miércoles, 30 de julio de 2014

LA RISA DE MARX



 [Groucho Marx, Las cartas de Groucho, Anagrama, trad.: Jos Oliver, 2014, págs. 341]

¿Qué es el humor? Una facultad intangible por la que tomamos distancia o colocamos entre paréntesis todo lo que una cultura considera importante o serio, evidenciando su impostura, su exageración o su peligro. El humor va unido a la capacidad de reír, pero muchas veces el mejor humor no es el que provoca el más estruendoso carrusel de carcajadas. Reírse de lo risible, burlarse de lo ridículo y grotesco pueden ser formas de humor aceptables en sociedad, pero más se agradece la risa y la burla de lo que pasa por intocable y sagrado, la sonrisa o la carcajada que tienen como motivo principal los valores y las visiones trascendentes de la vida.
Nada más divertido, en este sentido, que ver a un cómico en acción fuera del lugar donde suele ejercer su dudosa profesión. Groucho Marx representaba una tradición locuaz del humor judío aliada al humor verbal inglés, plagado de retruécanos y calambures. Mientras su hermano Harpo rendía tributo a Harpócrates, dios silente, mediante el humor gestual y la comicidad activa, Groucho optó por la charlatanería productiva en el cine, la radio y la televisión, desde luego, pero también en novelas y memorias y en estas sugestivas epístolas, escritas a lo largo de más de treinta años, donde se retrata como una personalidad inclasificable del mundo del espectáculo y un hombre singular.
Sabíamos que Groucho, además de cómico desternillante, dialoguista chistoso y actor deslenguado, era muchas otras cosas a la vez: un amante sarnoso, como él mismo se tildaba, un devoto de la gozosa horizontalidad de las camas, donde podía hacer todo lo que más le gustaba en la vida, leer y escribir y recibir señoras y señoritas a cualquier hora del día y de la noche. Y, sobre todo, un ironista feroz de la tontería propia y ajena. En muchas de estas cartas se perfila un sentido cómico de la vida que uno estaría tentado de elevar a ideario de conducta, si tal sacralización no supusiera un atentado contra el espíritu del humor.

No hay humorista pletórico sin arranques de mal humor. Las pretensiones intelectuales de la vanguardia teatral de Beckett, Pinter y Genet exasperaban a Groucho y lograban extraerle la bilis filistea del viejo hombre formado en el vodevil popular y el teatro de bulevar. Y la televisión, para la que trabajó a destajo desde los años cincuenta, le parecía un vil vodevil, un entretenimiento degradante, y le irritaba con su estupidez vulgar y su compromiso publicitario con patrocinadores mediocres.
Los momentos más hilarantes, no obstante, son aquellos en que el cómico se ve atrapado en una situación de comedia, donde la actitud equivocada ante el otro es la causante de la risa impensada. Uno de esos malentendidos estelares en la vida de Groucho fue el encuentro con su admirado Eliot, el poeta norteamericano y premio Nobel. Durante la velada que compartieron en la residencia londinense del poeta, Groucho solo parecía preocupado por hablar de temas sublimes, los poemas de Eliot y la poesía de Shakespeare, mientras Eliot solo parecía obsesionado por comentar diálogos memorizados y anécdotas chispeantes de las películas de Groucho y sus hermanos.
En actuaciones sarcásticas como estas el cómico se desnuda, el payaso se quita la máscara y el bufón la corona de rey de las burlas y se exhibe como lo que es, una criatura frágil y vulnerable, tan proclive a la falta de humor y a la solemnidad como cualquier hijo de vecino, sea poeta laureado, político electo o fontanero diplomado. 

martes, 22 de julio de 2014

EL JARDÍN DEL DESEO

 [Jonathan Lethem, Los Jardines de la Disidencia, Random House, trad.: Cruz Rodríguez Juiz, 2014, págs. 413]

La ideología, aunque todavía no conocía la palabra: El velo de ficción sostenida que dirigía el mundo, lo que la gente necesitaba creer.

