sábado, 18 de septiembre de 2010

EL HORROR SEGÚN BRET EASTON ELLIS


Como en las tragedias griegas o en el reciente cine de terror japonés, en el corazón de esta novela[i] anida un trauma familiar, un nudo genealógico que se niega a desenredarse sin derramar más sangre. Como algunas novelas de Stephen King, Lunar Park está poblada de presencias inquietantes, fijaciones psicopatológicas y hechos sobrenaturales. Como en Hamlet o La tempestad de Shakespeare, con los que mantiene estrechas relaciones más allá de lo confesable por un autor excluido del “canon occidental”, el contacto escatológico entre un padre y un hijo vertebra la dramática historia de este ajuste de cuentas con la vida familiar y social que adopta la apariencia de una mascarada fantasmagórica y siniestra.

A pesar de todo, se trata de una novela de Bret Easton Ellis y, por tanto, de una ficción contemporánea repleta de ironía solapada: la misma ironía provocativa que condujo hace años al formidable escándalo de American Psycho, que junto con Glamourama y Lunar Park completa una trilogía imprescindible sobre la turbulenta vida americana de las últimas décadas.

Desde la hermosa metáfora del título, Lunar Park se propone como una novela encerrada en su propio proyecto narrativo, cuyo primer capítulo se titula, no por casualidad, “Los principios”, y el último, no sin ambigüedad, “Los finales”. En el primero, un apasionante recuento de la carrera literaria de Ellis, se combinan todos los componentes, reales o imaginarios, de la novela: autobiografía descarnada de un autor de éxito abrumador, análisis clínico de las relaciones familiares y la vida desenfrenada (drogas, sexo y otros excesos) de la nueva celebridad literaria, el noviazgo con una actriz de segunda fila llamada Jayne Dennis, la decisión tardía de casarse con ella, ocuparse finalmente del hijo de ambos y trasladarse a vivir a una lujosa zona residencial, etc.

En el último, escalofriante epílogo a un desenlace terrible, tras sufrir a lo largo de la trama la persecución del fantasma encolerizado del padre (modelo declarado del ejecutivo psicópata de American Psycho) y los desencuentros sistemáticos con su hijo, “Bret” logra atar de una vez todos los cabos vitales ofreciendo descanso ritual al padre muerto (memorable la escena anterior en que el narrador asistía a su extraña muerte mediante un archivo descargado de Internet) y posibilidad de reconciliación al hijo huido (como tantos otros niños de la urbanización donde habitan) de una vida insoportable a una Neverland que representaría una nueva forma de orfandad a la intemperie.

El logro literario de Lunar Park surge, precisamente, cuando Ellis decide no seguir escribiendo una novela sobre un escritor de nombre distinto y comienza a escribir esta novela especular y lunática sobre un escritor que se llama como él, ha publicado los mismos libros con el mismo éxito y comparte muchos de sus rasgos y obsesiones. Como no podía ser de otro modo, gran parte de lo que Ellis cuenta sobre la atolondrada figura de este escritor homónimo (enzarzado en la redacción de una novela pornográfica y atraído sexualmente por la alumna más brillante del taller de escritura creativa que imparte en una universidad local) es pura ficción. Un caso de suprema simulación. Lunar Park es, en este sentido, un paradigma desaforado de lo que se ha denominado “autoficción”, esto es, un procedimiento literario donde el nombre y la identidad del autor son sumergidos en un contexto pleno de ficción y desfigurados por las condiciones de esa nueva dimensión imaginaria.

La incisiva ironía de la novela reside, por tanto, en el modo convincente en que Ellis emplea un tono de verídico dramatismo para referir acontecimientos biográficos rigurosamente inventados. La narración subjetiva sigue con humor inexpresivo los pasos de este escritor en fuga de sí mismo que tras padecer las secuelas del éxito excesivo decide refugiarse en lo que llamaríamos una “vida normal”. Pronto esa “vida normal” se torna aberrante, un suerte de infierno doméstico donde los fantasmas del pasado, la asfixia conyugal y la claustrofobia familiar se apoderan progresivamente de la mente del narrador, trastornan las categorías con que podría dar cuenta de su perturbadora experiencia, dando otra vuelta de tuerca a la ficción, y le fuerzan a recurrir al registro paródico, cargado de espectaculares efectismos y exageraciones monstruosas, de la literatura y, sobre todo, el cine de terror.

Al final, “Bret” vuelve a vivir en Los Ángeles y Nueva York en compañía de un joven escultor en lo que se podría entender, de ser cierto, como un outing premeditado, aunque de este narrador escasamente fiable no debería creerse nada, tal es el grado de desconfianza que consigue deslizar en todo atisbo de sinceridad u honestidad, efecto derivado de su diestro manejo de la persuasión retórica. Para añadir más confusión, la editorial americana mantiene un portal en Internet donde la traumática esquizofrenia del escritor de la ficción se redobla a través de una doble promoción que postula la cualidad de simulacro comercial del escritor y enfrenta al Bret Easton Ellis “real” con el Bret Easton Ellis “imaginario” a través de entrevistas e informaciones que diluyen una vez más la frontera entre lo auténtico y lo simulado e implican la estrategia publicitaria en el mundo de la ficción.

En correlación con esta dimensión privada de la novela, Lunar Park describe un escenario colectivo demencial donde los ataques terroristas se suceden mensualmente mientras la población huye aterrorizada de las grandes ciudades y se refugia en zonas residenciales, exploradas por Ellis con ácida perspectiva como enclaves cotidianos del horror menos confesable. Lunar Park se constituye así en una sátira disimulada de la normativa vida norteamericana del nuevo siglo e induce en el lector la firme sospecha de que el pánico o la sensación de catástrofe inminente que atenazan a esta cultura, fundados o no en hechos reales, son subproductos patológicos del modo de vida dominante, sancionado por el poder en ejercicio.

Para perfilar el grotesco cuadro esbozado en sus novelas anteriores, Ellis debía dar este paso definitivo: salir a la escena pública y mostrar en toda su crudeza la complicidad del escritor y su lugar problemático y marginal, a pesar de la fama mediática y el dinero, en la realidad americana. Con lo que esta novela centrada en la intimidad y la privacidad, baluartes sagrados del ideario nacional, y, por tanto, inofensiva o banalmente apolítica según algunos críticos desorientados, se transformaría paradójicamente en una de las grandes novelas políticas de los últimos años al atreverse a designar la raíz endémica del mal que aqueja a esta sociedad. El terror está garantizado.


[i] Bret Easton Ellis, Lunar Park, Mondadori, 2006.


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