jueves, 25 de julio de 2024

LO IRREPARABLE


 [Salman Rushdie, Cuchillo, Random House, trad.: Luis Murillo Fort, 2024, págs. 207]

Este es un libro sobre lo irreparable. Lo irreparable, como decía Agamben, es que las cosas sean como son. Como el mundo es, esto es lo irreparable. Pero esto no lo vuelve trascendente. Al contrario, como dice Rushdie, evocando a Kundera, en este libro conmovedor y veraz como pocos: la insoportable levedad del ser es la única verdad de la vida y del mundo. Y, por tanto, el atentado que sufrió el 12 de agosto de 2022 por parte de un fanático descerebrado en nombre de Alá se integra en esa cadena de absurdos que constituyen la trama de la existencia humana. La diferencia es que el cuchillo afirma de manera absoluta, durante el acto por el que un terrorista integrista pretende acabar con la vida de un escritor ateo, el poder criminal de la ortodoxia y el fundamentalismo frente al arte y la libertad de pensamiento y expresión.

Si la vida no es trascendente, en suma, cualquier acto cometido contra ella tampoco. Esto es lo que obsesiona a Rushie, maltrecho, tuerto, casi ciego como Borges y manco como Cervantes. Un emblema de la sabiduría de la literatura y la cultura frente a la barbarie y la irracionalidad. Como decía Christopher Hitchens sobre la fetua contra Los versos satánicos: en un lado se pone todo lo que odio, la dictadura, la religión, la estupidez, la demagogia, la censura, el acoso y la intimidación, y en el otro todo lo que amo, la literatura, la ironía, el humor, el individuo y la libertad de expresión. Treinta y cinco años después de la sentencia del ayatolá contra el autor del libro sacrílego, y casi dos años después de su ejecución parcial, la elección del programa político al que deberíamos apoyar no ofrece alternativa, aunque cierta izquierda sectaria naufrague hoy en la confusión moral y el dogmatismo ideológico del multiculturalismo mal entendido.

Lo irreparable es que nada vuelva a ser igual para Rushdie después del atentado, ni para su cuerpo ni para su cerebro creativo. Las dudas sobre las expectativas de una vida mermada, a pesar de todo, las dudas sobre la vivencia cotidiana y sobre la posibilidad de volver a crear novelas que estén a la altura de su obra anterior, se ven resueltas por el acto de amor que entraña también la escritura de esta confesión dolorosa. La lectura del libro es un testimonio del combate de la inteligencia contra el fanatismo y de la recuperación del escritor que necesita superar el trauma y creer de nuevo en sí mismo. Y, al mismo tiempo, la constatación de que solo el amor de una mujer como Rachel Eliza Griffiths está por encima de todo. El amor lo vence todo, como decía Virgilio. El amor humano, no el divino, tan peligroso como el odio.

Una religión que utiliza la muerte como instrumento de su credo, o como defensa de su doctrina, es una religión que merece ser considerada como religión de la muerte. Y eso es lo que revela a Rushdie el cuchillo que estuvo a punto de acabar con su vida. La muerte es la antítesis del amor. La religión del amor no enarbola cuchillos ni armas mortíferas. La religión del amor es la única religión, o creencia moral, o ética, que los seres humanos deberían profesar para dar un salto evolutivo que dejara atrás la violencia y la incultura. Este libro de Rushdie es, en el fondo, un alegato humanista para una sociedad que le está volviendo la espalda, por cinismo y estupidez, a los valores culturales del humanismo. Solo por esto, sería de lectura obligatoria. 

domingo, 14 de julio de 2024

MALDITO SADE


 [Joel Warner, La maldición del marqués de Sade, Crítica, trad.: Efrén del Valle, 2024, págs. 330] 

Pero el cuerpo tenía sus propias formas de cultura. Tenía su propio arte. Las ejecuciones eran sus tragedias, la pornografía era su romanticismo. 

-Margaret Atwood, Oryx y Crake-


         Un libro apasionante como este, aparecido en un momento crítico como el final de la pandemia, tiene la virtud de obligarnos a reflexionar sobre el significado de la figura equívoca del marqués de Sade en el mundo del siglo XXI. La inteligencia de Warner en la construcción del libro se manifiesta en una doble narrativa, convergente y divergente al mismo tiempo, que tiene el acierto de poner en perspectiva la historia cultural de los últimos dos siglos.

El origen de ambas series es común. La noche del 22 de octubre de 1785 en la que Sade, prisionero en la Bastilla, comienza a escribir su novela más terrible, Las 120 jornadas de Sodoma, ese artefacto supremo de la contabilidad aplicada a la pasión criminal, de un horror insuperable en la descripción y clasificación de las conductas psicopatológicas vinculadas al instinto sexual, un antecedente ficcional del célebre libro de Krafft-Ebbing (Psychopathia Sexualis; 1886). Sade lo escribe en secreto cada noche, en sesiones de tres horas, durante treinta y siete días, pegando hojas de papel con ánimo maníaco y dándole la vuelta al rollo para escribir por el anverso con una letra diminuta. Terminado, enrolla el manuscrito y lo guarda en un escondrijo de la pared de su celda. En julio de 1789, antes de que estalle la revolución, Sade es trasladado al manicomio de Charenton y olvida llevarse consigo el rollo novelesco, lo que le ocasionará un sufrimiento indecible. Aquí comienza la maldición de esta obra a lo largo del tiempo, pasando de mano en mano, de coleccionistas y bibliófilos a sexólogos y seguidores de la literatura de Sade, hasta terminar en poder del Estado francés, que lo custodia con celo republicano como a una preciosa reliquia de su patrimonio cultural.