-J. Lethem-

Contra lo que creen algunos críticos despistados y muchos lectores ingenuos, la novela es el género político por excelencia desde sus orígenes, cuando la “sátira menipea” era considerada una forma crítica de “periodismo político” revestida de rasgos cómicos o caricaturescos.
Si Jonathan Lethem es uno de los mejores novelistas norteamericanos no es solo por la brillantez de su estilo o la amplitud de su imaginación narrativa. Lethem es ese gran novelista que ha sabido sortear como pocos el gran escollo del escritor actual. Cómo escapar a los rigores ascéticos de la experimentación o a la tentación facilona del subgénero sin caer en el formateado convencional del mainstream.
Esta ambiciosa novela de Lethem comienza con el melodrama familiar y generacional de una madre comunista de la vieja escuela (Rose Zimmer) y una hija libertaria y contracultural (Miriam). Una madre carismática y represora (de la cepa estalinista o soviética), casada con un alemán comunista y teniendo como amante a un policía afroamericano, y una hija pacifista, casada con un músico folk irlandés y viviendo en una comuna hippy. Ambas mujeres, retratadas con un realismo cotidiano que recusa cualquier idealización, abarcan la bicefalia intelectual de la izquierda y sus muertes respectivas, una en la decrepitud, la otra prematura, asesinada en Nicaragua por la guerrilla antisandinista, clausuran una época revolucionaria y abren otra, el regresivo período “neocon” de Reagan. Lethem recurre a Doris Lessing para mostrar que no hay nada idílico en la vida familiar de una luchadora anticapitalista: “el problema de las ideologías utópicas es que se enfrentan a la tiranía de la familia burguesa y contra eso no hay nada que hacer”.
Los Jardines de la Disidencia es una gran novela política diseñada para tiempos de desorientación ideológica y claudicación cultural. Lethem ha escrito una novela alegórica que recapitula con agudeza y lucidez la historia política americana del siglo veinte desde el ángulo de la izquierda combativa. Una izquierda radical que ha encarnado en las grandes narrativas de ese país la figura antipática del malo absoluto, el Gran Otro sistémico, antes de que el terrorista islamista le hurtara el protagonismo en las mitologías nacionales. Es muy inteligente, en este sentido, el escenario novelesco ideado por Lethem al comenzar su relato en una reunión doméstica comunista en el Nueva York (Queens) de los años cincuenta, en plena Guerra Fría, y culminarlo en Maine, en las instalaciones de un aeropuerto contemporáneo, bastión kafkiano del estado policial en que se ha transformado la América del nuevo siglo, donde el hijo huérfano de Miriam (Sergius Gogan) es detenido en un control de seguridad por su complicidad sexual con una alegre integrante del movimiento Ocupa Wall Street.


Es, sin embargo, a través del fascinante personaje Cicero Lookins, profesor universitario afroamericano, obeso y homosexual educado por Rose e influido por Miriam, como Lethem logra expresar una verdad fundamental sobre la disidencia ideológica que muchos olvidan. Que la teoría, en el fondo, ya sea la de Deleuze o Lacan, Barthes o Derrida, Butler o Foucault, es siempre teoría sexual: “el intento de lanzar la red del lenguaje sobre la otra vida espléndida, la vida de cuerpos lidiando con sus deseos inconmensurables”. Es su aspecto liberador, más allá de lo abstruso de algunos conceptos.
El pesimismo de Lethem lo comparte cualquier lector que repare en que una época que reniega de la teoría y el pensamiento, dando por resueltos problemas que no ha comprendido siquiera, es reaccionaria. Necesitamos volver a creer en que las ideas disidentes pueden transformar la tierra en un jardín, por más que las fallidas utopías del pasado nos hayan vuelto a todos unos escépticos y unos cínicos. Necesitamos seguir creyendo en la posibilidad de una vida mejor para todos y en el camino de la disidencia que conduce al jardín del deseo. Esta estupenda novela de Lethem tiene el mérito de recordarnos estas cuestiones políticas esenciales potenciando la belleza estilística del discurso y la fuerza inventiva de la narración.

