jueves, 29 de diciembre de 2016

SOÑADOR BORGIANO



[Texto leído en la presentación de El gran imaginador (Plaza & Janés) de Juan Jacinto Muñoz Rengel]

Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos…

Hasta Borges habíamos dado por sabido que todos los escritores de la historia eran avatares del mismo escritor, reencarnando generación tras generación para reiterar el gesto de la escritura que abarca y abraza al mundo con su intensidad y fulgor y lo hace renacer de entre la materia de las letras como una realidad irreconocible. Hasta Borges habíamos supuesto que ese escritor inmortal, esa trama infinita de escritores que se suceden en el tiempo como las generaciones humanas para impedir que se apague el fuego de la literatura y avivarlo con renovadas ficciones y personajes, contaba con una larga teoría de precursores que inspiraban su escritura y permitían comprenderla. Hasta Borges, santo patrón de todos nosotros los escritores postmodernos, la escritura se conjeturaba análoga a las magias parciales y los procedimientos míticos del sueño donde el soñador da realidad al mundo soñado con la fuerza de su imaginación y lo puebla de criaturas inventadas para luego descubrir, en un juego de espejos que esta espléndida novela de Juan Jacinto Muñoz Rengel repite con inteligencia, que él también es soñado por otro que sueña y es soñado a su vez, y así al infinito, configurando un bucle eterno de lectura y escritura.
Ahora, gracias a la lectura apasionante de esta novela de Muñoz Rengel, sabemos mucho más. Sabemos, por ejemplo, que todas las peripecias de la biografía oficial de Cervantes son un infundio creado por el gran embaucador que domina la intrincada trama de la novela como el demiurgo preside su creación. Sabemos que desde su primer encuentro en la batalla de Lepanto, cuando uno era ya viejo y el otro solo un joven arrogante e inexperto, y hasta el último en Argel, el destino del escritor llamado Miguel de Cervantes estaba sellado en la imaginación del grandioso fabulador cuyo nombre de nacimiento es Nikolaos Popoulos. Sabemos que este inmenso fantaseador fingió a lo largo de su dilatada y azarosa vida un centenar de heterónimos bajo los que enmascaraba su antigua identidad y adoptaba una nueva para multiplicar el número de las experiencias. Sabemos también que Popoulos auxilió a Cervantes en Argel, cuando más lo necesitaba, y previó la génesis de la obra maestra con que el escritor de Alcalá revolucionaría la literatura de su tiempo.
En la trama borgiana de sus múltiples viajes reales o imaginarios, el proteico Popoulos transforma su cerebro hiperactivo en un inmenso palacio habitado por todas las formas y los recursos de la ficción, la fantasía y el ingenio y se convierte en autor de las primitivas versiones de obras de terror y ciencia ficción que luego firmarían Polidori y Stoker, Mary Shelley y Lovecraft, Gustav Meyrink y Wells, entre otros. Gran viajero del populoso Mediterráneo y de los flujos oceánicos de la mente, dormida o despierta, Popoulos vive una serie de aventuras y desventuras que lo transfiguran en esa categoría inclasificable: el “gran imaginador, es decir, el protoescritor de la modernidad, el escritor de escritores o gran inventor de todas las obras literarias que han incendiado las bibliotecas occidentales desde Cervantes hasta Borges, John Barth, Carlos Fuentes o Italo Calvino, sin olvidar a Umberto Eco, discípulo de todos y generador de una corriente literaria que insemina de fantasía la novela histórica de finales del siglo veinte.
“El gran imaginador” podría definirse, entonces, como la biografía imaginaria del autor imaginario de esta fascinante novela, alter ego creativo de Muñoz Rengel. Él es el gran fabulador del libro, aquel que combate cuerpo a cuerpo con su personaje por ver cuál de los dos incurre en mayores excesos imaginativos, como demuestran las secciones o capítulos donde se describe la pandemia de incendios de bibliotecas, autos de fe, piras, hogueras y quemas de libros, reales o imaginarios, que sacudieron al mundo tras la invención de la imprenta, el episodio fantástico del sitio de Estambul por excéntricos extraterrestres, resuelto con maestría, o la reescritura de la sangrienta historia de Erzsébet Bathory y la del rabino de Praga y su mágica criatura de barro.
Una misma convicción nos une como escritores: la creencia de que el poder de la fabulación, que es el verdadero poder de la literatura, como supo entender Cervantes mejor y antes que nadie, es el poder de embarcar a la realidad en un programa de riesgo y aventura no previsto por los severos sistemas que organizan la realidad. Esta es la médula de lo cervantino a la que apela con singular talento en su novela Muñoz Rengel para traspasar la herencia cervantina y proyectarla mucho más allá, recogiendo todas las fabulaciones y ficciones, todos los géneros y obras que desde la muerte de Cervantes han perpetuado su legado desacreditado hasta el agotamiento y la renovación permanente.
No obstante, una pregunta queda flotando en la mente durante y después de la lectura. ¿Sería este el libro que habría escrito Popoulos, alias Cide Hamete Benengeli, de haber tenido más fortuna en la vida? La respuesta es inequívoca. Sí.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

ESPÍRITU NAVIDEÑO


Mi columna de ayer en medios de Vocento.

Sea creativo y atrévase a convertir la entrañable Navidad en una celebración de la inteligencia.

Está demostrado. Los hombres rebajan su inteligencia a mínimos neuronales en cuanto ven el cuerpo desnudo de una mujer. Un reciente estudio lo ha revelado para escándalo de notorios miembros de la comunidad científica, retratados en sus pretensiones. Sus grandes descubrimientos se los deben únicamente, como decía un chistoso, al escaso porcentaje de féminas sin ropa que han examinado fuera del laboratorio. Las mujeres han protestado contra esa actitud machista, sin reparar en el poder pasivo que les otorga, señalando que solo la visión de un bebé podría obnubilar su inteligencia hasta ese punto.
Un niño de cuatro años, precisamente, hijo de un ex directivo de la Paramount, es el responsable del máximo error cometido por Hollywood en lo que va de siglo. Un bodrio multimillonario concebido por la tierna criatura en un arranque de precocidad creativa que la productora no se atreve a estrenar en estas fechas familiares por miedo al fracaso en taquilla.
Hay demasiadas cosas en la vida que derrotan a la inteligencia. La Navidad, sin ir más lejos. No debemos, sin embargo, resignarnos a los dictados de la tradición. Propongo algunos consejos prácticos para avivar la inteligencia en las celebraciones que se avecinan. Sea creativo. Atrévase a preguntar por todo lo que siempre quiso saber sobre la Navidad y no tema pasar por aguafiestas. Obligue con amabilidad a sus invitados o anfitriones a explicarle qué se celebra y por qué, desde cuándo y con qué fin. Sométalos al test infalible. Haga que le cuenten la historia en detalle, sin mirar de reojo a las figuras del Belén para inspirarse.
Pregúnteles por qué están dispuestos a vulnerar los tabúes que rigen su vida alimenticia, libre de grasas, en nombre de creencias que no comparten o consideran trasnochadas. Cultive la ironía del champán para encuestar a los presentes sobre el gran despliegue eléctrico en calles y avenidas. Pídales opinión sobre la espectacularidad de las luces y el acontecimiento oscuro que festejan. Ya se sabe que las historias cuanto menos se entienden más funcionan.
Celebre la entrada del nuevo año con una sonrisa, anticipando la cantidad de buenos deseos que irán a la basura antes de un mes, sin posibilidad de reciclado. No se atragante contando las doce uvas que marcan un tiempo inexistente. Aproveche las campanadas para hacer balance. Examine su conciencia. Piense en lo hecho durante el último año para superarse. No se engañe. Sea honesto. Es lo mismo que hará el año siguiente.
Ríase de todo, con ganas, en vez de atiborrar su boca con manjares indigeribles o brebajes explosivos, ejercite la risa saludable con desenfreno. Aprenda a decir que no, con educación, sin grandilocuencia. Si es usted inteligente de verdad, no pregunte por los regalos. Eso déjeselo a los niños, que necesitan seguir creyendo en las ilusiones de este mundo.