La doble serie del libro alterna los episodios de la biografía de Sade, con toda su carga de sensualidad desbocada, lujo aristocrático, libertinaje, violencia, provocación y desgracia, y las vicisitudes del pergamino original, entre Francia y Alemania. Más allá de bibliófilos codiciosos o lectores viciosos, fueron dos los personajes más fascinantes, ambos judíos, que tuvieron una relación fecunda con el perverso manuscrito: Iwan Bloch, experto en enfermedades venéreas e interesado en descubrir las causas profundas del desafuero libidinal de la modernidad urbana; y, en especial, la vizcondesa de Noailles, Marie-Laure, tataranieta de Sade, a la que la lectura del manuscrito de Las 120 jornadas de Sodoma le cambió la vida burguesa de la que disfrutaba en el corazón de París junto con su marido, el vizconde de Noailles, fomentando con su financiación las más audaces aventuras de la vanguardia artística del momento, como La edad de oro de Buñuel, tan impregnada de lecturas sadianas (Buñuel leyó también el manuscrito custodiado por la vizcondesa y rindió un sarcástico homenaje a la novela con ese final ofensivo en el que Jesucristo aparece disfrazado como el libertino más contumaz de los que abandonan el castillo tras consumar la gigantesca orgía). Bloch apadrinó con su autoridad científica y su rigor moral las primeras ediciones restringidas de la obra sadiana y, en gran parte, a él se debe el prestigio y la consideración del discurso del autor de Juliette; mientras Marie-Laure, dueña exclusiva del rollo erótico y destinataria ideal de sus signos efusivos, supo comprender mejor que nadie a comienzos del siglo XX la promesa de libertad individual y la invitación al placer cifradas en Sade.

Comparados con el sexólogo alemán y la aristócrata parisina, los otros bibliófilos y coleccionistas que se disputaron hasta ayer mismo la propiedad del rollo maldito demuestran que la pasión por el dinero y el fetichismo de los objetos son directamente proporcionales al desinterés por el valor simbólico de la obra sadiana. Incluso así, Warner logra transmitir una lección esencial sobre el papel de la literatura de Sade en el desarrollo de la espiritualidad humana. 

lunes, 1 de julio de 2024

EN BUSCA DEL CHISME PERDIDO

Nos pasamos la vida esperando que Mefistófeles nos ofrezca cumplir todos nuestros deseos a cambio de un alma que no vale nada o muy poco a nuestros ojos en comparación con las promesas y tentaciones que la vida nos hace a diario. Nos pasamos la vida esperando ese momento y nunca llega, para nuestra desgracia, o, si termina llegando, los deseos se revelan insatisfactorios y las promesas indignas. No hay solución. Capote lo sabía. Todo lo demás son cuentos, o novelas, ficciones inútiles, hechas para el entretenimiento y el consuelo masivos, como esta maravillosa novela incompleta, una de las más cáusticas (en el sentido celiniano de la expresión) de un siglo como el veinte que abundó en ironías y sátiras más o menos canallescas… 

[Truman Capote, Plegarias atendidas, Anagrama, trad.: Ángel Luis Hernández, 2024, págs. 189] 

      Inconclusa y póstuma. Suena a maldición y no lo es. Esta novela interminable es la punta del iceberg de una obra que Capote concibió para ajustar las cuentas al mundo en el que se movía como una piraña hambrienta y, al mismo tiempo, la consumación de su talento, conocimiento mundano e ingenio cáustico. Como Proust, sí, debió pensar, al verla diseñarse en su mente, pero con la malicia canalla de un navajero en horas bajas. En 1966 firmó un sustancioso contrato a cambio de esta novela en curso, semanas antes de que el éxito avasallador de A sangre fría le mostrara el valor lucrativo de su escritura y el morbo infinito de los lectores.

Todo esto, por cierto, no habría vuelto a la actualidad de no ser por la magnífica miniserie Feud: Capote contra los cisnes, de Gus Van Sant y Ryan Murphy. Esta joya televisiva ha creado el contexto perfecto para leer esta novela inacabada de Capote y comprender al fin las motivaciones de su gestación traumática y los móviles de la escritura del autor americano. Más que una novela en clave, como suele repetirse sin reflexionar demasiado, Plegarias atendidas (1986-87) es una novela clave en el canon de Capote.