lunes, 14 de julio de 2014

UN CLÁSICO NADA INFANTIL


[Jonathan Swift, Los viajes de Gulliver, Sexto Piso, trad.: Antonio Rivero Taravillo, 2014, págs. 351]

Sí, admito desde el principio que la cuestión tiene su retranca filosófica. Los viajes de Gulliver serían un clásico infantil en la medida en que, si tomamos en serio las opiniones del sarcástico autor del libro, la especie humana como tal no habría salido aún de la infancia y la inmadurez. Es lógico, por consiguiente, que durante mucho tiempo esta genial novela, una de las grandes obras canónicas de la cultura occidental, fuera considerada una fantasía especulativa escrita para entretener el ocio inteligente de los niños (no, ay, de las niñas, que entretenían su inteligencia con otros libros pensados para discriminar aún más a su sexo).
Decía Savater hace años en uno de sus mejores libros (La infancia recuperada) que solo un malicioso error de juicio podía haber convertido una de las obras más satíricas y feroces sobre la condición humana, como esta, en un clásico inofensivo para niños y adolescentes. La presencia de enanos y gigantes, viajes fantásticos, caballos parlantes, humanos bestiales y demás portentos de la imaginación más descabellada predisponían a ello. El escritor dublinés Jonathan Swift pertenece, en opinión de Savater, a una estirpe literaria singular: los escritores demasiado serios exiliados en el jardín de la infancia por un mundo adulto que se niega a escuchar sus diatribas morales o su humor corrosivo. Es, por esto, una acertada iniciativa que Sexto Piso lo edite ahora, en tiempos de corrección política, con hermosas ilustraciones de Javier Sáez Castán y espléndida traducción de Antonio Rivero Taravillo.
Siguiendo la estela de una moda narrativa dieciochesca, el fabuloso libro de Swift simula las trazas de una crónica de viajes y hay que adentrarse en sus páginas para ir descubriendo con sorpresa las razones del gran éxito que tuvo en su tiempo. Al principio, todo parece verosímil y convincente hasta que el narrador falsario comienza a revelar al lector las claves irónicas de su juego literario. Si Swift creyera en la veracidad incuestionable de lo que muestra no lo habría escrito en el ambiguo formato de una novela cómica, reciclando los recursos inagotables de la sátira menipea ya explotados por maestros antiguos como Luciano, Rabelais y Cyrano de Bergerac. Lemuel Gulliver es el cartógrafo imaginario de una geografía mental que acaba configurando un mapa exacto de la estulticia ideológica y la maldad humanas.
Decía Swift que la sátira no vale para nada si el espejo deformante que ponemos delante de la realidad no incluye el rostro caricaturesco del autor. Este es el caso. El capitán Gulliver, tan necio como indica el juego de palabras que lo designa, posee en el primer y el segundo viajes (Liliput y Brobdingnag) la ingenuidad del aventurero lleno de expectativas y curiosidad por el mundo desconocido, reservando para el tercero (Laputa y otras islas similares) y, sobre todo, el cuarto (el País de los Houyhnhnms) la misantropía cáustica y el amargo desengaño vital que algunos asumen como la auténtica actitud del autor.


Un agudo lector del libro, el gran novelista alemán Arno Schmidt, resumía así (en su magnífica novela Momentos de la vida de un fauno) el estratégico plan de Los viajes de Gulliver: Primer libro, el genio torturado por las hormigas; Segundo libro, el horror ante todo lo orgánico; Tercer libro, contra los filólogos y los tecnócratas, contra las ciencias puras y aplicadas; y Cuarto libro, la repugnancia categórica que inspiran a Swift todos los Yahoos, incluido él mismo como moralista del montón.
Sea como sea, este libro sigue planteando uno de los grandes dilemas de la literatura. ¿Es posible denigrar a tal punto la condición humana sin apoyarse, como hace el reverendo Swift, en una creencia reaccionaria en el más allá del cristianismo? La intempestiva contemporaneidad de la sátira pasaría, más bien, por reactivar su poder crítico contra los desafueros e iniquidades del mundo real sin propugnar por ello la entelequia del otro mundo.