martes, 13 de diciembre de 2016

EL SIGNO DE CAÍN


Como sabía Dalí, uno de los grandes ilustradores de esta novela, el hombre moderno no es sádico sino masoquista. Profundamente masoquista. El masoquismo cristalizó en la obra y la vida de Sacher-Masoch para luego difundirse como un virus por toda una cultura donde la bancarrota del patriarcado y la insurgencia del feminismo encontraron en esa moral particular un fermento ideológico. Cualquiera que haya visto las películas de Josef Von Sternberg con Marlene Dietrich sabe que las irriga un genuino sentimiento masoquista, desde la relación del director con la fascinante actriz a su modo de inventarle personajes y escenarios de ficción para realzar sus encantos y atractivo, con los que subyugaba a los personajes masculinos y los conducía a la perdición como en El ángel azul,  La emperatriz escarlata, Agente especial o, la más masoquista de todas, El diablo es una mujer, basada en la novela de otro erotómano de signo masoquista como Pierre Louÿs, en la que también se inspiró Buñuel para torturar a Fernando Rey con dos diablesas de fuste como Angela Molina y Carole Bouquet en Ese oscuro objeto del deseo.

[Leopold Von Sacher-Masoch, La Venus de las pieles, trad.: Elisa Martínez Salazar, ilustraciones: Manuel Marsol, Sexto Piso, 2016, págs. 167]

Todo el que ha amado alguna vez conoce la experiencia. Nietzsche decía que no sabe nada del amor quien no ha aprendido a despreciar el objeto de ese amor. A lo que se podría añadir, invirtiendo el planteamiento demasiado severo del filósofo alemán, que tampoco sabe nada del amor quien no ha aprendido a sentirse despreciado por la persona amada. Esa vivencia genuina, que hace de todos los amantes, de uno u otro sexo, masoquistas potenciales, encierra un coeficiente de goce tan intenso como el amor correspondido. Todo el que lo probó lo sabe. Como lo experimentó en carne propia Sacher-Masoch, ese gran escritor polaco que hoy es reconocido como ucraniano aunque su verdadera patria sea la de la literatura entendida en el sentido integral de desveladora de verdades humanas inaceptables por la cultura o la moral.
En la literatura, Sacher-Masoch encarna la figura de ese escritor que pretende trasladar al libro las pasiones que le hacen temblar de pies a cabeza y las ideas ardientes en las que cree y agitan su inteligencia. Sacher-Masoch proyectó una vasta colección de obras agrupadas bajo el título El legado de Caín, donde abordaría los seis temas más importantes de la historia humana: el amor, la propiedad, el dinero, el Estado, la guerra y la muerte. Nunca finalizó tal empresa pero en el primero de los temas propuestos (el amor) dejó valiosas ficciones, entre novelas y relatos, y una obra maestra, La Venus de las pieles. En esta se cuenta la historia de cómo el joven esteta Severin obliga a su amada Wanda, la bella viuda pelirroja y libertina de pro, mediante un contrato libremente suscrito, a convertirlo en su esclavo y adoptar, en privado y en público, el rol de dominatriz erótica hasta las últimas consecuencias. Esta historia singular se inspira en las turbias relaciones de Sacher-Masoch con su amada la baronesa Fanny Von Pistor.
El masoquismo como patología malsana es el invento de sexólogos mojigatos más obsesionados por las etiquetas que por los deseos reales del cuerpo y de la mente. El masoquismo, como el amor cortés, es la experiencia de signo romántico que subvierte las jerarquías patriarcales para que el hombre aprenda a gozar con la superioridad de la mujer y la devaluación de su virilidad. Todo el placer deriva para él de la sumisión, la humillación y la obediencia servil a los caprichos del ama y señora de sus deseos.


Hay dos aspectos innovadores en la novela. Uno de cariz estético y otro ético. Como ya advirtiera Gilles Deleuze en su magnífica Presentación de Sacher-Masoch, uno de los rasgos más notables de la literatura de Sacher-Masoch es su tendencia a incorporar simulacros artísticos, ya sean estatuas o cuadros, para intensificar la pasión voluptuosa con artificios, insuflándole la fuerza del fantasma y el fetiche (como acertó a prolongar, en la vida y en el arte, otro gran escritor y pintor masoquista como Pierre Klossowski). Muy influida por la pintura de Tiziano, La Venus de las pieles ofrece así una surtida galería de obras que evocan los intensos placeres y bellezas del acto masoquista y se recrea, además, en las poses corpóreas y los detalles sensuales del ropaje (pieles animales y tejidos suntuosos) con que Wanda recubre su exuberante carnalidad.
La dimensión ética, en cambio, contradice las tentativas de tildar a Sacher-Masoch de misógino. En este sentido, podría considerarse La Venus de las pieles un cuento amoral. Cuando Severin hace de Wanda una diosa para poder adorarla como esclavo, está subvirtiendo las relaciones de poder convencionales, aquellas que corresponden a un régimen donde la desigualdad de género es la norma. Pero cuando, hastiado de la crueldad y esterilidad de la experiencia, descubre que no se podrá acabar así con los males de la opresión patriarcal, se niega a seguir participando del juego viciado y enuncia una moraleja intempestiva: “Que la mujer, tal y como ha sido creada por la naturaleza y como la educa actualmente el hombre, es enemiga del varón y únicamente puede ser su esclava o su déspota, pero nunca su compañera. Esto sólo será posible cuando ella goce de los mismos derechos que él, cuando sea igual a él por medio de la formación y el trabajo”.
Esta verdad política, 146 años después de la primera edición del libro, debería resonar como un mantra contra el maltrato, la explotación y el abuso. Y hacer de este libro perturbador una lectura obligatoria en todas las escuelas.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

JUEGO DE TRONOS


Mi  columna de ayer en medios de Vocento.

Treinta y ocho años después la democracia española no sabe aún qué pensar de sí misma.

