“But Joyce –a radical
neither in the left wing nor the reactionary sense- was at least a populist and
a plebeian. “I don´t know why the communists don´t like me”, he complained
once, “I´ve never written about anything but common people.”
[“Pero Joyce, ni un
radical de izquierdas ni de derechas, era al menos un populista y un plebeyo. “No
sé por qué no gusto a los comunistas”, se quejó una vez, “si solo he escrito
sobre la gente común”.]
-Fredric Jameson, “Ulysses in History"-
Para empezar a leer el Ulises de James Joyce convendría adoptar dos actitudes
complementarias: bajarlo del marmóreo pedestal donde la espontánea tendencia
humana a la sacralización de lo incomprensible y extraño lo habría aupado para
olvidarse de él y recorrerlo de principio a fin con la libertad libidinal con
que nos entretendríamos en las partes y zonas más estimulantes del cuerpo
deseado. Desmitificación y fetichismo, contacto igualitario y pasional, me
parecen, a estas alturas de la historia de la sensibilidad, las únicas vías
recomendables para adentrarse en las densas páginas del mamotreto dublinés sin
caer en el tedio ni recaer en la indiferencia: propuestas de una lectura
“cuerpo a cuerpo” que deberían impulsar al lector solitario a refinar el goce
sensorial de su relación tanto con el mundo y la vida como con la literatura y
el arte.
Una lectura libre y gratificante de Ulises, en mi opinión, podría
prescindir (solo en un principio) de
los tres primeros capítulos de la novela (centrados en Stephen Dedalus, el
“artista adolescente”) y comenzar directamente por el cuarto (titulado
“Calipso” en el plan mitopoético original calcado de la Odisea), donde nos
deslizamos entre las cálidas sábanas junto al cuerpo exuberante de Molly Bloom
recién despertada y acompañamos a Leopold Bloom, ya levantado, en los
preparativos de un suculento desayuno a base de riñones de cordero y otras
entrañas animales. A partir de ese momento, saltándonos las páginas más
fastidiosas como si jugáramos a la “rayuela” cortazariana, seguiríamos a este
prosaico transeúnte en su odisea provinciana por la Dublín de comienzos del
siglo pasado a lo largo de otro día intranscendente para verlo regresar de
noche, tras múltiples venturas y desventuras, al mismo hogar y acostarse en la
misma cama junto a la misma Molly, ahora desvelada y locuaz. Al final del largo
viaje, ninguna novedad excepto la repetición y la banalidad. El eterno retorno
de lo nimio, efímero y cotidiano. Sí
quiero sí, dice la voluptuosa Molly, que no se mueve de la cama en toda la
novela, aunque la cama sí lo haga cuando el verbo copulativo y la carne
sudorosa se conjugan al compás de su ritmo cadencioso y lúbrico.
En este librote enciclopédico conviven sin
estorbarse lo sublime y lo abyecto, la más alta inteligencia con la más baja
pasión, el afecto instintivo y el conocimiento luminoso. Es el libro más
humano, en todos los sentidos de esta expresión, que se haya escrito jamás, el
documento excepcional de una cultura que lo sabe todo sobre sí misma y no da un
paso atrás ni aparta la mirada espantada sino que se reconoce en ese espejo
imaginario con todas sus taras, miserias y grandezas (de ahí que Jacques
Derrida lo considerara, a pesar de todo, una máquina suprahumana del recuerdo,
una suerte de memoria total de Occidente). El pico parlante de Joyce era
verdaderamente de oro, pero donde picoteaba con su pico penetrante no relucía
precisamente el preciado metal de los alquimistas medievales sino el
excremento, la suciedad, la mugre y el desecho. Esteta del estercolero de la
vida humana y verdadero dandy de la
basura, como lo habría llamado Michel Tournier, Joyce escribió con Ulises la
primera novela que es una gigantesca montaña de inmundicias, un Himalaya de
humus, un vertedero elefantiásico de residuos y detritos milenarios donde la
acción de las bacterias y los insectos facilitaría la lectura a retazos, en pos
de los trozos más escocidos. Opus nigrum:
de la negra noche del hombre y la mujer brota la luz de la afirmación material
plena de vida. Ulises, con toda su
expansiva obscenidad e irreverencia, grosería y prosaísmo a ultranza,
representa la cima estética del arte vulgar y cómico que procede desde la
antigüedad grecorromana hasta la era anterior a la televisión, cuando la
vulgaridad y la estupidez se vuelven formas espectaculares y adquieren otro
sentido más consentido.
