jueves, 26 de abril de 2012

ZAPPING DE IDEAS



Zadie Smith es (con el permiso de ese crítico-puritano-modelo-histérico-de-todo-crítico-puritano-y/o-histérico llamado James Wood) la más brillante novelista inglesa del momento y al reunir estos textos dispares (Cambiar de idea, Salamandra) no solo está proporcionando una radiografía de su mundo intelectual, de ideas y sensaciones relacionadas con el arte, la literatura, el cine o la escritura, sino una lección práctica sobre la vida. Al llamarlos “ensayos ocasionales” y agruparlos al fin bajo una rúbrica irónica, Smith muestra que en el arte y en la vida todo es ocasional, esto es, producto del azar y de la elaboración, de la voluntad pero también del capricho, de la suerte y de la decisión personal que permite apropiarse de ella para darle algún sentido. En suma, estos ensayos le proporcionan a Smith la excusa perfecta para demostrar que lo que había en ellos de ocasional desaparece del todo al reunirse en un solo volumen sin perder la ocasión, nunca mejor dicho, de afirmar la incongruencia ideológica como única manera de no traicionar los propios sentimientos, convicciones y gustos.
Es un inmenso placer recorrer estas páginas siguiendo la estela de las ideas y los juicios de Smith, una lectora y una espectadora tan inteligente como emotiva, tan sutil como expresiva. La verdad es que Smith solo aspira a seducirnos, como todo buen escritor, para obligarnos a cambiar de idea en todo lo que habíamos dado por seguro con excesiva facilidad. De ese modo, terminamos convencidos de que Kafka es y no es el personaje carismático que la vulgata kafkiana había transmitido en todos estos años, o que Barthes y Nabokov, a pesar de todo, podrían encontrarse en un café parisino para intercambiar sin problemas sus contradictorias ideas sobre el lector y el autor, o que el modo clásico y el modo experimental de concebir la narrativa tienen mucho más en común de lo que la mayoría de los críticos puritanos y/o histéricos están dispuestos a reconocer, o que David Foster Wallace sufrió demasiado para poder decir algunas verdades al mundo en la misma lengua oscura y tortuosa en que ese mundo le habló al oído durante toda su vida. Y logra persuadirnos, además, de las razones por las que aún vale la pena leer: “para sentirme menos sola, para establecer una conexión con una conciencia que no es la mía”.
Pero también hay lugar en este libro para la levedad y es muy estimulante acompañar a Smith durante el año en que ejerció como crítico de estrenos cinematográficos, extrayendo la conclusión de que el cine comercial no solo tiene sus encantos, indudables, sino que puede decirnos tanto sobre el mundo actual, con todos sus estereotipos y estupidez consabida, como la novela más innovadora. Cuando visita Hollywood y sus aledaños estelares para asistir a la fiesta de los Oscar esperamos una crónica mundana chispeante y sarcástica, la confirmación de que ese lugar mítico es tan banal como recordamos, pero Smith aprovecha la ocasión, una vez más, para desplegar la misma mirada clínica que diagnostica no la enfermedad y la corrupción (Smith ignora lo que es el resentimiento) sino la salud y el brillo de las cosas con que ya nos había cautivado en los ensayos anteriores. Y es que Zadie Smith demuestra que un buen novelista, escriba sobre lo que escriba, Katherine Hepburn, E. M. Forster, George Eliot, Greta Garbo, Luchino Visconti o la vida y muerte de su padre, aplica siempre la misma agudeza y sensibilidad.

lunes, 16 de abril de 2012

CAÍN HACE CINE (EN BLANCO Y NEGRO)


Alguna vez él tuvo la pretensión de que sus comentarios, su ideología, sus principios estéticos hubieran hecho alguna mella en el lector, en otros críticos que parecen tener algún apego a lo que alguien ha llamado el «estilo cainita» (la mala fe, el doble sentido, están limados por el humor). No ha sido así.
GCI, “Estrenos a granel”, El cronista de cine, Galaxia Gutenberg, 2012, p. 1267.