La democracia es el aire que necesitan los pueblos para respirar, dicen que le dijo Fidel Castro a Donald Trump en su última llamada telefónica desde el planeta tierra. Y ambos líderes prorrumpieron a dúo en sonoras carcajadas antes de despedirse para siempre. Trump aprecia las bromas pesadas de los tiranos como los cigarros tercermundistas y las mujeres exuberantes, sin pensar demasiado en las consecuencias.
No sorprende que sea el programa de humor televisivo Saturday Night Live quien haya emitido los comentarios más agudos sobre las recientes elecciones recurriendo a la sátira y la caricatura. Con su mandato, Trump inaugura la era de la risa democrática, conectando con la vena cómica del pueblo. El fundamento de la democracia es polifónico y carnavalesco pese al lustre serio de la fachada institucional. No sé si los americanos se morirán de risa o de vergüenza en el período presidencial. Pero cuando Trump haga el ridículo clamoroso que se le augura lo echarán a patadas de la Casa Blanca con la fuerza de sus votos. Algo que no han podido hacer los cubanos con la dinastía de los Castro en más de cincuenta años de tristeza y soledad revolucionarias. Entre tanto, el huracán Trump amenaza con desatar erecciones reaccionarias en todo el mundo. Los fascistas continentales se frotan las manos sudorosas calculando cuánto les queda para conquistar de nuevo el poder por vías democráticas.
La democracia española, en cambio, no sabe aún si reír o llorar. Cada vez que se mira en el espejo mediático se siente más joven y vigorosa. Pero cuando se sienta a meditar sobre su origen y destino se reconoce anciana y gruñona como la madrastra de Blancanieves. Es el síndrome melancólico de una democracia madura. Cuanto más perdura e impregna la vida del país, más inadvertidos pasan sus éxitos. Frente a las veteranas democracias europeas, la gran virtud de la democracia española es su estado de transición permanente. Cierta inmadurez política conviene a una España que ha padecido durante decenios, como Cuba, el peso de la tutela totalitaria. La extracción de las dictaduras del cerebro de los pueblos es más difícil y dolorosa que la de una muela podrida. Y curar esa herida endémica exige mucho tiempo y paciencia.
Treinta y ocho años después debemos perder el miedo. Lo mejor de una gran Constitución es que puede reformarse cuanto se quiera, como los viejos edificios, sin que se derrumben las estructuras esenciales. La democracia española es sentimental, como diría Arias Maldonado, desde el principio. Y libidinal, añado, recordando con júbilo los turbios años de la transición. España tiene el corazón republicano y la cabeza monárquica. Ahí radica su fuerza crítica y su equilibrio inestable. El españolito machadiano viene hoy a un mundo liberado al fin de dioses opresores e idearios criminales. Celebrémoslo mientras dure.

lunes, 5 de diciembre de 2016

LA CASA NEGRA


 [Ishmael Reed, Mumbo Jumbo, La Fuga Ediciones, trad.: Inga Pellisa, págs. 330]

Nacido en la ciudad sudista de Chattanooga (Tennessee) en 1938, Ishmael Reed es el gran cazador negro de esa Moby-Dick blanca, protestante, anglosajona que ha mantenido a su pueblo en la esclavitud y luego en la opresión durante siglos y que, aún hoy, con un presidente afroamericano al frente de la Casa más Blanca de Washington, el sepulcro blanqueado de América del Norte, tiene a los miembros de esa raza maldita como víctimas preferentes de las peligrosas patrullas policiales y sus cuerpos armados de exterminio callejero.
 Con “Mumbo Jumbo” (1972) Reed culmina una larga década caracterizada por las luchas por los derechos y las libertades civiles. Reed escribe “Mumbo Jumbo” tras un viaje iniciático a Haití en 1969 y la novela encierra una considerable cantidad de datos sobre la historia de la isla, la espiritualidad pagana del vudú y el hudú, psicología e historia occidental, incluidas sus secciones más ocultas y sus episodios ocultistas, el judeocristianismo y su conexión espiritual con la esclavitud, la historia mundial y la historia americana, la historia de la música y el baile o la danza popular, y todo ello enfocado bajo el prisma de las revelaciones haitianas.
La magia literaria de “Mumbo Jumbo” toma su fuerza creativa de la invocación descarada de diversos factores genuinos: una exégesis revisionista de los mitos y arquetipos del antiguo Egipto (Isis, Osiris, Moisés), las prácticas de la magia vudú de los vivos y los muertos de las Indias Occidentales (Haití, Bahamas, Jamaica), los poderes elementales, los ritmos irresistibles y los mitos aborígenes de los negros africanos transmutados en tierras americanas.

La  trama invertebrada se ambienta, en gran parte, en el Renacimiento del Harlem de los años veinte, un momento detonante y expansivo de la cultura afroamericana del siglo XX, y se centra en la lucha de un personaje carismático, Papa LaBas, detective metafísico de atribulada existencia y practicante de los conjuros vudú y la brujería Neohudú (esto es, vudú oriundo de Nueva Orleans), reivindicada por Reed como energía primigenia de su literatura, contra las tentativas de la sociedad americana de los WASP (judeocristiana, monoteísta, capitalista, laboriosa, tecnócrata, puritana, etc.) por exorcizar y controlar el espíritu libérrimo de los negros (pagano, politeísta, lúdico, humorístico, musical, hedonista, etc.).
“Mumbo Jumbo” parodia el formato narrativo clásico transformándolo en polifonía carnavalesca que recicla todos los géneros y documentos (ficción detectivesca, ciencia-ficción, prosa y poesía, dibujos, carteles, anuncios publicitarios, bibliografías, poemas y artículos del Renacimiento de Harlem, mitologías griegas y egipcias, textos bíblicos, sagas germánicas, historia europea y americana, etc.) hasta conformar una sátira menipea de gigantescas proporciones y ambición desmesurada, cuyo fin último es la reescritura irónica de toda la cultura y la historia desde una perspectiva afroamericana.

La  operación subversiva de Reed en el seno de esta gran novela consiste en reinventar la mitología negra a fin de liberar a los negros de la mitología occidental de sus amos blancos. Mientras eso no ocurra, parecería decir Reed, no sirve de nada la supuesta libertad política que desde el fin de la esclavitud se les prometió como derecho inalienable.
“Mumbo Jumbo” es, de ese modo, un manifiesto político en pro de la libertad que es también una fiesta de la negritud entendida como jolgorio integral de la mente y el cuerpo en movimiento, como juego paródico de textos y paratextos y como gran carnaval de ideas excéntricas y situaciones desaforadas.
En definitiva, una valiosa reliquia de una época en que la literatura se creía omnímoda y aspiraba a revolucionar el mundo, en que su poder simbólico era tomado por eficaz sobre la realidad circundante. 

sábado, 26 de noviembre de 2016

CABRERA INFANTE ANTES Y DESPUÉS DE LA REVOLUCIÓN


 [G. Cabrera Infante, Mea Cuba antes y después, Galaxia Gutenberg, págs. 1262]