Es un libro quizá demasiado humano para algunos,
por eso no le ha casado nunca bien la divinización académica, y es el libro más
verdaderamente democrático que quepa concebir. En cierto modo, si algún día
hubiera en esta bendita, maldita tierra una forma de organización social digna
de nuestros deseos y anhelos más profundos, libre de supersticiones y temores,
injusticias y crímenes, Ulises sería
su Biblia universal, el libro profano de la reconciliación utópica entre
hombres y mujeres. Como escribe acertadamente Francisco García Tortosa en el
prólogo de su última traducción al español: “Desde esta materialidad, amoral y
pura, cabe forjar la estructura de un mundo social nuevo”. El sí quiero Sí de Molly Bloom, un rebuzno
de gloria carnal y mundana (análogo al del asno de “La fiesta del asno” de
Nietzsche en Así hablaba Zarathustra),
actuaría entonces como vínculo de unión de este nuevo contrato social escrito
con humor incomparable y expresado como un mandamiento libérrimo en el menos
monótono y más femenino de los monólogos. Otra lectura más gozosa podría
comenzar entonces por este extremo avanzado de la novela, como un bucle erótico
y corporal: tomaría pie en los descuidados dedos y planta con que Molly
acaricia en el recuerdo el miembro prominente de su amante Boylan para
ascender, en sentido inverso, hasta la cabeza de la novela que es el cerebro
privilegiado del inmaduro Stephen Dedalus en comunicación verbal permanente con
el caótico cerebro del hombre medio Leopold Bloom.
Con razón afirmaba Fredric Jameson que la
designación de cada capítulo de Ulises
con el nombre de un órgano o miembro diferente del cuerpo humano constituía
“uno de los logros filosóficos supremos del movimiento moderno, comparable a la
invención kantiana de las categorías”. La presencia materialista del cuerpo y
sus funciones menos presentables para una mentalidad puritana es una de sus
cualidades más atractivas y, quizá, la que más lo aproxima a una mentalidad
contemporánea, formada en las experiencias más avanzadas del cine y la
literatura recientes y las artes plásticas. En este sentido, Ulises es un libro orgánico
reconstruido con miembros trasplantados de toda la historia de la cultura y la
experiencia humana; un cuerpo pulsional y expresivo que posee riñones
(“Calipso”), corazón (“Hades”), pulmones (“Eolo”), esófago (“Lestrigones”),
cerebro (“Escila y Caribdis”), sangre (“Rocas errantes”), oído (“Sirenas”),
músculos (“El cíclope”), ojos y nariz (“Nausicaa”), útero (“Los bueyes del
sol”), aparato locomotor (“Circe”), nervios (“Eumeo”), esqueleto (“Ítaca”) y
carne hiperestésica (“Penélope”).
Así, esta correspondencia visceral configuraría
un cuerpo simbólico nuevo, surgido del ensamblamiento prodigioso de cada parte
a través de la diversidad de estilos y personajes, un organismo de fisiología
decididamente incompleta y abierta a las mutaciones, una anatomía monstruosa o
polimorfa que, como la huérfana criatura de Frankenstein, no debería
horrorizarnos sino fascinarnos. Sólo nuestra lectura cómplice puede entregarle
a Ulises la plenitud de un cuerpo
vivo en el que abrazar a placer todo lo que le falta. Pues Ulises no es, en
definitiva, sino la consumación lingüística de una problemática historia de
amor entre la novela y la realidad.
Sí quiero
sí,
dirá también el lector afortunado, una vez más, al terminar de leerla.