritos cinematográficos de Cabrera Infante vendría a revalidar la tesis imprimiéndole, además, un giro significativo. “Un oficio del siglo XX” es la versión modernista de las relaciones cinéfilas del autor con el arte cinematográfico, muy atento a la Nueva ola francesa, el neorrealismo italiano y la revolución permanente del cine americano. “Arcadia todas las noches” constituía un primer viraje crítico hacia el cine entendido como arte de masas. Y “Cine o sardina” la versión pop y camp que el cine admite también sin desdoro de su esplendor artístico, acaso más minoritario.

Todos los lectores del maestro cubano saben que su caso, como el del doctor Jekyll y su abominable avatar el señor Hyde, es muy especial: el primer crítico de cine que ha pasado a la historia de la literatura por su extraordinaria innovación narrativa y estilística. Cabrera Infante comenzó a ejercer de crítico de cine en la revista Carteles en 1954 con el seudónimo G. Caín, ingenioso nombre de guerra inventado para burlarse del poder que pretendía silenciarlo. Pero no fue hasta 1963, al publicar como libro una selección de sus críticas escritas hasta 1960 bajo el título “Un oficio del siglo XX”, cuando aparece en escena el genio excepcional y festivo de Cabrera Infante. La singularidad del libro no reside tanto en la inteligencia analítica de su visión de las distintas películas y, por tanto, del cine como arte paradigmático del siglo XX, sino en la transformación del crítico en cínico personaje de ficción, un ente imaginario que muestra así su carácter de ficción política y cultural. Este memorable compendio que recopila sus críticas y retrata con humor la carismática figura de G. Caín (reverso tenebroso y simétrico de Abel G., nombre sintético del director francés Abel Gance) puso las bases de su concepción cómica de la narrativa y supuso una primera tentativa de desestabilización de la lengua y la cultura canónicas.

“Arcadia todas las noches”, publicada por primera vez en 1978, es la recopilación de las conferencias que Cabrera Infante, ya sin máscara protectora, dedicó entre la primavera y el verano de 1962 a glosar las virtudes del quinteto de cineastas americanos que entonces le importaban más que su vida, en peligro de verse anulada por un régimen castrista que había empezado a considerarlo un peligroso disidente. Releídas hoy, estas conferencias permiten ahondar en la grandeza del cine clásico de Hollywood y poner en duda la supuesta sumisión de sus creadores a las leyes del mercado. Orson Welles abre el libro como muestra genial de la ostentación barroca y la desmesura fílmica y Vincente Minnelli lo clausura entre la felicidad de sus musicales, el genio amable de sus comedias, la fuerza de sus melodramas y la nostalgia universal por una Arcadia mítica que solo existe en la pantalla de cine por un puñado de horas. En medio, con un despliegue de humor y erudición incomparables, Cabrera Infante retrata a directores tan fundamentales como Alfred Hitchcock, maestro total del arte cinematográfico, o tan divergentes como Howard Hawks, modelo paradójico de un cine viril, y John Huston, obsesionado por el fracaso y los antihéroes.

Los cinco magníficos del cine americano se ven reunidos en este estupendo libro bajo la inteligente idea de Valéry sobre Leonardo que Cabrera Infante se apropia para elevar el cine a la condición de gran arte: “para ellos el cine hace las veces de la literatura, del filosofar y de la poesía”. 

miércoles, 2 de junio de 2021

SIN MAÑANA

[Publicado ayer en medios de Vocento] 

El futuro ya no es lo que era, dijo el poeta Paul Valéry y se quedó mirando el cielo en busca de nuevas estrellas, como un vulgar productor de Hollywood. El futuro es global, dijo el presidente Sánchez y se quedó atrapado en un bucle temporal, como un androide de última generación, preguntándose qué ingenio publicitario había concebido la estrategia. Para sacarlo del bloqueo de la propaganda progre, se les ocurrió invitar a una escritora a quien suponían afín y se toparon con la voz del alma vieja del pueblo. Sensatez castiza en estado puro.

El futuro es la mercancía favorita de los mercaderes de sueños e ilusiones. Como todos los creyentes en el progreso, Sánchez tenía tanta hambre de futuro que se comió crudo el porvenir de la gente y ahora le vende las sobras a precio de saldo. Eso pretende la magia de la agenda “España 2050”. Sacarnos del presente hipotecado y proyectarnos en un futuro de precariedad y subarriendos. Sánchez no calcula bien sus gestos de prestidigitador. Después de la pandemia, solo un ingenuo se tragaría el alegato vacío sobre el mañana efímero. La fe en el progreso es el Prozac de las clases pensantes, escribió John Gray, y también de los políticos sin ideas propias. Quien tiene el futuro garantizado con este discurso fantasioso es Sánchez. Sus cómplices globalistas ya le reservan un puesto de privilegio en la vanguardia de los elegidos que residirán en una plataforma celestial, tras abandonar la vida pública, lejos del ruido mediático y la suciedad insostenible del planeta de sus desdichas.

El contraste entre el populismo pueblerino de Ana Iris Simón y el globalismo elitista de Sánchez es irónico, como si el destino de España fuera un drama costumbrista de Azcona o una distopía futurista al estilo de “Blade Runner”. Pese a su edad, Simón me recuerda a mi difunta abuela, también manchega y apegada a las virtudes del pueblo llano. Es el fracaso ideológico de la izquierda y la derecha de hoy. Sus luchas espurias en nombre de la desmemoria histórica solo han conducido a este país a dar un salto cultural regresivo a una provincia atrasada donde sobrevive una juventud en paro técnico que no se ha enterado aún de que la realidad de sus ancestros ya no existe más que en sus cabezas amuebladas por Ikea. Es historia viva de España, la más triste de todas las historias tristes, y termina mal. En 2050, si se cumple lo previsto. En este contexto, los indultos suenan a insultos. Qué pena que no haya elecciones mañana. Qué pena que no haya mañana.