            Pocos casos más curiosos en la literatura que el del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante. La realidad tropical en la que se formó, que sustentó sus ficciones y que encontró en ellas una voz original y aguda, idónea para mimetizar sus misterios sensoriales y captar sus repliegues culturales con sutileza, es la misma realidad que colaboró a borrar del mapa de un plumazo cuando suscribió el programa revolucionario castrista antes de desengañarse y comenzar a conjurarla en solitario como a un espectro obsesivo a través de la pirotecnia del verbo y otros exorcismos melancólicos del estilo.
Pocos libros como este podrían mostrar en su totalidad la ambigüedad ideológica y los dilemas políticos que la escritura de Cabrera Infante supo arrostrar siempre con extraordinaria brillantez, enfrentándose en cada situación a la experiencia que discurría en paralelo con similar euforia visceral e inteligencia crítica. Afectado de una bipolaridad biográfica, ninguno de los agentes dobles que encarnó Cabrera Infante en momentos distintos de su vida es más genuino que el otro. En el fondo, son el mismo.
El Cabrera indignado contra la infame dictadura de Batista y la corrupción americana, el capitalismo colonial que viajaba en la maleta de los gánsteres y políticos que apoyaban al tirano, es un escritor germinal, menor de treinta años, y un crítico de cine consagrado (G. Caín) que ama tanto el folclore afro y la vitalidad singular del pueblo cubano como odia el inicuo estado de cosas que convierte la isla en una prisión paradójica: un mundo desgarrado donde las matanzas impunes de estudiantes y opositores conviven con el espectáculo barroco de los cabarets, el sexo orgiástico y la noche dionisíaca.
Las trescientas páginas iniciales de este espléndido volumen, un gran acierto editorial de Antoni Munné, presentan el sumario exhaustivo de todo lo que Cabrera escribió antes de la revolución y durante el tiempo en que siguió creyendo en los postulados y logros de esta. En este contexto cronológico, la lectura de su deslumbrante colección de relatos (“Así en la paz como en la guerra”; 1960) junto con los artículos, ensayos o fragmentos narrativos que publicó en la revista “Carteles” y después en “Lunes de Revolución”, uno de los suplementos culturales más originales de la época, no solo en español, adquiere un designio nuevo que permite entender la perspectiva dialéctica del escritor frente a una realidad social cuyos privilegios de clase y jerarquías de poder, contraviniendo el imperativo que bloqueaba a escritores europeos y americanos, sí parecía posible cambiar de modo radical.
El autor de los cuentos realistas que se incorporan a su único libro de ficción publicado en Cuba se dio cuenta de que las violentas viñetas que había publicado con anterioridad en esas revistas para ilustrar el horror de la dictadura y alentar la causa de la revolución en curso debían hallar un punto de fusión estética en formato libro, como anticipó el asombroso relato experimental “Un día como otro cualquiera”. Contra la opinión negativa del autor, expresada muchas veces, el virtuosismo retórico de estas viñetas dinamita sin compasión los cimientos y estructuras sociales cubanas que los relatos intercalados ayudan a comprender en sus antinomias íntimas y contradicciones dramáticas.
Para conocer la inequívoca posición política de Cabrera Infante ante aquellos acontecimientos históricos bastaría con leer “La isla partida en dos” o “Somos actores de una realidad increíble”, artículos exultantes donde el fervor revolucionario se impregna del análisis moral de las lacras seculares de la identidad cubana, quizá las mismas que conducirían a la degeneración ulterior. Pero esa es otra historia.


Como contó en “Mapa dibujado por un espía”, Cabrera Infante se exilia en 1965, primero en Madrid y luego en Londres, decide guardar silencio durante un tiempo, se concentra en reescribir “Tres tristes tigres”, que aparecerá censurado en España en 1967, y solo en 1968, incitado por el periodista Tomás Eloy Martínez en la revista argentina “Primera Plana”, comenzará a expresar sin mordazas ni bozales el profundo desengaño respecto de la revolución cubana y el castrismo, a despotricar del grotesco tirano Fidel Castro y denigrar a sus no menos grotescos adláteres (comisarios o solo venenosos emisarios), con datos incontrovertibles en la mano izquierda (mientras en la derecha sostiene un puro de marca “Holy Smoke!”), hasta el triste final de sus días. De hecho, el último texto del volumen (“La castroenteritis aguda”) es el último escrito por Cabrera antes de morir en febrero de 2005 en un infeccioso (o infecto) hospital londinense.
En paralelo a su grandiosa obra narrativa y a sus brillantes textos sobre cine, literatura, tabaco o ciudades, entre otros asuntos de la cultura o el mundo que atraían su insaciable curiosidad, Cabrera Infante fue construyendo durante decenios, de manera obsesiva y sistemática, una de las denuncias más implacables y veraces de los males maquiavélicos del totalitarismo del siglo XX, superando a sus versiones soviéticas, germanas, españolas o asiáticas.
“Mea Cuba” fue la bomba intelectual que Cabrera hizo estallar en 1992 para mostrar que en el centenario hispano no todo eran rosas de Indias y loores a Colón sino que había mucha putrefacción oculta. Es una brillante idea del editor centrar este volumen de sus obras completas en este libro extraordinario para situar en su órbita otros textos o libros complementarios. Y es que “Mea Cuba” es una fiesta (de la literatura, del ingenio, de la palabra, del español, de la inteligencia, de la cultura) y es también, quién lo diría, la más perfecta descripción del infierno si puede admitirse que una gran isla tropical rodeada de islas más pequeñas hasta conformar un extraño archipiélago con forma de caimán o de tiburón del golfo pueda asumir, tras el paso de un ciclón revolucionario, una condición infernal.
Contra todo y contra todos, incluidas España y la UE, tan complacientes con la tiranía por motivos comerciales, Cabrera acusa sin tapujos, narrando, con pormenores escalofriantes, la transformación de un paraíso natural en un infierno político de pesares y pesadillas incontables para sus habitantes, reconvertido después, por la magia del turismo, en un paraíso artificial para visitantes adinerados. Un infierno carcelario con sus círculos propagandísticos organizados alrededor del dantesco líder de la revolución falsaria y sus divisas dementes. El nombre del déspota genera en Cabrera Infante, como siempre, una serie desternillante de ingeniosos juegos verbales: “Mefistofidel”, “Castración”, “Castroenteritis”, “Castrofobia”, etc.
Pero no solo de política (activa o pasiva) vive el expatriado. Pese a lo que opinan sus enemigos más encarnizados, la pasión dominante de Cabrera era la literatura y en “Vidas para leerlas” habrán de rastrear quienes algún día quieran conocer la moderna historia de la literatura cubana, una de las hispanoamericanas más creativas, desde José Martí, Lydia Cabrera, Lino Novás o Virgilio Piñera a Carpentier, Lezama, Sarduy y Arenas. En los irreverentes retratos de cuerpo entero de los escritores admirados, Cabrera se retrata con agudeza, pincel en mano diestra, sabiendo que él también forma parte privilegiada de los trazos barrocos del cuadro.
Además, se incluye aquí el único libro de Cabrera Infante (“Vista del amanecer en el trópico”) donde el humor apenas aparece, pese a la disimulada ironía del título. Escrito tras el severo ataque de locura padecido en los setenta, “Vista” escenifica en viñetas de violencia desgarradora, al estilo del Hemingway inicial (In Our Time), la trágica historia de Cuba desde sus orígenes geológicos hasta ese futuro presagiado donde la geografía, como declara el autor, habrá anulado al fin las pretensiones fallidas de la historia. Es en este final donde la visión pesimista de Cabrera Infante desborda las coyunturas del tiempo vivido y se proyecta hacia la dimensión filosófica de una lucidez mucho más intempestiva.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

DINERO



Mi columna de ayer en medios de Vocento

El dinero impone su ley sobre un mundo donde las necesidades y deseos de la gente valen cada vez menos.