El difunto Edgardo Cozarinsky hablaba en un ensayo antiguo (“El relato indefendible”, escrito en 1973, dos años antes de que Capote diera a conocer algunos polémicos y chismosos capítulos del libro en la revista Esquire) de los orígenes de la novela (“o, menos taxativamente, de los relatos de ficción”) y descartaba la mayoría de las teorías corrientes, refrendando el chisme, el cotilleo, el subproducto oral de la vida social como factor determinante en la génesis peculiar de este género. Cozarinsky pensaba en Jane Austen y en su influencia en las estrategias narrativas de la “mujer araña” (Manuel Puig), aunque no lo declaraba abiertamente, pero se apoyaba en las teorías y la narrativa de Marcel Proust, Henry James y Jorge Luis Borges para validar su hipótesis, nada descabellada. Años después, en una revisión virtual del texto, bien podría haber utilizado los tres espléndidos capítulos de esta novela de Capote y, muy en especial, el memorable “La Côte Basque”, el último de ellos, que le acarreó un sinfín de desgracias y una quiebra insondable del lazo que lo unía al grupo de amigas de alta cuna y alta cama con las que compartía mesa y mantel en el lujoso restaurante neoyorquino del mismo nombre.

En “Monstruos perfectos”, el capítulo más extenso, se nos presenta la figura de P. B. Jones, un pícaro moderno, tan lleno de ambiciones artísticas como de deseos insaciables, un aspirante a escritor cuya autobiografía incluye la orfandad temprana, la celosa educación católica y las precoces experiencias sexuales que lo convierten en un amante polimorfo, tan dotado para la prostitución como para la compañía íntima más gratificante. Entre los monstruos logrados que reciben las caricias y zarpazos irónicos de Jones se encuentran la escritora eternamente becada y subvencionada Alice Lee Langman (en realidad, Katherine Anne Porter) y el dramaturgo de éxito y perverso integral Mr. Wallace (en realidad, Tennessee Williams).

Como modelos y musas, Capote eligió un sexteto singular de mujeres de la alta sociedad neoyorquina (Slim Keith, Lee Radziwill, C. Z. Guest, Gloria Guinness, Marella Agnelli y, sobre todo, Babe Paley) a las que quiso transfigurar literariamente, como escribe la novelista Kelleigh Greenberg-Jephcott (El canto del cisne; 2019), en personajes dignos de Flaubert, Tolstói y Proust, utilizando los cotilleos y chismorreos sensacionalistas sobre sus vidas privadas como material precioso con que nutrir sus cínicos relatos. El resultado, a juzgar por lo que ha sobrevivido al holocausto del manuscrito, podría haber sido una supernova narrativa con la que fundar un nuevo estilo de escribir, mitificador e iconoclasta a partes iguales, una innovadora chismografía que sirva para desnudar las imposturas de las élites y mostrar sin tapujos sus miserias y vergüenzas, y también, por qué no, sus placeres y privilegios.

Todo aquello, en suma, que las convierte en carne de revista glamurosa, como Esquire, donde Capote publicó como anticipo “La Côte Basque” en noviembre de 1975 y se labró la condena definitiva de sus cómplices cotillas, destruyendo para siempre el ambicioso proyecto de la novela. Con ese gesto melodramático, Capote demostraría que nunca comprendió que los destinatarios reales de su novela malograda no eran, precisamente, quienes la habían inspirado, sino la masa resentida y chismosa de lectores y lectoras que ardían por saciar su instinto morboso, su infinita curiosidad por el modo de vida de la clase alta y su irreprimible afán de venganza social.

martes, 18 de junio de 2024

EL MUNDO SEGÚN KNAUSGÅRD


 [Karl Ove Knausgård, La importancia de la novela, trad.: Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo, Anagrama, 2023, págs. 52] 

          En un siglo escaso, hemos pasado de Proust a Knausgård. Hemos pasado así del gran mundo de los salones mundanos creados por un demiurgo literario a la crónica confesional del hombre moderno en su penúltima encarnación. Del predominio de la recreación de la memoria como gran artificio de la sensibilidad y la cultura a través de la musicalización del lenguaje a la desnudez y austeridad del dato autobiográfico crudo filtrado por los sentidos y los afectos. De los fastos de la sintaxis y la belleza verbal de un sujeto excepcional a la fotografía forense de la vida neurótica de un futuro escritor; de una cúspide del simbolismo y la impostura artística propia del siglo XIX a los extremos de la sinceridad, la intimidad, la banalidad y la transparencia de una cultura posmoderna mediatizada por la culpa subjetiva y el aburrimiento existencial. Dicho así, sin demasiada elaboración, este asunto merece una seria reflexión crítica y teórica más allá de los límites de la literatura y la estética literaria para convertirse en una cuestión cultural e histórica de la mayor importancia.

