martes, 27 de septiembre de 2022

EN LAS NUBES


 [Johann Wolfgang Von Goethe, El juego de las nubes, Nórdica, trad.: Isabel Hernández, 2022, págs. 128]

    En la portada, un majestuoso caballero erguido que contempla, de espaldas, una nube que ocupa el cielo y configura, como por azar, la silueta de una calavera. El tránsito de las nubes se transforma así en un recordatorio de la muerte, una metáfora de la fugacidad e irrealidad de la vida, una alegoría de la fluidez y volatilidad del ser. El caballero es Goethe y su fascinación por las nubes alcanza un clímax metafísico. Antes de esto, tendrá ocasión de estudiar la morfología de las nubes y su peculiar mecánica celestial como si fuera una cuestión trascendente para la comprensión del orden de la realidad.

          Aristóteles ya había consagrado un célebre tratado a los fenómenos meteorológicos en que las nubes ocupaban un lugar secundario. Muchos siglos después, el filósofo de la ciencia Karl Popper dedicaría un famoso ensayo (“Sobre nubes y relojes”; 1966) a la formulación de un nuevo paradigma científico donde los relojes representan la razón mecanicista tradicional y las inaprensibles nubes encarnan el caos, la complejidad y la incertidumbre de la vida.

          En medio de este increíble avance se sitúa la contemplación repleta de lirismo y alegría, a pesar de la dimensión ominosa, que Goethe emprendería de las nubes a comienzos del siglo XIX, cuando la ciencia había perdido la inocencia gracias a Newton y sus seguidores, pero aún tentaba a la sabiduría humanista de este curioso diletante atraído por todas las facetas del mundo, desde las más ocultas, como el trasfondo de la psique, hasta las más visibles, como la luz, la botánica, la zoología o la astronomía. El título de este bello libro, espléndidamente ilustrado por Fernando Vicente, da una idea de ese espíritu singular que germinó en plena ilustración, desbordó en el romanticismo y se serenó en los inicios del siglo burgués para desaparecer para siempre del horizonte de la inteligencia. Pese a sus errores e ingenuidad poética, nunca más las humanidades y las ciencias tendrían la oportunidad de compartir una inteligencia como la del creador de “Fausto”.

“El juego de las nubes” recoge apuntes y poemas que Goethe registró en sus diarios sobre la observación de las diversas clases de nubes, en diferentes lugares y horas del día (mañana, mediodía, tarde, noche), reflejando las mutaciones de la luz y su repercusión en las caprichosas ondulaciones de las nubes, y también un interesante apéndice (“Ensayo sobre Meteorología”). La nube tiene una explicación científica, que a Goethe le atrae con el fin de racionalizar la experiencia empírica de la que es partícipe, y una interpretación simbólica, de mucho más calado, que le permite comprender los fundamentos de la existencia terrenal y conocer el designio de la vida material.

Por otra parte, las nubes tienen una dimensión estética innegable, como manchas informes de diferentes colores o tonos en un lienzo radiante, que no escapa a la sensibilidad casi impresionista de Goethe. En la superficie del cielo, como también apreciaron los pintores chinos y Leonardo da Vinci, las moléculas de agua esbozan formas sugerentes que cambian impulsadas por las masas de aire que las desplazan y deforman. Unas veces se diluyen como vapor y otras oscurecen como ceniza y estallan provocando lluvia y fenómenos eléctricos aterradores. En el estruendo del trueno, como supieron Vico y Goethe, la humanidad primitiva escuchaba la furiosa voz divina que los instaba a obedecer a la ley.

En las nubes y en el juego de sus gráciles figuras y coreografías por la atmósfera terrestre, Goethe ve sintetizadas todas las dimensiones de la vida, el arte, la ciencia y la cultura.

jueves, 22 de septiembre de 2022

PURO VICIO


[Publicado en medios de Vocento el martes 20 de septiembre]

       James Bond murió el otoño pasado y ahora la reina Isabel, un mundo mental y sentimental perece con ellos. Los rumores maledicentes insinuaban que la vida de la reina, al quedarse sin su agente favorito, perdió estímulos y se fue desdibujando. Para Bond, sin embargo, esa desaparición supondría una forma de orfandad, sin majestad británica a la que servir combatiendo enemigos del imperio y abusando de mujeres hermosas que eclipsan la belleza de la reina. Anuncian ahora que el agente 007 lo interpretará una actriz dispuesta a servir a Carlos III como Camila Parker cuando estaba casado con Diana Spencer, mártir del pueblo.