El dinero no engaña a nadie. No es su estilo. Lo tienes o no lo tienes. Así de simple. El uno por ciento de la población mundial lo tiene. El noventa y nueve por ciento restante no.  Vivas donde vivas, te cuenten lo que te cuenten. Lo tienes o no lo tienes. Es la ley del dinero. La más importante. El dinero no cae de los árboles, como repiten algunos ingenuos, pero existe en abundancia en lugares insospechados. Los comerciantes y los banqueros lo saben. Los agentes de bolsa también. Los ministros de economía disimulan. El problema es cómo ponerlo en movimiento al servicio de nuestros intereses.


La crisis nos ha dejado tocados y el sistema no se hunde. Los economistas no tienen respuesta. La agencia tributaria tampoco. Están desbordados. El oro, las monedas, los billetes, valen cada día menos. Todo lo que se imprime en papel se deprecia con el tiempo. El dinero, sin embargo, cotiza siempre al alza en las bolsas financieras. Hoy en día es el único valor rentable. El dinero digital inunda los mercados sin que percibamos las consecuencias. Cuanto más invisible es el dinero más se parece a lo que es en realidad el dinero. Riqueza abstracta. Pura circulación del intercambio. Valor y poder en estado puro. Si no tienes dinero, ni vales ni puedes. No hay nada que hacer contra esto. El dinero se adueña de todo sin escrúpulos y todo funciona al ritmo frenético del dinero. Lo sabe el FMI y lo sabe el Banco Mundial. Lo ignoran los políticos cuya misión consiste en convencer a los electores de que sus votos valen de verdad para cambiar las cosas. Sin preocuparse de donde salga la financiación.


Tienen razón los que dicen que la lógica del dinero se está naturalizando en la sociedad. Cuando se exigen recortes y austeridad, cuando todo se somete al criterio del dinero, algún nombre rebuscado habrá que darle al fenómeno para no pasar por cínicos. Mal se puede sacrificar quien no tiene liquidez ni crédito. La demencia del dinero no tiene límites. Por qué imponérselos, dicen los expertos. Las guerras del dinero ocurren bajo la epidermis de la globalización. Los chinos pretenden comprar África y acabarán haciéndolo en cuanto nos descuidemos. Los americanos no pueden comprar nada sin hipotecarse aún más. El multimillonario Donald Trump engaña sobre esto a sus votantes y lo eligen presidente. Europa naufraga. Sus presupuestos no cuadran. Los británicos desatan amarras creyendo que podrán salvarse solos. Los españoles no pueden pagarse ni la camisa que llevan puesta. De los países en bancarrota mejor ni hablar. Todos vivimos por encima de nuestras posibilidades. Estamos atrapados. No salen las cuentas. El capitalismo era esto. Dinero, dinero, dinero. Ahora lo sabemos con total certeza. Lo demás son cuentos chinos.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

CINE Y ARTIFICIO


[Philippe Azoury, A Werner Schroeter, que no le temía a la muerte, Shangrila Textos, trad.: Mariel Manrique, págs. 113]

Godard decía que el cine es la verdad 24 veces por segundo, es decir, una mentira. Una gran mentira. El cine fabrica imágenes en movimiento que los espectadores toman por verdaderas, como atestiguan las primeras proyecciones a finales del siglo diecinueve. El cine nació decimonónico y positivista, qué se le va a hacer, como la fotografía, por una cuestión industrial y técnica, pero el cine porta oculta en sus entrañas, como la mente humana, una relación fantástica con la realidad de las imágenes que se remonta al menos hasta la cultura barroca.
Existe un prejuicio arraigado en contra del ilusionismo cinematográfico. Tomando en consideración la discutible escisión entre una corriente-Lumiére y una corriente-Méliès en la historia del cine, parecería que la primera facción (documental, realista, fotográfica) se hubiera apoderado de los discursos críticos más exigentes y especializados, así como de las creaciones más arriesgadas según su opinión, mientras la segunda, dado el regusto popular en las fantasías y supercherías, los espectáculos aparatosos y los trucos de barraca, habría sido relegada al cine industrial de Hollywood.
De tanto en tanto, sin embargo, surgen creadores cinematográficos excéntricos, que entienden esta paradoja artística del cine y exacerban su patente artificialidad para extraer de ella una insólita dimensión audiovisual. Grandes ilusionistas que practican las artes mágicas de la luz y la alquimia de las imágenes desde planteamientos no solo minoritarios sino contrarios a toda postulación realista, como Werner Schroeter, a quien se dedica este magnífico libro. Este cine singular eleva la artificialidad del dispositivo fílmico a la más alta potencia de lo falso, como querían Nietzsche y Deleuze, y funda toda su fuerza estética en el reconocimiento de la condición artificial de cualquier imagen construida a partir de las posibilidades de la tecnología.


Schroeter fue en su época el emblema marginal del “nuevo cine alemán”, esa tendencia cinematográfica que restablecía los lazos artísticos destruidos durante la segunda guerra mundial y la posguerra con la pujante creación del cine mudo y el primer sonoro. Si Fassbinder ejercía en él de polémico sumo sacerdote y directores tan diferentes como Herzog y Wenders oficiaban de adláteres y el gran Syberberg de revulsivo wagneriano, Schroeter ocupaba un lugar influyente pero periférico, ignorado por el público mayoritario, la crítica ortodoxa y solo admirado por un selecto club de estetas. Entre sus más fervientes adoradores habría que contar a Michel Foucault, quien escribió, como recuerda Azoury, uno de los textos más hermosos sobre la presencia carnal y la vitalidad de los cuerpos, gloriosos, divinos o meramente profanos, en el cine seminal de Schroeter (cuya obra maestra, pasados los años y los debates espurios, sigue siendo la sublime La muerte de María Malibrán).
Una trayectoria artística como la de Schroeter se presta con facilidad a meditaciones melancólicas sobre el destino y la creatividad del cine europeo de los años sesenta y setenta, y el discurso de Azoury no las rehúye. Pero también permite una reflexión jubilosa sobre la potencia cinematográfica cuando aparece desvinculada de toda constricción económica. De esa libertad genuina el cine de Schroeter es uno de los máximos exponentes. Un cine que, para bien y para mal, solo tenía que responder a sus propias exigencias estéticas, sin otra consideración que escenificar plano a plano la obsesiva visión del mundo de su director.


Un cine tan visual como operístico y teatral, barroco y expresionista, alambicado y pasional, lujoso y hasta lujurioso pero realizado con amateurismo técnico, filogay o transexual y, sin embargo, volcado al culto de la mujer real y las divas sublimes, decadentista en el sentido aristocrático de Baudelaire, Wilde o Huysmans y, al mismo tiempo, comprometido con los parias de la tierra.
Un gran cine, en suma, nutrido por las incalculables paradojas de su creador. 

miércoles, 9 de noviembre de 2016

CAZAFANTASMAS


Mi  columna de ayer en medios de Vocento

La corrección política juega un papel decisivo en las elecciones presidenciales americanas de hoy.