Es interesante por ello esta charla en la que Knausgård pretende explicar a sus lectores cuáles son los fundamentos de su concepción de la novela con ejemplos, en su mayoría, del período modernista. Knausgård es ese escritor que renunció a la ficción en sus textos para acomodar la verdad de estos dentro de un marco definido por la dicción autobiográfica, el recuerdo rudo y la vivencia trivial. Es curioso, por tanto, que al presentar a sus lectores algunos ejemplos de lo que es o no afín a sus planteamientos elija novelistas antagónicos como D. H. Lawrence y James Joyce. Estoy seguro de que la mayoría de sus lectores, sin saber de antemano cuál de los dos estaría más cerca de la visión del autor de la hexalogía autobiográfica Mi lucha, se inclinaría por el primero, más naturalista y romántico, y no por el segundo, más experimental y alambicado.

Y, sin embargo, Knausgård ofrece de Lawrence una lectura reduccionista, enfatizando la importancia del relato, esto es, del sentido, sobre la sensación vital, y del autor del Ulises, con razón, una opinión centrada en su poder de captación de la vida en su génesis y devenir. Es lógico que Knausgård tenga esta preferencia por el creador de Molly Bloom, a pesar de que se olvida adrede del Lawrence que nos dio esa otra mujer irrepetible, Lady Chatterley, si se tiene en cuenta la tesis que formula sobre otro gran novelista como Dostoievski, tan realista como fantástico. El arte de la novela, como diría Kundera, consiste para Knausgård en “conseguir dar vida a lo que está ahí, hacer que brote desde debajo de los conceptos que lo tienen sujeto con mano firme”. Por eso la novela importa, como repite Knausgård citando un ensayo de Lawrence (“Why the Novel Matters”), y no es un artefacto gratuito o baladí.

Knausgård entiende el papel del novelista como el del idiota que persigue los signos de vida de los pájaros, que se identifica con ellos para sentirse vivo, como el personaje de la novela homónima de Tarjei Vesaas. Este es el mito (y la metáfora) que alienta en el corazón, nunca mejor dicho, de la escritura de Knausgård. Y es por eso significativa esta reflexión paradójica sobre la importancia de la novela. Porque procede de un escritor que, para atenerse a sus principios, necesitó superar la novela, dejarla atrás en pos de la misión trascendental que le atribuye: “entrar en el mundo y mantenerlo abierto”.

lunes, 3 de junio de 2024

KAFKA EN EL SIGLO XXI


 “Esperemos que Josefina no descubra que el solo hecho de oírla nosotros es una prueba en contra de su canto”. 

-Josefina, la cantora, F. K.- 

¿Qué decir sobre Kafka a estas alturas? Cien años después de su muerte, no hay nada que no se haya repetido hasta la saciedad, más allá o acá de la simetría alucinante de su nombre. Kafka el surrealista. Kafka el cabalista. Kafka el existencialista, el socialista, el anarquista, el sionista, el revolucionario, el tercermundista incluso. Si se piensa bien, es paradójico que un escritor tan original merezca portar todas las máscaras de la actualidad para encubrir el hecho dramático de carecer de un rostro presentable o moderno. Kafka: el judío descreído de nacionalidad dudosa que se expresaba artísticamente en la lengua elitista de Goethe, de Nietzsche y de Rilke. 

Ciudadano K. 

Kafka es una de las imaginaciones más potentes de cuantas ha producido la historia literaria. Literatura en estado puro, sin aditivos ni conservantes. La ausencia de poesía, su grotesco sentido del humor y su control sobre los excesos subjetivos del estilo lo convierten en uno de los escritores más sobrios y, al mismo tiempo, inagotables. En sus ficciones la realidad se ve sometida a la exigente legislación del sueño con el fin de desnudarla de todas esas adherencias y distorsiones que nos impiden conocerla en su integridad (en este sentido, destacaría dos relatos magistrales como ejemplos supremos de aplicación de la técnica onírica a la construcción narrativa, Un médico rural y El jinete del cubo).

Los dilemas existenciales ligados a la sexualidad, la paternidad, la identidad, la fraternidad, la amistad, etc., hallan en su literatura una plasmación figurativa y conceptual contundente. Y siempre partiendo de una premisa asombrosa que luego es explorada sin concesiones, tanto en los relatos como en las novelas, hasta sus últimas posibilidades referenciales. Sus narraciones producen la sensación de no tener principio ni final, fragmentos de un todo narrativo cuya totalidad resulta imposible reconstruir. De ahí también que su carácter póstumo le cuadre tan bien a una obra que fue concebida para ser leída con absoluta independencia de su autor.

Kafka es, sin duda, el autor de algunas de las grandes alegorías sobre el (sin)sentido de la existencia humana en el siglo veinte, pero las alegorías kafkianas, a diferencia de otras, se resisten indefinidamente a la interpretación, son difícilmente traducibles al lenguaje de la lógica o la ideología sin arruinar la complejidad de su enunciación. Sin embargo, suele conducir al error aproximarse desde una óptica biográfica a su obra, como si ésta sólo compusiera un testimonio episódico de su gran desencuentro con el mundo humano y el gigantesco aparato (llámese sociedad, estado, nación, capitalismo, cultura, etc.) puesto en marcha para garantizar el ordenamiento de la realidad. Por el contrario, la gran innovación de la narrativa kafkiana radicaría en su cómica desenvoltura para moverse entre los registros de la abstracción inhumana de la máquina y la existencia no humana del animal, instaurando, como dice Gilles Deleuze, “una máquina literaria completamente nueva”. 

