martes, 28 de octubre de 2014

DIABÓLICA


[Gillian Flynn, Perdida, Random House, trad.: Óscar Palmer, 2014, págs. 567]

Para Amy el amor era como las drogas o el alcohol o el porno: no había techo. Cada dosis debía ser más intensa que la anterior para obtener el mismo resultado.

-Perdida, G. Flynn-

Ahora que se estrena la adaptación cinematográfica de Perdida, dirigida con gélida maestría por el gran David Fincher, es una iniciativa inteligente editar en bolsillo la novela original para que el lector que no la descubrió en su primera publicación tenga la ocasión de comparar ambas variantes de la misma historia truculenta.
En general, del cotejo del libro y la película extraería la conclusión de que la lectura de la novela enriquece el duelo psicológico en que funda su tremenda fuerza la trama y multiplica los detalles y los matices de sus protagonistas, mientras la película logra encarnar ese problema de instinto básico no solo en unas voces de ficción sino en unos cuerpos melodramáticos como los de la adorable Rosamund Pike y el blando Ben Affleck, tan cargados de significación sexual como las palabras y sus registros más descarnados.
La estupenda novela de Flynn se adscribe por facilidad al género policial. Dentro de este territorio acotado por los clichés, no cabe duda de que se ubicaría del lado de la novela criminal con trasfondo de patología perversa y malestar sociológico en una línea que podría arrancar en James M. Cain y culminar (hasta nueva orden) en Patricia Highsmith, Jim Thompson o James Ellroy, con todas sus diferencias morales y estéticas.
El gran acierto técnico de Flynn reside en plantear el melodrama pasional desde el centro del texto como conflicto de relatos alternos. Flynn ofrece a su extraña pareja protagonista, Nick Dunne y Amy Elliott, la libertad de enfocar los hechos bajo un prisma singular, tensando así la bipolaridad moral de sus juicios respectivos. Ella: una venerable criatura de intelecto superior y designio diabólico. Él: un ingenuo pueblerino con ínfulas de escritor serio. Ese choque de voces narrativas disímiles permite cuadrar los grandes temas del libro (la lucha y el malentendido genuino de los sexos, las ilusiones del amor, la mitología de la pareja y la dialéctica del matrimonio, el infierno de la convivencia, etc.) a través de un retrato psicótico y malsano de la (in)felicidad marital y sus secuelas desastrosas en la intimidad.
La mañana del quinto aniversario de su matrimonio Amy desaparece de la mansión de North Carthage (Missouri) donde reside con su marido desde que tuvieron que abandonar Nueva York para solucionar sus graves problemas de liquidez al quedarse sin trabajo los dos y enfermar gravemente la madre de Nick. Lo fascinante de la trama es que la desaparición de la mujer responde, en principio, a un plan maquiavélico urdido por ella misma para incriminar a su adúltero marido y vengarse no solo de su reiterada infidelidad con una estudiante tetona sino de su mediocridad personal y conyugal.
Diseñada por Flynn con maliciosa intención, la trama de Perdida obliga al lector a afrontar con crudeza un puñado de verdades amargas sobre la condición humana. Verdades horribles que atentan contra realidades consideradas intocables o fundamentales para la vida de la especie como el amor, descrito solo como una excusa para poder destruir a otro con total impunidad y mirarse en un espejo deformante de la mañana a la noche. O el matrimonio: “la interminable historia de guerra que es nuestro matrimonio”. O la familia: una máquina eficiente de producir desdicha y dolor con intereses a corto, medio y largo plazo.
El vínculo marital se fortalece de modo aberrante tras la traumática experiencia y la irónica reconciliación final de los cónyuges responde, en este sentido, a un pacto de complicidad contraído al borde del abismo insalvable, al límite de la destrucción mutua, en el filo del vértigo devorador y el asco compartido. Como Amy le dice a Nick al confirmar su embarazo tramposo: “Yo soy la zorra que te convierte en un hombre”. Así es. No por casualidad, la retorcida versión de ella sobre el sucio episodio se titula: Asombrosa. Y la de él, más cobarde y ofensiva: Zorra psicótica.
Como se ve, las acusaciones de misoginia profunda no son infundadas. Esta novela perturbadora y ambigua podría movilizarse (junto con las magníficas diabólicas de Barbey D´Aurevilly) en un juicio paródico contra los vicios anímicos del género femenino. Y también, de ahí su mérito innegable, en otro juicio paralelo (al estilo de Lubitsch) contra los vicios psíquicos y sexuales del género masculino. Y, como colofón, en un gran juicio final (a la manera de Papini) contra las miserias y mezquindades genéticas de la especie humana.
A eso Patricia Highsmith lo llamaría, sin muchos rodeos, misantropía. O quizá solo misentropía.