Bromas aparte, el espectáculo de la momia itinerante y el ceremonial kafkiano de su entierro, diseñado por la reina a su mayor gloria, están logrando colmar los apetitos culturales de las élites anglófilas, con su boato trasnochado, y exasperar a los escépticos. La puesta en escena del funeral contiene los signos evidentes de lo que convierte hoy a la monarquía en un arcaísmo insustancial, pura pompa vacía. Olvidamos a menudo que estas dinastías regias encarnan los privilegios y las injusticias más sangrantes. Y llevan dos semanas bombardeándonos sin piedad con imágenes televisivas de muchedumbres sumisas y crédulas ante el ataúd monárquico para encubrir cualquier otra noticia relevante.

Sin salir del Reino Unido, “The Lancet”, la prestigiosa revista científica, publicó la semana pasada un informe donde acusaba a los gobiernos mundiales de incompetentes en la gestión de la pandemia, con diecisiete millones de víctimas como nefasto resultado. Y nadie dimite ni dimitirá por ello. Hasta el exministro Illa se ha puesto la medalla y ha presentado un libro donde celebra su ineficiente labor con la complicidad de Sánchez y la cúpula socialista. Qué vergüenza. No es de extrañar esta actitud en un partido que defiende con uñas y dientes el indulto a Griñán, presidente andaluz que financió con dinero público su permanencia en el poder, comprando votos a diestro y siniestro. Si esto no es lucro personal es que ya no entiendo las acepciones del DRAE.

En este contexto, es natural que alguien con el don de la oportunidad de la ministra Irene Montero lance la campaña del “hombre blandengue”. Tiene razón. El “hombre blandengue” es el ciudadano ideal para los políticos del siglo XXI. El que se traga todas las mentiras del poder sin poner en cuestión sus maquiavélicos intereses y carece de sentido crítico para ver la obscena caducidad de la monarquía. 

lunes, 19 de septiembre de 2022

EL VIENTRE DE LEVIATÁN


 [Ian McEwan, El espacio de la imaginación, Anagrama, trad.: Damià Alou, 2022, págs. 64] 

       El vientre de la ballena es la zona de confort del escritor que no quiere problemas. Es el lugar en que se refugia el escritor que no pretende comprometerse con los problemas políticos de su tiempo. McEwan es un escritor que apuesta por el compromiso inteligente. Por esto su reflexión comienza con el encuentro en París entre Henry Miller y George Orwell, el autor de “Trópico de Cáncer” frente al futuro autor de “1984”, en el mismo momento en que Orwell va camino de España para combatir en la Guerra civil del lado republicano.

Miller no cree que sea necesario comprometerse en una guerra entre dos bandos que, en su opinión, representan la decadencia occidental. Miller es más radical que Orwell y piensa que la democracia no debe defenderse ya que es toda la civilización moderna la que está a punto de ser destruida por la historia. Miller es un rebelde libertario y un enemigo de cualquier ideología partidista mientras que Orwell es un humanista y un comunista que aún debe lavar sus culpas por haber servido al imperio británico en Birmania como policía. Miller cree en las verdades del sexo y en la vida desnuda, sin aditamentos proporcionados por la burocracia estatal, y Orwell es un observador honesto y crítico que, tras la desastrosa experiencia española, se convertirá en un antiestalinista convencido.

Y, sin embargo, Orwell escribe un ensayo titulado “En el vientre de la ballena”, que da origen al comentario de McEwan, donde defiende la actitud de Miller y la comprende, estableciendo la existencia de dos tipos de escritores, mutuamente necesarios. Los escritores que escriben en el vientre de la ballena, tratando temas íntimos, como el amor, la infancia, la familia o la naturaleza. Y los escritores que escriben fuera del vientre de la ballena, los que ponen la escritura al servicio de causas más o menos justas.