La moral de K. 

Una de sus últimas ficciones fue Josefina, la cantora, una fábula ambientada entre ratones y protagonizada por una cantante cuyas tortuosas e irónicas relaciones con la masa de admiradores de su pueblo constituyen una de las más lúcidas reflexiones sobre el artista, el arte y el público, una parodia seria de la literatura de Thomas Mann (Tonio Kroger, La muerte en Venecia) o Hoffmanstahl (Carta de Lord Chandos) sobre tan delicada materia, y, sobre todo, un retrato cruel del fracaso artístico que Kafka sentía como propio. Este relato se relaciona con uno de los más famosos, La metamorfosis (que una traducción atribuida a Borges corrigió en pro de la exactitud a la lengua de origen como La transformación), donde el recurso grotesco de la animalización del protagonista sirve al propósito de mostrar la subversión que el principio de individualidad, agudizado por la conciencia alienada del artista, supone para el sentimiento gregario aplastante de la colectividad.

Como muestran las cartas a sus amadas o los espléndidos diarios, Kafka es quizá el primer escritor en experimentar el sentimiento más moderno ante la escritura: el sentimiento de la vergüenza y la humillación. La vergüenza ante lo que uno escribe y ante el hecho mismo de escribir. Vergüenza que no es sino la sentencia que el cerebro del escritor dicta contra sí mismo atendiendo las demandas del severo tribunal de la sociedad burguesa, industrial o comercial, el orden patriarcal de la familia, para quien la práctica de escribir y la existencia misma de la literatura son no sólo una inutilidad sino una dedicación ridícula. Sólo la riqueza y el éxito alcanzado con productos editoriales legitimarían para la ideología o la mentalidad burguesa la vocación de escribir, consagrándole todo el tiempo del mundo (el tiempo perdido y el “tiempo recobrado” de Proust, hermano de sangre de Kafka en tantas cosas, cobran aquí, precisamente, una significación nueva, gracias a la equivalencia tiempo=dinero establecida por la ideología capitalista). 

La máquina de K. 

Un significativo contingente de sus narraciones aborda el modo en que objetos inertes y mecanismos tecnológicos, burocráticos o jurídicos se confabulan contra sus atribulados protagonistas, como sucede en Blumfeld, historia de un soltero o  La construcción de la muralla china. Quizá la más elocuente, junto con sus dos grandes novelas (El proceso y El castillo), sea En la colonia penal: un relato sobre una máquina infernal que inscribe la letra de la sentencia en el cuerpo del reo y un guardián perverso tan fascinado con su funcionamiento punitivo, como un discípulo demente de Foucault, que acaba aplicándolo sobre sí mismo en un auto-sacrificio análogo, para Kafka, al suplicio físico y mental de escribir.

En esta parte fundamental de su obra, Kafka retuerce hasta la parodia y la irrisión los procedimientos lógicos, con la modalidad legal y administrativa en primer lugar, como expresión de la racionalidad tecnocrática que rige los procesos de organización humana, con objeto de desestabilizar las realidades que el sistema simbólico legitima y garantiza. Como dijo Hannah Arendt, en las ficciones de Kafka “el personaje descubre que el mundo y la sociedad de la normalidad son, de hecho, anormales, que las sentencias emitidas por los prohombres de prestigio reconocido son de hecho demenciales, y que los actos que se derivan de las reglas del juego son de hecho desastrosos para todos”.

La Ley es, precisamente, uno de los mecanismos básicos del orbe kafkiano. El principio absoluto, el valor sublime, la figura dominante del padre que infantiliza al hijo con su autoridad. Privado de acceso a la esfera donde el poder dictamina el orden de las cosas, al huérfano personaje kafkiano sólo le queda merodear por los alrededores de la puerta por la que podría acceder al interior de ese espacio inexpugnable donde se cifra todo el sentido de su existencia. Nunca lo consigue, entre otras cosas porque tampoco disfruta del tiempo suficiente para llevar a cabo esa acción transgresora, y sólo puede aspirar a legar a otras generaciones la tarea interminable de construir la muralla de protección, única garantía de que los bárbaros (es decir, la locura, el caos, la vida salvaje y la animalidad primigenia) nunca tomarán la ciudad (mental o real).

El bárbaro, el nómada o el indio representan en Kafka una figura ambigua, tanto el libertador como el enemigo terrible de la ley y el orden, encarnación humana del animal añorado (Un viejo manuscrito). 

El zoológico de K. 