viernes, 24 de octubre de 2014

EN BUSCA DE LA CIUDAD PERDIDA


[H. P. Lovecraft, La búsqueda en sueños de Kadath la Desconocida, Alpha Decay, trad.: Javier Calvo, 2014, págs. 176] 

Randolph Carter no es Indiana Jones. Recuerdo que cuando era joven y fan del simpático aventurero concebido por Spielberg y Lucas descubrí un día, en la vieja edición de Alianza, a Randolph Carter y la serie completa de sus “viajes al otro mundo”.  El impacto fue similar al de un lector de novelas policiales o fantásticas al uso cuando descubre a Borges. Se acabaron las tonterías. Empieza la emoción genuina.
Recuerdo que lo que me fascinaba más del ciclo de Carter era la idea romántica de la “Dream-Quest” (la “búsqueda en sueños”, como traduce Calvo). Una exploración en que el aventurero, imitando al héroe de la novela de Xavier De Maistre Viajes alrededor de mi cuarto, no precisaba abandonar los confines de su espacio doméstico para emprender la más excitante de las aventuras mentales. Los viajes de Randolph Carter por el mundo de los sueños tienen la singularidad de plantearse como inmersiones en el inconsciente individual, luego en el inconsciente colectivo y, finalmente, en esa fase definitiva que precede a la lucidez total, traspasando las lindes subjetivas y avanzando más allá, adentrándose en una tierra de nadie, el territorio del imaginario puro y la pura especulación fantástica.
Sabemos que Coleridge, en su célebre tratado Biographia Literaria, nos invitó a no confundir los dominios antagónicos de la Imaginación y la Fantasía. Lovecraft es el escritor del siglo pasado que de modo más creativo se esforzó por hacer imposible al lector del nuevo siglo entender las diferencias existentes entre esas dos modalidades estéticas de la invención literaria.
Esta última entrega del ciclo transporta al aventurero Randolph Carter a un viaje lisérgico en pos de la ciudad perdida de Kadath. Por tres veces Carter ha podido divisar en sueños la silueta majestuosa de la ciudad y por tres veces la pierde sin remedio. Convencido de que no existe nada más trascendental en su vida, emprende la búsqueda porfiada de la sublime ciudad a través de un paisaje onírico digno de El Bosco, Max Ernst o Dalí: criaturas grotescas, ciudades míticas, bosques y mares alucinantes, ruinas lunares y otros paisajes imaginarios.
Desde el principio, el héroe intuye que la ciudad de la belleza y el deseo guarda relación con la infancia y así la aventura delirante en tierra extraña se transfigura en un regreso al origen olvidado. Solo al final, cuando parece derrotado por las fuerzas oscuras del caos y los monstruos de la profundidad, Carter comprende que Kadath es una recreación arquitectónica de las sensaciones imborrables y experiencias mágicas de su infancia en Nueva Inglaterra.
Como dice Javier Calvo en su excelente prólogo: “hay pocas novelas del siglo XX tan indescriptibles”. Una posible causa de la escasa atención que ha merecido esta fabulosa novela sería la reconocida influencia en ella de uno de los precursores de Lovecraft, el victoriano Lord Dunsany. Muchos críticos la menosprecian por error considerándola un ejercicio de estilo demasiado mimético respecto de la sintaxis alambicada y la nomenclatura fantástica del escritor irlandés.
Solo lectores afines a Lovecraft han podido captar la necesidad íntima que este experimentó, al retornar a Providence en 1926, de glosar los principios fundacionales de su literatura a través de la recuperación narrativa de los poderes evocadores de la infancia. Su amigo Robert Howard, el padre de Conan, que había consagrado su portentosa imaginación a fabular las eras oscuras de la historia humana, habría entendido el gesto perfectamente. Como entendió su  originalidad artística el escritor belga Thomas Owen: “lo que me maravilla es el lado mágico de su delirio verbal, rico en palabras enteramente cinceladas por la belleza de su consonancia y el poder conjurador de su arquitectura sonora”.