Está ocurriendo un fenómeno curioso. La corrección política empieza a aburrir a todo el mundo. Una prueba evidente fueron los remakes veraniegos de grandes éxitos comerciales de los ochenta. No funcionaron en taquilla. El público acepta la corrección política como ideología oficial del sistema, pero no quiere comulgar a todas horas, incluso en el cine, con los mismos valores de los políticos que ya usan televisiones y radios como púlpitos diarios. La gente quiere ocio y diversión para evadirse de las duras condiciones de vida y también de las opiniones dominantes. Así las cosas, el espectáculo político se divide ahora en dos especies enfrentadas a muerte por el poder: los fantasmas y los cazafantasmas. O por simplificar: los energúmenos anacrónicos como Donald Trump y las pejigueras de salud endeble como Hillary Clinton. El escaso éxito de la nueva Cazafantasmas pudo achacarse a la sustitución del reparto masculino de la versión original por un elenco de actrices cómicas en horas bajas. Hasta podríamos aventurar el resultado de las elecciones presidenciales americanas de hoy a partir de la falta de refrendo popular a este refrito cinematográfico. Las cazafantasmas como Hillary y los fantasmas como Trump no convencen demasiado a un público saturado de pantomimas grotescas.
El principal problema de la corrección política es que con su actitud hipócrita solo produce peores fantasmas de los que ya existen. En Europa, los fantasmas más temidos son el fascismo y sus productos derivados y marcas blancas. Se venden últimamente a precios de saldo en los supermercados electorales y obtienen una demanda creciente entre consumidores adultos. En España, por razones históricas fáciles de entender, el fantasma número uno se llama corrupción y reparto de prebendas. La presencia mediática de los fantasmas más reconocibles termina haciéndonos olvidar que hay otros males mucho más graves. Y que las dimisiones y juicios en cadena solo solucionan una parte nimia del problema. Los espectros que deberían aterrorizarnos de verdad son los que no vemos. Los que se esconden tras el telón de las apariencias. Cuando el dinero es rey, todos los demás dominios de la vida se vuelven siervos de su poder.
En el mundo actual la política es una simple fachada. Y los políticos cumplen su función de comparsas como los muñecos en la feria, para que los ciudadanos tengan a quien disparar cuando estén indignados. La soriasis galopante de ciertos partidos no debería engañarnos. Los escándalos se neutralizan con eficacia infrecuente. Donde la vestidura del sistema se tensa y amenaza con romperse allí actúan los cazafantasmas a toda prisa para reparar el desgarrón. Mientras el plan sea este, los fantasmas y cazafantasmas oficiales se estrellarán una y otra vez contra la pantalla de la indiferencia y el hastío de los ciudadanos. El mundo que viene puede ser muy aburrido, pero también muy peligroso. 

martes, 25 de octubre de 2016

QUEMAR DESPUÉS DE LEER


Esta temporada me estreno como columnista en medios de VOCENTO y esta es la columna cero, el “prototipo” de texto con que comencé la andadura a principios de septiembre…

España es uno de los crematorios más eficientes de Europa. Se han quemado demasiadas cosas este verano y nos hemos quedado sin palabras para expresar nuestra perplejidad. Existe una conspiración periodística para que las cosas en vez de quemarse se calcinen. Al hablar de incendios los periodistas usan a menudo el verbo que alude a la cal viva, de tan nocivo recuerdo en este país. Mira por dónde la academia les da la razón. Por tradición nacional, sin embargo, todo el mundo prefiere la hoguera, como cantaba el difunto Javier Krahe, pero solo los pirómanos están de parte del fuego. Ellos prenden la chispa y no se preocupan por los verbos. Saben lo que hacen, actúan a conciencia, conocen el significado exacto de los vocablos que sirven de combustible y los usan sin temor a las consecuencias en la realidad. El fuego es fuego, la llama provoca a la llama, el incendio se expande y el mundo se consume a su paso como un vertedero de basuras. Se queman personas y casas, árboles y coches, montañas y animales y hasta chalets con piscina. También se quema la piel de los turistas y se abrasan los cerebros de los bañistas en la playa, tendidos en la arena a todas horas consumiendo el ardor del sol que más calienta las ideas y quema la inteligencia. Pero este año es mucho peor que otros. Además de las miles de hectáreas del bosque, este verano se ha quemado Del Bosque. Nos ha costado el bochorno de un Mundial y el sofoco de una Eurocopa enterarnos de que la fórmula imbatible del marqués del colesterol estaba achicharrada como la mala carne de cerdo en una barbacoa dominguera y la madera futbolística no ardía durante los partidos internacionales ni con la ignición de los canteranos. Y, por si fuera poco, la democracia está que arde. Todos los días se queman políticos en activo y se queman partidos políticos inactivos. Como en las fallas. Que Rajoy estaba quemado ya lo sabíamos antes del gatillazo de la investidura, carbonizado hasta el tuétano como su partido en funciones, pero el candidato Sánchez y todo su equipo de equilibristas se están quemando a marchas forzadas con sus estrategias de pactos ingenuos y alternativas inútiles, así como Iglesias y Rivera, dirigentes en ebullición permanente. Se están quemando todos los líderes visibles en la pira de la política disfuncional sin haber tenido tiempo de debutar como histriones parlamentarios en una legislatura completa. Se queman los políticos, sí, y a los ciudadanos nos quema mucho la política. Estamos todos quemados y requemados. Necesitamos con urgencia algo que cambie el signo abrasivo de los tiempos. Evitar la incineración acelerada del país. A este paso, la quemazón lo arrasará todo. Háganme caso, después de leerlo con detenimiento, quemen este artículo. Su inteligencia me lo agradecerá. 

miércoles, 12 de octubre de 2016

HOUELLEBECQ DESCONFIGURADO


[Michel Houellebecq, Configuración de la última orilla, trad.: Altair Diez, Anagrama, 2016, págs. 97]