Para escapar de ese mundo asfixiante y enteramente administrado, Kafka se aleja de lo humano mismo, establece una línea de fuga posible hacia el animal, reescribiendo para la realidad traumática del siglo veinte la tradición fabulística que se remonta a Esopo y los apólogos orientales. El “zoo” de Kafka se vuelve un espacio lógico, una heterotopía biológica avant-la-lettre que contiene especies tan diversas que conjugan potencias vitales y situaciones nuevas, dignas de un delirante dibujo animado. No representan exactamente lo mismo, desde luego, el insecto multiforme (un escarabajo inclasificable) de La metamorfosis, el ex simio locuaz de Informe para una academia o el topo arquitecto de La construcción que el perro cervantino de Investigaciones de un perro, los chacales exterminadores de Chacales y árabes o los ratones de la utopía colectivista de Josefina. Mucho menos el enigmático Odradek de Preocupaciones de un padre de familia, una criatura imaginaria de frágil entidad que constituye otro desfigurado autorretrato kafkiano ejecutado desde la perspectiva omnisciente y despectiva del padre.

Hay un apólogo, sin embargo, que logra reunir las dos dimensiones (el animal y la ley) con suprema ironía histórica: El nuevo abogado, donde la figura del leguleyo la encarna un caballo (acaso como réplica a la sátira feroz del “Viaje al País de los Houyhnhnms”, la cuarta parte de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift), un caballo ilustrado y elocuente que responde al nombre de Bucéfalo, la montura egregia del emperador Alejandro Magno. Abandonada ya la voluntad de poder imperial, el caballo de batalla, a falta de más altas empresas heroicas, ha decidido consagrarse a la retórica de los tribunales, el conocimiento metódico y el ejercicio árido de las leyes. 

K. y la vida presente 

El cuerpo, la máquina y el monstruo. Las tres categorías articulan cualquier ecuación literaria kafkiana. El cuerpo del soltero, el condenado, el culpable. La maquinaria de la ley, la abstracción, los códigos, los símbolos. Y el monstruo, la metamorfosis, el devenir. Como declaraba Vladimir Nabokov en su análisis entomológico de La metamorfosis: “Bendigamos, bendigamos al monstruo; pues en la evolución natural de los seres, el mono no se habría convertido en hombre si no hubiese aparecido un monstruo en la familia”.

Según le dijo a su admirador Gustav Janouch en el curso de una de sus interminables conversaciones, Kafka consideraba el arte, incluido el suyo, como “un espejo que se adelanta”, no exactamente una profecía sino una crónica de lo real venidero.

Muchos de los motivos del presente se encuentran ya en su obra: un mundo enteramente administrado, o donde la parte de administración ocupa y controla gran parte de la actividad humana; la muerte del sujeto individual o su aplastamiento por la confabulación de la masa y el poder; el dominio de la abstracción, del formalismo de la maquinaria, sobre las formas de vida (alguien, citando a Foucault con razón, hablaría de la “microfísica del poder” puesta en narración una y otra vez por Kafka); una cultura de especialistas, o seudoespecialistas, un producto de sus interminables disputas, de sus razonamientos infinitos y de sus imposibles acuerdos; la institucionalización del arte y la anulación del potencial crítico del pensamiento y la creación; el fin del contrato sexual entre hombres y mujeres, y la constitución de un complejo paisaje de relaciones que oscila entre la promiscuidad y la soledad absoluta, la obsesión psicopatológica y la fantasía mediatizada; la desaparición virtual de la naturaleza y la conversión de lo real en un entorno totalmente artificial; y, como correlato del anterior, la nostalgia por la animalidad perdida, las formas primitivas y la barbarie como imaginaria línea de fuga de las condiciones de vida en el mundo de la extrema civilización tecnológica.

En el turbulento contexto del nuevo siglo, la risa subterránea de este naturalista metafísico de las mutaciones humanas seguirá siendo una aliada imprescindible.

viernes, 10 de mayo de 2024

CHINA ES EL FUTURO


Hao Jingfang (1984). Estudió Física, pero es doctora en Macroeconomía. En 2016 se convirtió en la primera mujer china ganadora de un Premio Hugo por la traducción al inglés de la ficción breve “Entre los pliegues de Pekín” (publicada en chino en 2012). Su relato “Planetas invisibles”, una reescritura en clave de ciencia ficción de Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino, fue incluido en la antología de ciencia ficción china Planetas invisibles (Ken Liu, 2017) y sus relatos “Entre los pliegues de Pekín” y “El tren de Año Nuevo” se encuentran recogidos en otra antología similar (Estrellas rotas; Ken Liu, 2020). Ha publicado las novelas de ficción científica Vagabundos (2011) y Saltonautas (2021), ambas traducidas al inglés por el infalible Ken Liu, uno de los más inventivos y originales escritores del género y, además, gran introductor de la ciencia ficción china en el mundo anglosajón. 

[Hao Jingfang, Saltonautas, Nova, trad.: David Tejera Expósito, 2024, págs. 448] 
        
Los pensamientos de vuestras mentes, las emociones que sentís, toda vuestra vida interior se encuentra en los griones.