POSDATA: Suscribo punto por punto las tonificantes invectivas de Javier Calvo en el prólogo contra escritores fantásticos como Dunsany (reliquia victoriana) y Tolkien (mero entertainer cristiano) y su apología absoluta de Lovecraft.

viernes, 17 de octubre de 2014

PASOLINI CONTRA TODOS


[Pier Paolo Pasolini, Demasiada libertad sexual os convertirá en terroristas, Errata Naturae, trads.: Paula Caballero y Miguel Ros, 2014, págs. 187]

Como he dicho tantas veces y en tantos foros, no quiero ser italiano. Querría ser americano. Naturalmente, sería un americano de la otra América. ¡Y por fin mi forma de protesta sería libre! ¡Absoluta, completa, disparatadamente libre! En Italia hasta la protesta es conformista. La protesta liberal usa un lenguaje de instituto que apesta a cadáver, la protesta marxista está completamente preestablecida como un formulario. En cambio, ¡no hay nada más bello que inventar día a día el lenguaje de la protesta!

-P. P. P., “Casi un testamento”-

Para bien y para mal, Pasolini posee una actualidad crítica intempestiva. En su tiempo fue un intelectual y un artista comprometido de una nueva clase: un marxista heterodoxo, un miembro disidente de la izquierda cultural, independiente y singular, irreductible tanto a los dogmas partidistas como a las consignas del poder institucional. Hasta su asesinato en 1975, Pasolini cumplió con el papel de anticonformista subversivo con una intransigencia y honestidad ejemplares. Su lema polémico era “es intolerable ser tolerado”.
Pasolini personificaba la figura carismática, no exenta de ambigüedad, cuyo poder de denuncia y pensamiento insurgente servían de revulsivo ideológico a una multitud de lectores y espectadores. Su necesidad hoy, cuando el intelectual padece la presión insoportable de los medios masivos y el mercado, no puede ser más acuciante en un contexto donde la perversa alianza del poder político y el financiero pretende someter a los ciudadanos a un estado de servidumbre económica definitiva que Pasolini denunció en su momento como el neofascismo de la sociedad de consumo.
Este magnífico libro de artículos y entrevistas, con título provocativo, da cuenta de este carácter indómito y de la evolución dramática de su pensamiento: enfrentado al cambio social en curso, con la implantación del consumo como cultura dominante de una clase proletaria en fase de aburguesamiento acelerado, Pasolini anuncia el melancólico final de una concepción estrechamente política y populista del arte en la que había creído hasta entonces (siguiendo a su maestro Gramsci) y, en consecuencia, la pretensión de hallar un refugio elitista donde preservar las herejías intelectuales y artísticas de la corrupción capitalista. Una antinomia cultural que, en pleno triunfo de la globalización neoliberal, estaría acendrando aún más sus nocivas contradicciones (“En realidad, el mundo no mejora nunca. En cambio, eso sí, el mundo puede empeorar”).
Y es que el gran enemigo de Pasolini era el conformismo, como evidencia este muestrario de “escritos corsarios”: el conformismo biempensante de la izquierda progresista y los comunistas de salón, el conformismo católico, el conformismo sexual de los jóvenes, el conformismo literario y cinematográfico, el conformismo de los homosexuales, el conformismo consumista de la clase burguesa y el conformismo mimético de las clases populares. Y, sobre todo, el gran conformismo programático de la televisión, la verdadera bestia negra del ciudadano Pasolini, esa máquina constructora de visiones vulgares y destructora de cualquier singularidad ética o estética.
Pasolini se indigna contra la televisión y contra el modo implacable con que tritura todo lo que se le acerca así sea con la mejor intención pedagógica, intelectual o artística. Siendo un creador de otra época, no se puede negar que la invectiva dirigida en estas páginas contra el medio masivo cuyo fin último es transformar a los espectadores a imagen y semejanza de “la imagen más estúpida que tienen de sí mismos” se anticipa con lucidez a los degradantes síntomas de la era Berlusconi-Mediaset.
Especialmente interesantes son sus consideraciones sobre la educación y la supervivencia crítica de la cultura humanista. Sobre la primera, sus reproches a la mediocridad de los pedagogos y las demagógicas ideas que han destruido el sistema educativo se resumen en este juicio incontestable: “Sin embargo, la inteligencia no es inversamente proporcional al estudio, el que es inteligente estudia. Lo que se espera es que el profesor, una vez que se haya dado cuenta de esto, despierte en el alumno la conciencia de la inteligencia, de la que nacerá el deseo de estudiar”.
Para acabar con una reflexión política de rabiosa actualidad: “Solo la verdadera democracia puede destruir a la falsa democracia”.