Pero McEwan no se contenta con examinar este tema trascendental de la historia del siglo XX sin tener en cuenta sus consecuencias para la literatura actual: “los escritores tienen muchos motivos para salir de la ballena, y persiste la misma pregunta: cómo lograrlo con éxito”. La situación es especialmente difícil en una época en que el escritor, le guste o no, vive en el Leviatán del sistema editorial, mediático y sociopolítico que constituye la sociedad posmoderna. Y salir de la verdadera ballena en la que vive el escritor es mucho más complicado de lo que parece a simple vista, cuando es parte esencial de un sistema que incluye la opinión dominante y el posicionamiento ético o político de los escritores como parte de su hegemonía cultural. Los lectores mismos, que serían los destinatarios del gesto del escritor, están persuadidos de antemano de cuál es la posición correcta a adoptar por el escritor que quiere ganarse su aplauso.

Por otra parte, como recuerda McEwan, está, en primer lugar, el problema de la libertad de expresión, un lujo occidental que apenas si se ha extendido por otras culturas y países, también amenazado aquí por las luchas partidistas y los intereses creados de los propios escritores, las instituciones literarias y el público potencial. Y, en segundo lugar, la cuestión artística, como diría Henry James, citado por McEwan como referente ineludible. Uno no puede crear un personaje novelesco logrado, atendiendo a todas las dimensiones de la experiencia humana, y luego ponerlo al servicio de una causa concreta, compartida por el escritor, sin convertirlo en una marioneta inanimada, un muñeco ideológico que arruinaría con su simpleza la autoridad literaria del autor y de su obra. 

 


lunes, 5 de septiembre de 2022

QUE VIVA RUSHDIE


[Publicado en medios de Vocento el martes 30 de agosto]

 En la playa no se habla de otra cosa. Cómo es posible que gobierno y PP no se pongan de acuerdo sobre la renovación de la cúpula del Poder judicial. Qué pena que a la gente playera no le interese la noticia más relevante del mes más indolente del año. El intento de asesinato de Salman Rushdie. Si no comprendemos que Rushdie es un escritor atado a un destino desde que escribió “Los versos satánicos”, tampoco entenderemos que ese destino es el nuestro, ciudadanos que quieren vivir libres en un mundo donde el fanatismo amenaza la vida. Como se ha visto en el homenaje a las víctimas de los atentados de Barcelona, existen pirados que prefieren acusar de asesino al Estado español antes que asumir la culpabilidad de los terroristas. La radicalización islamista no es achacable a causas sociales. El mal está, como enseña la literatura de Rushdie, en la repugnante ideología de los imanes, los yihadistas, los talibanes y los ayatolás que intoxican a los jóvenes con sus creencias fanáticas.

Algunos necios critican “Los versos satánicos” sin reconocer que el caso Rushdie pone de relieve una de las lacras más terribles del mundo contemporáneo. Hablo de la beligerancia musulmana contra todo lo que no corresponde a su sectaria interpretación de la vida y su sangriento compromiso con la muerte de individuos declarados enemigos de su credo y sus mitos. Pero también de la guerra intestina que divide a los partidarios de los derechos humanos y la libertad de aquellos otros que, esgrimiendo la tolerancia multicultural como excusa, niegan la hostilidad y la violencia de regímenes intolerantes, como el iraní, que fomentan el asesinato de mujeres y hombres en nombre de valores islámicos.

La genialidad de Rushdie en “Los versos satánicos” radica en haber sabido conjugar con humor, en el juego de la ficción, la mitología fundamentalista y la idolatría televisiva y cinematográfica. La ideología del integrismo coránico y la del espectáculo integrado, único ideario del poder en las democracias occidentales. Frente a ambas, Rushdie pone en escena la formidable ironía y ambigüedad de un relato irreverente que acaba relativizando cualquier posición de verdad absoluta, credulidad o fanatismo. Con esta novela carnavalesca, asociando un imaginario exuberante a la máxima libertad expresiva e intelectual, Rushdie nos hace a los ciudadanos del siglo XXI, amenazados por múltiples formas de irracionalidad, el regalo más inteligente. Ojalá se atrevan a darle el Premio Nobel este año.