-Hao Jingfang, Saltonautas, p. 261- 

China no perdió el tren de la historia. Al contrario, como demuestran sus avances del último siglo y la literatura especulativa más innovadora del momento, los chinos parecen subidos a un cohete fantástico que los transporta hacia un futuro del que se diría que lo saben todo y sobre el que poseen claves que nadie más conoce. Es lógica la predilección china actual por la ciencia ficción ya que este género anticipa visiones del futuro leídas en los signos del presente.
        En 1903, Lu Xun, el patriarca de la literatura china moderna, dijo: “El progreso del pueblo chino comienza con la ciencia ficción”. Y este fue el lema del proyecto político en que Mao y los suyos embarcaron al país durante tres décadas y que se llamó “salto adelante”. Durante mucho tiempo, en parte debido a los fracasos del régimen maoísta, los chinos desconfiaron de la idea de futuro y le volvieron la espalda a la ciencia ficción, como dice Fei Dao, uno de sus escritores más notables. Hubo que esperar hasta el siglo XXI para que los chinos dejaran de considerar vergonzosa la literatura que se ocupaba del futuro y comenzaran a experimentar un legítimo orgullo al ver cómo una de sus supernovas narrativas, El problema de los tres cuerpos (2008) de Liu Cixin, se convertía en un fenómeno de la literatura mundial.
        Después de eso, la ciencia ficción es una de las muestras del género que más interés ha suscitado dentro y fuera de China y donde la creatividad y el acervo milenario de la literatura china han encontrado un lugar privilegiado para expandirse. Y aquí es donde aparece la joven figura de Hao Jingfang, nacida en 1984, la primera ganadora asiática del prestigioso premio Hugo con su novela corta de temática distópica “En los pliegues de Pekín” (2012), traducida al inglés por Ken Liu, otro de los grandes adalides del género y gran introductor del mismo en Estados Unidos mediante diversas antologías y traducciones. Vagabundos, la primera novela de Hao, se publicó en 2016 y tuvo una gran acogida mundial tras ser traducida en 2020, y ahora acaba de aparecer, simultáneamente en Europa y Estados Unidos, Saltonautas (Jumpnauts), publicada en China en 2021.
        El ingenioso título de la novela es un juego de palabras encriptado en un hanzi o sinograma que combina el concepto de salto, en sentido cuántico, y el de tránsito, como circulación entre universos, con los sujetos humanos que realizan ese viaje especial. La novela tiene elementos que la adscriben a la narrativa juvenil y celebra, en este sentido, la visión de la tecnología y el futuro que sostiene con optimismo la juventud china. En el fondo, la doble hélice narrativa se entrelaza en torno a los ejes de la formación de un grupo de cuatro miembros (Yun Fan, Jiang Liu, Qi Fei y Chang Tian), cuya reunión se considera un experimento concebido en beneficio de la humanidad, y el encuentro con una civilización alienígena de nivel superior que descubre los secretos más reveladores del multiverso, la historia antigua y la energía (los griones, esas partículas fundamentales radicadas en la base de la materia, tan afectivas como informativas y comunicativas, que son el brillante hallazgo de la novela) con el fin de que extiendan la novedad del mensaje en el planeta Tierra.
    Por desgracia, la geopolítica terrestre sigue marcada por la división y el conflicto endémico entre facciones antagónicas, La Liga del Pacífico contra la Alianza Atlántica, pero la labor de los “saltonautas” logra concienciar al mundo de la conveniencia política de la paz y el desarrollo en favor del pueblo. Es una novela que expresa, de manera alegórica, el protagonismo absoluto que China se atribuye en el futuro de la humanidad. Ya solo por eso, merece ser leída con atención. 

viernes, 19 de abril de 2024

VÉRTIGO PLATÓNICO

 

          Siento disentir por una vez de mi maestro Guillermo Cabrera Infante, pero Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), siendo la obra maestra que él celebró como crítico avanzado de su tiempo en sintonía con la crítica de Cahiers du Cinéma, no es para nada una “apología del amor” ni “el primer gran film surrealista”, comparable a Nadja (1928) de André Breton, como escribió en el momento de su estreno mundial en una crítica entusiasta recogida en su libro Un oficio del siglo XX (1982, p. 364), ni tampoco “la primera obra romántica del siglo XX” (ibíd., p. 367), ni siquiera un paradigma del “neorromanticismo” que resurgía como reacción contra la decadencia del neorrealismo (ibíd., p. 383). Cabrera Infante, ofuscado por la euforia estética y las derivas amorosas de su propia vida, proyectó en esta prodigiosa obra de Hitchcock sus propios fantasmas y fantasías más íntimas, muy en consonancia con el espíritu y las intenciones originales de la película.

Antes del arte pop, Vértigo se situaría, más bien, en la estela artística y filosófica de la inversión del platonismo, entre Nietzsche, Deleuze y Klossowski, entre la más alta potencia de lo falso y la teoría de los simulacros: “[l]a copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro una imagen sin semejanza…El simulacro no es una copia degradada; oculta una potencia positiva que niega el original, la copia, el modelo y la reproducción” (Lógica del sentido, pp. 259 y 263).