jueves, 9 de octubre de 2014

EL PARQUE TEMÁTICO NEOLIBERAL


[Geoge Saunders, Pastoralia, Ediciones Alfabia, trad.: Ben Clark, 2014, págs. 244]

Empezaré por algunas interrogaciones con objeto de poner al lector en antecedentes. ¿Puede la “realidad” del mundo haberse transformado, para fomentar la explotación laboral, aumentar los beneficios y mantener a la población distraída y controlada, en un conglomerado de parques temáticos más o menos recreativos y un montón de entretenimientos tecnológicos? ¿Es América un parque temático capitalista cuya circunferencia se encuentra en todas partes y su centro en ninguna? ¿Es la metáfora del parque temático la forma lógica de representar el proceso de la globalización? ¿Puede un libro de relatos abordar esta complicada cuestión y construirse a la vez como réplica de un parque temático de baja tecnología?
Demasiadas preguntas, quizá, a las que este libro magistral trata de responder demostrando que sus precursores (Kafka y Borges) todavía no habían visto nada, o su cultura y conocimiento del mundo los mantenían en un nivel de “ingenuidad” demasiado elevado para los patrones de lucidez e ingenio que hoy se deberían exigir a cualquier escritor. Para Junot Díaz la literatura de Saunders permite entrar en contacto directo con “los absurdos y deshumanizados parámetros de nuestra cultura actual capitalista” y, al mismo tiempo, con una mirada compasiva hacia las aberraciones morales o mentales padecidas por los humanos en una América (presente o futura) dominada por el cálculo, la simulación y la supervivencia.
El nuevo realismo narrativo de George Saunders, uno de los pocos autores de relatos que aún merece la pena leer, pasa por el reconocimiento del simulacro y la simulación como instancias determinantes sobre lo que antes, por pereza mental, solíamos llamar “realidad”. Saunders es un maestro de la narración gótica actualizada y la “realidad” que acierta a describir, entre grotesca y fantasmal, está casi siempre mediatizada por una voz narrativa subjetiva que obliga al lector a aceptar, no sin inmutarse, toda clase de incongruencias y aberraciones.


Así lo demuestran las tres mejores piezas de este volumen, no por casualidad las más extensas. En Pastoralia, la nouvelle que da título al conjunto, el lector aprenderá a contemplar la historia humana, transformada en un parque temático de atracciones estrafalarias, desde el punto de vista del narrador que representa a un cavernícola para llegar a la conclusión de que, desde la era paleolítica hasta los androides del neoliberalismo contemporáneo, hay un viaje mental apenas significativo. Si quiere actualizar la información con una aguda mirada al modelo de vida White trash (“basura blanca”) que lea el hilarante y carnavalesco relato “Roblemar” sobre los dilemas familiares y económicos de un estríper masculino y el cadáver en descomposición de su tía resucitada. Y si quiere rematar la visita con una narración más íntima y penetrante en torno a los deseos de normalidad social y los deseos libidinales sin más, no puede perderse “La infelicidad del peluquero”.
Es una excelente idea, por tanto, reeditar esta espléndida colección de ficciones en este momento, cuando ya todo el mundo, sin excepción, conoce las delicias vitales y laborales del régimen neoliberal.  Y es aún más acertado hacerlo ahora en una nueva traducción de Ben Clark que refresque el texto, afine la dicción y la acomode a las fórmulas lingüísticas del presente. Han cambiado tanto las cosas y las expectativas del lector español en esta década y la literatura se ha expandido tanto para procesar esos cambios con nuevos recursos y técnicas que, a día de hoy, resulta imposible no considerar a Saunders como uno de nuestros precursores más sobresalientes y creativos y a sus libros como un repertorio de lecciones insuperables sobre el arte narrativo. 