No se puede negar que es una magnífica iniciativa la de publicar las obras completas de Guillermo Cabrera Infante comenzando por una colección exhaustiva de sus críticas y crónicas cinematográficas, editada y prologada por Antoni Munné. Todos los lectores del maestro cubano saben que su caso, como el de Jekyll y Hyde, es muy especial: el primer crítico de cine que ha pasado a la historia de la literatura por su extraordinaria innovación narrativa y estilística. En este sentido, la pertinencia de comenzar esta publicación masiva a partir de sus escritos relacionados con el cine es más pertinente de lo que parece a simple vista.
Cabrera Infante ya había escrito relatos con anterioridad al momento en que comenzó a ejercer de crítico de cine en la revista cubana Carteles en 1954 con el seudónimo G. Caín, ingenioso nombre de guerra inventado para burlarse del poder que pretendía silenciarlo o censurarlo. Pero no fue hasta comienzos de 1962, al publicar como libro una diezmada selección de sus críticas escritas hasta 1960 bajo el título Un oficio del siglo XX, cuando aparece en escena el genio excepcional y festivo de Cabrera Infante. La singularidad del libro no reside tanto en la inteligencia crítica de su visión de las distintas películas y, por tanto, del cine como arte paradigmático del siglo XX, sino en la transformación del crítico en cínico personaje de ficción, un ente imaginario que muestra así su carácter de ficción institucional, política y cultural. Este memorable compendio que recopila sus críticas y retrata con humor la carismática figura de G. Caín (reverso tenebroso y simétrico de Abel G., nombre sintético del director francés Abel Gance, “quien cuando se olvida de sus pretensiones trascendentales sabe crear movimiento y acción: hacer cine”, p. 601) puso las bases de su concepción cómica de la narrativa y supuso una primera tentativa de desestabilización de la lengua y la cultura canónicas, seguida enseguida por “Ella cantaba boleros”, germen expansivo de la revolucionaria novela Tres tristes tigres.
Las sorpresas que reserva para el lector este primer volumen de escritos cinematográficos son múltiples. Ahora es posible releer Un oficio del siglo XX en el contexto del magno magma de críticas semanales y seminales que Cabrera Infante descartó por diversas razones, no todas arbitrarias, de su elección definitiva. Los descubrimientos que le aguardan en otras secciones del voluminoso libraco no son menos estimulantes, comenzando por la sorprendente actualidad de sus recurrentes reflexiones sobre las mutaciones tecnológicas del cine (en especial el 3-D, de tanta actualidad en los cincuenta, era analógica de temprana competencia con la televisión, como ahora, en plena era digital de competencia con todos los medios electrónicos). Ver a un crítico contradecirse en sus juicios es siempre un placer, no cabe duda, en cine o en literatura, pero ver a una mente privilegiada como la de Caín afirmar en una crítica que el cine es solo entretenimiento, industria y comercio, para luego sorprenderlo unas páginas más allá afirmando, en un lúcido comentario sobre El gabinete del Dr. Caligari, precisamente, que gracias a esta película muda de 1920 el cine dejó de ser solo diversión para pasar a considerarse arte, es no solo una prueba de su evolución intelectual o estética sino una garantía de coherencia en la diversidad. Y es que el cine según Caín, en contra de los puritanos como de los mercachifles, de los ortodoxos de la cinefilia como de los amos del negocio, es un híbrido artístico, el divertimento de la inteligencia más espectacular y costoso de la historia, el arte más dependiente de sus condiciones de producción y recepción.
No pueden faltar los rasgos de humor desternillante en el libro de un autor que los prodigó en toda su literatura. Me quedo, en esta ocasión, con dos muestras hilarantes. En el obituario del director Cecil B. DeMille (“Las DeMille y una noches, o de cómo un hombre termina una era”) Caín señala cómo el entierro del aparatoso director fue de una sobriedad bressoniana impropia de su estética monumental y se atreve a señalar cómo las decenas de miles de figurantes y accesorios que abarrotan sus películas más famosas (Los diez mandamientos, Cleopatra, El signo de la cruz, Las cruzadas, Sansón y Dalila, etc.) debían haber acudido a llenar el vacío espectacular creado por la muerte súbita de DeMille (tras ascender a ritmo mosaico, en pos de las tablas de la ley de la gravedad, una empinada pirámide egipcia). El segundo ejemplo es más provocativo aún. En “Mamie en La Habana”, la especiada entrevista a Mamie Van Doren, una de las más paródicas imitadoras de la exuberancia carnal de Marilyn Monroe (clasificada justo después de Jayne Mansfield en la explotación pública de la abundancia mamaria), Caín se atreve a decirle a la estrella caricaturesca al concluir el encuentro furtivo: “Mucho busto”. A lo que Mamie, con exquisita educación, replica una ostensible obviedad: “El busto es mío”.
Cabrera Infante, como su (primer) alter ego G. Caín, era un gran cinéfago o film-buff, esto es, alguien para quien ver cine a diario era condición indispensable para vivir. Le gustaba el cine y lo consumía en exceso (o en excelso, como diría su otro yo Walter Ego). Lo aprendió todo (técnicas, referencias, diálogos, humor, etc.) de este medio artístico y le devolvió todo lo que había aprendido escribiendo críticas, guiones, artículos y ensayos. Pero nunca dirigió una película. Como muestra hasta la saciedad este tomo inagotable, de más de mil quinientas páginas, Cabrera Infante hizo cine por otros medios.