Vértigo es, como dice Žižek inspirándose en Deleuze, “la película antiplatónica por excelencia, un sistemático ataque materialista al proyecto platónico…La furia asesina que se apodera de Scottie cuando descubre que Judy, a la que ha intentado convertir en Madeleine, es (la mujer que conocía como) Madeleine es la furia del platónico engañado cuando se da cuenta de que el original que quiere convertir en una copia perfecta ya es en sí mismo una copia. Lo impactante aquí no es que el original resulte ser una mera copia -un engaño clásico contra el cual el platonismo nos advierte constantemente-, sino que (lo que considerábamos) la copia resulta ser el original” (Incontinencia del vacío, p. 102).

Al final, el facsímil es el único original realmente existente: nunca Hitchcock se acercó más a Buñuel (Ese oscuro objeto del deseo). Solo Brian de Palma, cineasta neobarroco, fue capaz de superarlo (o reescribirlo) en Body Double, mezclando múltiples géneros y estilos heterogéneos (el terror, el neonoir, el slasher, el porno y el videoclip) en su estrategia radical de desmitificación fílmica.

En definitiva, cualquier espectador (masculino o femenino) es sometido al escrutinio inconsciente de sus suntuosas imágenes cada vez que asiste a la proyección de Vértigo (“a sexual film”, como lo llama David Thomson en A Light in the Dark (p. 85), antes de echarle encima los perros de la corrección política), una película que pone a prueba los fundamentos del amor, la sublimación, el deseo, la pulsión y la atracción erótica…

 

[Manuel Arias Maldonado, Ficción fatal (Ensayo sobre Vértigo), Taurus, 2024, págs. 295] 

El artista no es sólo el enfermo y el médico de la civilización: es también su perverso. 

-Gilles Deleuze, Lógica del sentido, p. 241- 

Da gusto, para empezar, leer un ensayo como este en que la mirada no especializada de un cinéfilo vocacional se enfrenta a uno de los objetos fílmicos más deseables de la historia del cine para críticos, teóricos, historiadores y presuntos especialistas. De todas esas pretensiones de domesticar al objeto llamado Vértigo da cuenta Arias Maldonado con su habitual solvencia y conocimiento de los entresijos del discurso analítico. Hace bien el autor en titular “ficción fatal” su propia historia de amor y fascinación con Vértigo, ya que la mejor manera de aproximarse a una obra maestra de esta naturaleza enteramente nueva es transformarla en la analogía de una “femme fatale” del cine negro: una criatura de perdición que se desliza entre la luz y la oscuridad de la pantalla, conjugando los enigmas y fantasmas que asedian el inconsciente y la libido del espectador, sea cual sea su sexo reconocido o sus preferencias eróticas.

No es una mala metáfora inicial: la ficción se vuelve fatal dentro y fuera de la pantalla, para los personajes de la enrevesada trama y para los espectadores de las suntuosas imágenes que la plasman, sometidos a la seducción y la idolatría de sus formas audiovisuales antes de conducirlos al abismo al que se enfrenta el protagonista al final de la película. A ese abismo es al que se asoma Arias Maldonado sin perder de vista los riesgos de escrutar un objeto artístico hecho de deseos y fantasías. Esa es también la perspectiva vertiginosa desde donde examina las incontables teorías y discusiones que ha suscitado la película en los sesenta y cinco años transcurridos desde su fallido estreno, ganando entre tanto el aprecio crítico y la admiración mitómana de sus fans.

No olvidemos que los equivalentes en otras artes de lo que significa Vértigo para el cine los hallamos en Las Meninas o El Quijote, obras supremas que han revelado los secretos de su arte y el mecanismo estético de sus trucos y trampantojos para actuar sobre la mente y la realidad de sus destinatarios. Con paciente inteligencia, Arias Maldonado revisa los aciertos y desaciertos de las tesis ajenas para terminar sugiriendo la suya como una de las más fiables y certeras, por cuanto toma en consideración lo que de verdad ocurre en la pantalla, ante los ojos del espectador, durante la proyección real de la película. En suma, la fatalidad de la ficción de Vértigo, en la conclusión del autor, está en relación directa con la exposición del artificio cinematográfico que sublima la realidad y la desnuda al mismo tiempo, paradoja de paradojas.

Como reconoce Arias Maldonado, sin citar a Lacan, Hitchcock pone en escena un colorido espejismo romántico que termina por desvelar y revelar sus engaños y constituye, en este sentido, un ataque del realismo materialista al idealismo platónico, y viceversa. La malicia narrativa del director radicaría en su potencia para enmascarar la abstracción metafísica del perverso planteamiento mediante una trama policial que gira en torno del atractivo fetichista de un cuerpo de mujer. Un cuerpo idéntico que puede desdoblarse, con solo cambiar las apariencias cosméticas y vestimentarias, en sublime o vulgar, idealizado o indecente, a los ojos del protagonista masculino, incapaz de sostener una relación sexual normal. Lo que muestra Vértigo perturba así las categorías de la exégesis feminista que denuncia su complicidad con el patriarcado y la mirada masculina asociada al mismo tanto como las rancias convenciones de la cinefilia clásica que la juzga un paradigma canónico sin comprender las consecuencias de tal gesto.

El misterio de Vértigo es, como demuestra Arias Maldonado, el misterio mismo del cine como arte moderno. Vivir y ver películas son fenómenos emparentados.