Para entender un contexto posible de lectura de este espléndido libro de poemas habría que tratar de recordar esa extraña película donde se fingía el secuestro de Houellebecq y se estudiaba al ser humano superviviente bajo la máscara del escritor desde un prisma tan veraz como cruento. Imagínense por un momento a Michel encerrado por sus rudos secuestradores en un sórdido cuarto y forzado para sobrevivir a escribir en un cuaderno de hojas sueltas sus emociones y visiones de la vida y la realidad del mundo en una lengua aséptica e incisiva como un bisturí. Mejor aún sería imaginar a Houellebecq en su doble papel de captor y rehén, carcelero y reo por voluntad propia. Houellebecq habría sido secuestrado por su personaje público y todo lo que escribe en un formato que no sea novelesco expresaría su condición de prisionero de sí mismo en la celda de la fama.
La poesía de Houellebecq enuncia como pocas los límites objetivos del género y de la voz subjetiva que lo encarna con patetismo exhibicionista. El yo agoniza impotente, el ego se ahoga a falta de realidad. Si la individualidad significa fracaso, la poesía es el testimonio gráfico, lúcido y embellecido, de ese modo fallido de padecer la indiferencia del mundo. Todos sus motivos orbitan reiterativos en torno del mismo yo exhausto, sin futuro entre los vivos, sin lugar entre los muertos. En este sentido, cabría considerar el traspaso a la novela como una especie de salvación personal.
Si la obra de Houellebecq fuera un disco de vinilo diríamos que la cara A la ocupan las novelas y la cara B las poesías, los ensayos y demás modalidades de no ficción. Pero es en la poesía, precisamente, donde Houellebecq ahonda en lo que denomina con ingenio “la cara B de la existencia”: “Sin placer ni verdadero sufrimiento / Salvo aquellos que derivan de la usura, / Cualquier vida es una sepultura / Cualquier futuro es necrológico”. La conclusión no puede ser más terrible y, al mismo tiempo, exenta de sentido trágico: “La vida no tiene nada de enigmático”.
“Configuración de la última orilla” se publicó en 2013. Se ubica, por tanto, entre “El mapa y el territorio” y “Sumisión”, su novela más reciente, y refleja, en cierto modo, un estado de espíritu que ha alcanzado el grado último de sus posibilidades expresivas e intelectuales, como si todos sus temas estuvieran al borde de la consumación. La verdad obscena del individuo Houellebecq se encuentra en estos poemas. El espíritu Houellebecq funciona como imperativo moral: la infelicidad, la tristeza y el sufrimiento son la única garantía de que el poeta no incurrirá en las mentiras del propagandista de los valores conservadores de la especie.
El poemario se compone de cinco partes tituladas en minúsculas en ambiguo homenaje quizá al gran poeta norteamericano E. E. Cummings. En las dos primeras, la voz de Houellebecq se enfrenta a la “extensión gris” de la existencia donde el tiempo apunta en una dirección desoladora, el envejecimiento y la muerte, obsesión presente en todas sus novelas. En los dos últimos, la (im)posibilidad del amor (“la posibilidad de una isla”, como su famosa novela homónima) y el amor realizado trazan una escapatoria del tiempo que, sin embargo, devasta cuando se eclipsa finalmente sin dejar otro rastro que el dolor intenso y la ausencia traumática del ser amado.
En el centro neurálgico del libro, Houellebecq coloca una docena de poemas polémicos recogidos bajo un título provocativo: “memorias de una polla” (“Los hombres solo quieren que les coman el rabo / Tantas horas al día como sea necesario / Tantas chicas bonitas como sea posible”). Con honestidad y crudeza, Houellebecq se autorretrata como hombre de cuerpo entero frente a la mujer: seducido por la juventud de la vida y los cuerpos y preso de la fijación fetichista con el objeto de deseo masculino llamado “jovencita” (“Las jovencitas se nos dan bien en Francia / (También las hay muy bellas en Italia) / Promesas de felicidad con patas, / Todas orgullosas de sus órganos jóvenes”).
Al final, el poeta Houellebecq sostiene la convicción desengañada de que no hay sufrimiento en el conocimiento ni tampoco consuelo: “Todo lo que no sea puramente afectivo deviene insignificante”. 

lunes, 3 de octubre de 2016

EL PORNO NUESTRO DE CADA DÍA


Hay que rendirse a la evidencia. Con los últimos avances tecnológicos todos nos hemos convertido, de un modo u otro, en productores tanto como en consumidores virtuales de pornografía, actores o espectadores de sus ceremonias y escenarios vulgares. Basta consultar los datos disponibles para comprobarlo. En 2001 la industria pornográfica puso en circulación de diez mil a once mil títulos nuevos. Quince años después la progresión es exponencial. Sólo en Estados Unidos se alquilan anualmente setecientos millones de vídeos pornográficos y los ingresos derivados de su distribución se elevan a catorce mil millones de dólares anuales; una cifra que supera los de la industria cinematográfica tradicional, pero también los del negocio del deporte profesional. De este modo, queda perfectamente establecido el argumento principal: antes que un producto que suscita reprobación moral, ética, estética o cultural, además de poner en crisis nuestras ideas recibidas respecto de la sexualidad, el amor o las relaciones de poder entre los sexos, el porno es uno de los grandes negocios de la economía postmoderna.
Ahora bien, ¿qué tiene el porno que merece ser tratado seriamente hasta el punto de dar lugar a una especialidad académica como los “porn studies”? Para la experta norteamericana Linda Williams, que dedicó al cine porno un estudio exhaustivo y fundacional (Hardcore), inédito en español, la clave del éxito de este género degenerado reside en el “frenesí de lo visible”: el deseo, inscrito en la psique humana, de ver la realidad desnuda, expuesta en su máxima crudeza o despojamiento, más que el simple apetito de ver cuerpos desnudos o actos obscenos.
En este sentido, la originalidad del porno se cifra en dos aspectos centrales: en primer lugar, la perspectiva original, la mirada inédita que produce la imagen pornográfica, y, en segundo lugar, la singularidad irrevocable, el deseo particular que hace que cada uno encuentre en el vasto repertorio del porno el subgénero que lo satisface. De hecho, el deseo puede ser tan variado como los individuos que lo experimentan, pero nadie puede decir que la industria, a pesar de su pobreza imaginativa y sus monótonas fórmulas, no trata de conectar con las variantes eróticas más insólitas de sus usuarios.
El producto porno es democrático y customizado por definición.
No está tan claro, sin embargo, que la mirada pornográfica nazca al mismo tiempo que la mirada científica que se instala en las sociedades occidentales a partir del siglo diecisiete, como una prolongación perversa de su contemplación analítica de la realidad, de su interpretación mecanicista de las relaciones posibles entre los cuerpos. Si para los romanos y otros pueblos antiguos los rituales pornográficos constituían un complemento orgiástico de la vida social, ocasión de fortalecer el vínculo colectivo a través del placer y la diversión sexual, para las sociedades modernas la explicación de la atracción por la pornografía quizá resida en lo que el gran Witold Gombrowicz, autor de una novela titulada justamente Pornografía, consideraba que era nuestra tendencia innata a lo imperfecto, lo inacabado, lo impuro, lo inferior o lo inmaduro.
Quizá por esta razón uno de los aspectos más estimulantes del porno sea la expansión real del amateurismo como dimensión democratizadora del fenómeno. La incorporación actual de los componentes que habían sido tradicionalmente excluidos de la representación pornográfica en aras de un mayor realismo, aunque sea igualmente postizo, o de una mirada más apegada a los parámetros de lo cotidiano definidos por la ideología de la clase media.
En este sentido, la cuestión que no se suele examinar con el suficiente rigor es hasta qué punto el triunfo cotidiano del porno nuestro de cada día, mediante la apropiación de la totalidad de nuestros deseos y fantasías, es la vía definitiva de expansión del capitalismo en nuestros cuerpos y nuestras mentes. 

lunes, 26 de septiembre de 2016

EL GRAN GADDIS (FINAL)


[William Gaddis, Su pasatiempo favorito, Sexto Piso, trad.: Flora Casas, 2016, págs. 693]