lunes, 9 de abril de 2012

LOGICUS SOLUS


A Walter Abish, por alfabetizar (las falsas impresiones de) África…

Locus Solus, la extravagante novela de Raymond Roussel (1877-1933), ocupa un lugar único en la historia de la literatura y no solo por sus originales trazas y su aún más original autor, sino sobre todo por la influencia que tuvo desde su aparición en los espíritus más inquietos y demás disidentes del gusto común. Una parte significativa de la literatura y el pensamiento del siglo XX podría escribirse solo tomando en cuenta a los autores que en algún momento sintieron la necesidad de indagar en la poderosa fascinación que Roussel y su excéntrica obra ejercía sobre ellos. Esta magnífica edición (Capitán Swing, Madrid, 2012), compuesta por un prólogo apologético de Jean Cocteau, el texto íntegro de Locus Solus (1914), su obra maestra y una de las cimas novelísticas del siglo XX, con una nueva traducción de Marcelo Cohen, y un apéndice teórico-crítico exhaustivo, incluye en el extenso elenco de escritores y filósofos, todos franceses excepto John Ashberry, a la mayoría de los que me contagiaron la pasión de leer a Roussel: Duchamp, por supuesto, y además Robbe-Grillet, Foucault y Sollers. Y, sin embargo, excluye toda mención a los dos escritores en español que con más entusiasmo, Julio Cortázar, o con más creatividad, Julián Ríos, celebraron la originalidad estética de la literatura de Roussel.
Pero, ¿por qué tanta fascinación y tanto entusiasmo por la difícil obra de Roussel? Me atreveré a proponer al menos tres razones y un corolario incuestionable. La primera bien podría ser la más importante: Roussel, como Lewis Carroll, pone en escena un mundo enteramente generado por los juegos de palabras y su lógica subversiva de deformación de la realidad, un mundo figurativo de una fuerza visual o plástica impresionante sostenido en unos fundamentos retóricos cuyo ingenio y humor permanecen paradójicamente ocultos (al revés que en las obras de consumados jugadores de palabras del siglo XX como Joyce, Cabrera Infante, Abish o Ríos). La segunda, por el contrario, concierne a los heterogéneos materiales con que trabaja Roussel a la hora de dotar de carne narrativa y ficcional a esa osamenta lingüística que sostiene el artefacto novelesco. Me refiero a los folletines históricos, a las novelas de aventuras y de viajes exóticos, al anecdotario turístico, a la crónica de sucesos, a las biografías egregias, al imaginario social más estereotipado, en general, dentro de cuyo marco se mueve como un avezado coleccionista de tópicos, lugares comunes y demás ready-mades verbales. Roussel es, en cierto modo, un perverso precursor del pop, de la estética y la sensibilidad que se nutre de las imágenes populares y los temas masivos. La tercera razón explica el sentido de las dos anteriores: todos sus retruécanos larvados, todos sus conocimientos científicos, todas sus descripciones de máquinas imposibles, todas sus historias inverosímiles y disparatadas, no valdrían para nada si no constituyeran finalmente una representación espectacular de la intrascendencia y banalidad de la existencia humana en cualquier tiempo o lugar. En definitiva, la literatura de Roussel se postula, con total indiferencia a las modas o los gustos dominantes, como acto de soberanía absoluta frente al mercado, la opinión y el público.
Nada de esto importa demasiado, a pesar de todo. En lo que casi nadie ha reparado es que Roussel no construyó Locus Solus como un caprichoso autómata textual o un jeroglífico novelístico solo para hechizar a los surrealistas y cautivar a crucigramistas oulipianos como Perec y compañía. No. Con esta novela única, Roussel diseñó una fantástica máquina literaria que detecta de inmediato la estupidez o la inteligencia del lector. Ha pasado casi un siglo y, a juzgar por ciertas reacciones, el funcionamiento del dispositivo sigue siendo impecable. Es una prueba de que la narrativa de Roussel, como la de Flaubert, está condenada a la inmortalidad, tan imperecedera como la imbecilidad que pone en evidencia con la exactitud patafísica de uno de esos mecanismos imaginativos que se exhiben, para burlarse de las pretensiones de la ciencia y el plúmbeo espíritu de seriedad, en el prodigioso parque temático de Martial Canterel, doble narrativo del autor.