miércoles, 1 de octubre de 2014

ŽIŽEK EN EL METRO


 [Slavoj Žižek, Acontecimiento, Sexto Piso, trad.: Raquel Vicedo, 2014, págs. 181]

Una teleserie como Hannibal le ha puesto el listón muy alto a un pensador lacaniano como Slavoj Žižek. Este tiene que demostrar que el psicoanálisis no es, como sostienen sus adversarios, el discurso del yo superior que censura la pequeñez de las conductas y pasiones humanas, o que escucha sus quejas con indiferencia profesional mientras se embolsa cantidades abusivas de dinero como puro equivalente del dolor y la culpa del sujeto psicoanalizado.
Es más, el fin de Žižek en este espléndido libro, como en otros anteriores, consiste en reconciliar los postulados filosóficos de la tradición occidental (por resumir: Platón, Descartes y Hegel) con los planteamientos profundos de sus maestros psicoanalistas (por simplificar: Freud y Lacan) para ofrecer una visión de lo humano tan íntegra como compleja a fin de neutralizar el impacto devastador de la neurociencia, la biotecnología, el budismo naturalizado y demás sucedáneos religiosos o intelectuales que pretenden imponer una interpretación de lo humano afín a las necesidades del capitalismo neoliberal.
Por mucho que el yo, como defienden los cognitivistas y los budistas, sea una ilusión o una ficción figurativa, esa ficción no deja de tener efectos concretos sobre la realidad. Efectos positivos sobre el cerebro individual, permitiéndole procesar los datos procedentes de la realidad, y efectos sobre esta misma, ya que el cerebro establece una relación con ella que solo puede estar mediada por símbolos eficaces e ideas activas. De ahí la relevancia que Žižek le atribuye al arte y a la cultura junto a la filosofía: el arte es el poder de atrapar con símbolos o imágenes la idea que hay detrás de la realidad sin renunciar a esta, es decir, sin sumirlo todo en la abstracción estéril de la teoría. 
La gran paradoja de la vida humana es que el acceso directo a lo real de la experiencia es imposible sin el cortocircuito de las ficciones que nos constituyen. En este sentido, cualquier tentativa de abolición de estas ficciones en nombre de la autenticidad o la pureza, como siempre han pretendido los fanáticos religiosos y los comisarios políticos, solo puede conducir a la catástrofe y la destrucción.
Por esta razón el concepto de revolución sostenido por Žižek es de suma actualidad y agudeza. No la tabla rasa sino la redefinición del marco de vida, no el grado cero de los sujetos o los modos de vida sino la modificación sustancial del marco de comprensión de la vida y los acontecimientos de la misma. De ahí que cualquier revolución pretérita nos parezca equivocada, un error categórico, ya que solo mediante la violencia de la toma del poder no se pueden alcanzar fines decisivos como el cese de la injusticia, las miserias sociales o las diferencias y desigualdades subjetivas. La revolución será filosófica o no será, parecería sugerir Žižek.


Con estrategia pedagógica, Žižek plantea al lector un sugestivo viaje en metro con paradas y transbordos en la historia de la filosofía, la literatura, el cine, la ópera, etc., con el fin de declinar la idea del Acontecimiento en todas sus dimensiones. Las conclusiones son, en gran parte, pesimistas. 
El capitalismo se presenta como el no Acontecimiento por excelencia, es decir, el Acontecimiento negativo cuyo único fin es bloquear la emergencia de otros Acontecimientos que puedan poner en cuestión su orden inamovible (“en una sociedad civil estructurada por el mercado, la abstracción gobierna más que nunca en la historia de la humanidad”).
Al final del viaje, Žižek ha envejecido, como la Zazie de Raymond Queneau, y tampoco puede escatimar críticas incisivas hacia la división inoperante de la izquierda que debía propiciar el Acontecimiento capaz de invertir el designio de la situación actual.
En suma, empoderar al sujeto contemporáneo reforzando su capacidad de pensar y actuar es uno de los propósitos más valiosos de su tonificante discurso. Pero me quedo, sobre todo, con su definición filosófica del Acontecimiento, válida también para la creación artística: “una intrusión traumática de algo Nuevo que sigue siendo inaceptable para la perspectiva predominante”.