Los lectores en español tenemos la inmensa fortuna de disfrutar ya de la obra narrativa completa de William Gaddis (1922-1998) gracias a la espléndida labor de la editorial Sexto Piso que, con admirable constancia, ha traducido las tres novelas inéditas (Jota Erre, El gótico del carpintero y Ágape Ágape) y recuperado las dos publicadas con anterioridad (Los reconocimientos y Su pasatiempo favorito). Recuerdo muy bien el momento en que supe que Su pasatiempo favorito había ganado el premio literario más importante en Estados Unidos: era diciembre de 1994 y me encontraba dentro de un coche alquilado en un parking al aire libre del downtown de Los Ángeles, donde entonces residía, esperando el regreso de una querida amiga que había ido a cambiar dinero a un banco situado al pie de un rascacielos (situación digna de Gaddis o, más bien, de un mal epígono de Gaddis). Para entretenerme hojeaba las páginas culturales del LA Weekly, mi semanario de referencia para estrenos cinematográficos, exposiciones o actividades culturales de diversa índole. De pronto, me encontré con la noticia del premio a Gaddis a toda página, celebrado como un triunfo sensacional de la literatura arriesgada o valiosa, un homenaje tardío a su magisterio sobre la novelística americana de las últimas tres décadas. Mi alegría fue enorme, a pesar de desconocer la existencia de la nueva novela ese mismo año había leído con intensidad y asombro Los reconocimientos, y esa misma tarde corrí a una librería de Santa Mónica a buscarla. La encontré enterrada bajo un montón de novelas del gran Kenzaburo Oé, entonces de moda en los USA por el Premio Nobel, y nada más abrirla quedé deslumbrado por el atrevimiento formal de su propuesta. Unas cuantas semanas después, en ese mismo semanario cultural angelino, leería sobrecogido el obituario de Guy Debord, que acababa de pegarse un tiro. Con Debord, Gaddis compartía algunas ideas extremas sobre el devenir de las sociedades occidentales, e incluso el humor soterrado y a menudo sardónico. Pero Gaddis era un bon vivant a la americana y sabía disfrutar de la existencia, a pesar de todas sus miserias y servidumbres, mientras Debord, como intelectual europeo de su generación, solo consumirla y consumirse de desesperación. Comenzaban las celebraciones del centenario del cine y el cineasta más intransigente decidía darse de baja del mundo. In Girum Imus Nocte et Consumimur Igni




“El riesgo de quedar en ridículo, de desencadenar la difamación por parte de sus colegas e incluso de provocar manifestaciones estridentes por parte de un público escandalizado siempre ha sido el destino, y previsiblemente seguirá siéndolo, del artista serio”.

"Lo que estamos contemplando no es el desmoronamiento de nuestra civilización sino su florecimiento, porque los Estados Unidos se construyeron sobre la codicia y la corrupción política en los años posteriores a la Guerra de Secesión, que fue cuando empezó todo, así que no se trata de si la corrupción es un signo de decadencia sino más bien de si ha contribuido a la creación de un cierto estado de cosas desde el principio".

-William Gaddis, Su pasatiempo favorito-


Cuanto más falsa y artificial es una forma de vida más tiende a generar, como respuesta, una mitificación de lo auténtico y original, lo genuino y propio. Así en la vida como en la cultura y la política, esa es la tendencia dominante a partir del siglo veinte hasta esta segunda década del veintiuno.
Ese es el motivo dominante de la genial literatura de William Gaddis desde su primera novela (el tractatus enciclopédico Los reconocimientos; 1955) hasta la última (el monólogo terminal inconcluso Ágape Ágape; 2002). Y lo vuelve a ser de manera singular en la cuarta, Su pasatiempo favorito (1994), una gran novela hilarante sobre los laberintos legales y la creación artística en un mundo mediatizado, con el plagio y la falsificación, de nuevo, como móviles intelectuales de la compleja trama.
En Su pasatiempo favorito, Oscar Crease, un profesor universitario especializado en la historia de la guerra civil americana, se enfrenta a un doble pleito, uno más ridículo que el otro. El primero, a través de una compañía de seguros, contra la marca automovilística que ha fabricado el coche que lo atropelló en un accidente absurdo del que fue víctima única y responsable directo al mismo tiempo. El segundo litigio, mucho más significativo, acusa de plagio a la compañía productora y el director de una película sensacionalista basada en un oscuro episodio de la guerra de secesión sobre el que Crease había escrito años atrás una obra de teatro (Una vez en Antietam). Para colmo, Crease es el hijo pródigo de un juez salomónico pero polémico (su última sentencia, en un caso que implica a un perro y una obra de arte, versa sobre los derechos y pretensiones del artista frente a la comunidad) y descendiente de una familia sureña de tortuosa prosapia y dudoso prestigio.
En un primer nivel, la novela se puede leer como una parodia feroz de una sociedad tiranizada por la legalidad y los leguleyos. Todos los personajes de la novela son abogados profesionales o clientes que viven en una querella permanente contra el sistema legal para defender sus derechos y exigir el respeto a su libertad e individualidad.
En otro nivel, constituye un juicio cómico a los valores culturales de la sociedad norteamericana y, por extensión, de la civilización occidental. En el fondo, la escenificación judicial de la ficción demuestra que la pretensión de originalidad es tan infundada en el terreno de la creación como injustificable la defensa extrema del individualismo que fundamenta el ideario constitucional del capitalismo americano.
Pero Gaddis no desaprovecha la oportunidad novelesca brindada por este carnaval polifónico para poner en solfa cuestiones tan importantes como la justicia y la ley, la familia y la herencia, el dinero, la corrupción del dinero y su desmedido poder real sobre la sociedad, las ilusiones del amor y la caprichosa sexualidad humana, el racismo, la esclavitud y el fantasma universal de la libertad de conducta, la estafa e impostura del arte y las falacias de la moral, la construcción de los mitos fundacionales y los malentendidos del lenguaje.
El lenguaje en que se representan todos los conflictos de la novela está tan sembrado de trampas lógicas y de manipulación retórica, errores de significado y malas interpretaciones y viciados juegos de palabras, como los juicios y procesos interminables que padecen sus personajes y las acciones legales que emprenden contra un sistema paradójico que incita y bloquea al mismo tiempo dichas acciones.
Es una ficción de voces más que de historias, sin duda, pero todas esas voces se entrecruzan conformando un inmenso crisol narrativo. La prodigiosa técnica de Gaddis en Su pasatiempo favorito remite a Jota Erre, con sus combinaciones de diálogos y descripciones, su montaje de textos jurídicos, declaraciones y sentencias judiciales entremezcladas con conversaciones telefónicas y extensos extractos de la obra teatral causante del pleito principal.
Entre tanta burla irónica y tanto pesimismo cáustico, existe, sin embargo, una posible dimensión utópica, tan equívoca como el resto, aportada quizá por el único elemento positivo de la novela. La belleza de la naturaleza y la mitificación a través de la palabra poética del paisaje original americano, la referencia a la tierra primigenia y la vida idealizada de los nativos antes de la llegada del colonizador europeo.