martes, 18 de febrero de 2020

CAUTIVOS DEL MAL


 [Publicado en medios de Vocento el 11 de febrero]

El mundo está globalizado, quién lo desglobalizará. El desglobalizador que lo desglobalice buen desglobalizador será. Madre mía, cuántos caracteres perdidos en un trabalenguas idiota. No conviene alarmarse, como dicen los chinos. La globalización está en cuarentena y no sabemos cuánto va a durar. Nos acostumbramos a ver circular dinero, viajeros y mercancías de aquí para allá, sin excesivas limitaciones, y llega este maldito virus y le pone freno a todo, comenzando tristemente por la vida de muchos ciudadanos. La globalización no se acaba, pero ahora un simple organismo mutado, surgido de las entrañas de un país desigual, superpotencia económica con regiones y modos de vida tercermundistas en su seno, la amenaza seriamente.
Viendo la otra noche “Nekrassov”, la inteligente comedia de Sartre escenificada por el Teatro de la Abadía, pensé mucho en Villarejo y sus turbios manejos de espionaje y extorsión. Pensé, sí, en el poder del partido de la cloaca y las sucias estrategias de sus servidores. Los ciudadanos no se inmutan. Asumen la corrupción encogiéndose de hombros y entienden la cloaca como la piscina infectada donde las élites se zambullen a pelo tarde o temprano. A unos analistas les asusta la información secreta que revelará el sumario judicial; a otros, en cambio, les inquieta la mala reputación bancaria en un momento de crisis estructural. El sistema también muta incesante y solo lo percibimos cuando nos enfrentamos a una pandemia letal, o a una sórdida conspiración mafiosa.
La globalización fuerza a cada punto del globo a tomar nota de su pertenencia al sistema y, al mismo tiempo, a singularizarse en el mapa mundial del turismo y los negocios. Lo local compite a vida o muerte con lo global en un partido de fútbol que elige el escenario del planeta como terreno de juego, creando heridas de difícil cicatrización. El Brexit desgarra a Europa, Cataluña divide a España, el campo se subleva contra la especulación que lo arruina, sí, y la nueva Copa del Rey provoca orgasmos pueblerinos en los estadios del Reino, a costa de su pegada en la pantalla global. Y entonces muere Cuerda, cerebro del terruño. En el fondo, su película más popular desnuda con retranca la norma abstracta que gobierna los destinos concretos del mundo. La indiferencia total. Cuando se acepta el absurdo como natural, todo da igual. Amanecer eterno en el ciberespacio globalizado. Eso tenemos. Y qué más da. Ahí os quedáis, maldijo Kirk Douglas malhumorado antes de palmarla.

martes, 4 de febrero de 2020

NUEVO FRANKENSTEIN



[Jeanette Winterson, Frankissstein, Lumen, trad.: Laura Martín de Dios, 2019, págs. 318]

No es casualidad que en 2019, un año después de la celebración del segundo centenario de Frankenstein, el mismo año en que se ambienta Blade Runner, donde los replicantes encarnaban de un modo convincente los deseos humanos en un cuerpo artificial, dos escritores ingleses como Ian McEwan y Jeanette Winterson hayan publicado sendas novelas que suponen una relectura inteligente de la novela de Mary Shelley. Mientras el robot de McEwan en Máquinas como yo cuestiona sin miramientos los fundamentos de la identidad humana, de tal modo que la conciencia implacable de la máquina detecta sus debilidades, inconsistencias y deficiencias, Winterson, más audaz y literal que su colega, se enfrenta directamente a la reescritura de Frankenstein a fin de actualizar sus contenidos a la luz de los nuevos desafíos científicos y tecnológicos que están redefiniendo lo que entendemos por vida biológica. 
Estos postulados abren un nuevo campo de posibilidades para que el cuerpo y la mente, el cerebro y su soporte material, puedan fundirse con la informática y vencer a la muerte, a la entropía de la información, la negatividad natural y  la decrepitud irreversible de todo lo que amamos. Por ello esta fantástica novela de Winterson habla de ciencia, pasión, conocimiento, filosofía y también de amor: el amor de la carne humana literalmente enamorada de sí misma y de sus complejos procesos cognitivos y afectivos.
En principio, la historia es contemporánea, transcurre en Manchester, una ciudad cargada de significados relacionados con la revolución industrial, las teorías sobre el capitalismo de Marx y Engels y la lucha de los obreros contra las máquinas que los dejan sin trabajo, y se centra en dos personajes principales: el doctor Ry Shelley, un atractivo chico transexual, y el doctor Víctor Stein, un científico obsesionado con la transferencia de la información cerebral a una red informática con quien Ry mantiene una intensa relación amorosa. La dualidad encarnada por ambos personajes es uno de los grandes aciertos narrativos de Winterson. Así, mientras el doctor Shelley trabaja en un hospital con cadáveres y se enfrenta a diario, en su cuerpo y en otros cuerpos, a los dilemas de la carnalidad y la finitud, el deseo de cambiar de cuerpo y de encontrar un equilibrio en un organismo que posee poder y autonomía, el doctor Stein es un pensador poshumano que sueña con abandonar la materialidad que condiciona la vida y alcanzar la inmortalidad con la mente, pudiendo transferirla a voluntad a un cuerpo elegido.
Al mismo tiempo, Winterson reescribe la biografía de la jovencísima creadora de Frankenstein desde su perspectiva intransferible, examinando en primera persona las ideas y las vivencias que acompañaron la creación de su monstruosa obra y señalando cómo esta terminó absorbiendo, como trozos de carne desgarrada, las terribles experiencias que padeció en su juventud, desde la muerte de sus tres hijos a la de su marido, el poeta Shelley. Esta magnífica revisión de la dolorosa vida de Mary culmina con su encuentro, durante una fiesta en casa del científico Babbage, con Ada Lovelace, la genial hija del poeta lord Byron: una matemática visionaria que prefiguró asombrosos avances informáticos sobre la generación de máquinas pensantes y computadoras gigantescas (como ya analizó con agudeza crítica Sadie Plant, hace dos décadas, en su libro pionero Ceros + unos, que Winterson parece conocer aunque no lo cita). El diálogo entre mujeres tan singulares como Mary y Ada, en pleno corazón del siglo XIX, presagia también los trabajos futuros de Víctor Stein, cuyo antepasado, el doctor Frankenstein, el científico demente inventado por Mary, se oculta entre los invitados a la fiesta de Babbage como una sombra aguardando una oportunidad de encontrarse con su desdichada autora.
Finalmente, Winterson demuestra en esta original novela la tesis de que Mary dio a luz con Frankenstein no solo a una novela romántica precursora de la ciencia-ficción, sino a un mito trascendental, como el de Pigmalión aludido en el ingenioso título (el beso de amor que engendra en la piedra la vida mortal del ser de carne). Un mito que se ha hecho realidad gracias a la ciencia y la tecnología capitalista. El deseo de la criatura humana de recrearse, a imagen de los dioses, liberada de la muerte y la enfermedad, el sufrimiento y la tristeza. Un sueño prometeico tan grandioso como peligroso.