martes, 19 de abril de 2011

EL SABER NO ES TRISTE


En tiempos de tristeza y abatimiento como éstos, nada mejor que tonificar el espíritu con brebajes revitalizadores e impedir así que la depresión se instale para siempre en nosotros y corroa nuestros únicos recursos contra la adversidad.


De modo que si usted está cansado de la vieja historia de la filosofía, esa historia de toda la vida escrita por los profesores más convencionales, con sus grandes nombres majestuosos y sus pequeños nombres a pie de página; o si usted lo que quiere es una historia del pensamiento que acoja todas las ideas con que los humanos han intentado a lo largo de la historia liberarse del yugo mental que los sometía a un orden inicuo de pensamiento y de vida, éste es su proyecto: la Contrahistoria de la filosofía de Michel Onfray, el heredero de todos los pensadores díscolos y disidentes del pasado. Primero fueron los hedonistas y los materialistas cristianos y precristianos (Las sabidurías de la antigüedad: de Leucipo a Diógenes y El cristianismo hedonista: de Simón el Mago a Montaigne), después vendrán los hijos más radicales del siglo ilustrado (Los ultras de las Luces, donde el único error, típico de filósofos, es no entender a Sade, interpretándolo como pensador y no como lo que realmente es, un novelista), los utopistas y socialistas (El eudemonismo social, inédito aún en español), los pensadores individualistas e intempestivos (Thoreau, Stirner, Schopenhauer: La radicalidad existencial, recién aparecido), etc. En suma, todos los que soñaron con un mundo reformado, hecho a la medida del deseo y la libertad pero también de la justicia.


En este tercer volumen del proyecto (Los libertinos barrocos, Anagrama, 2009), les toca el turno a los libertinos y librepensadores del período barroco. Libertinos barrocos, sí. Han leído bien. “Libertinos” y “barrocos”: una combinación explosiva, sin duda. Todos los vicios del pensamiento y la expresión que una cierta idea neoclásica de la cultura y el intelecto atribuyen a ciertos conceptos. El no va más del pensamiento liberado y la expresión ingeniosa. Eso es quizá lo primero que podría decirse de esta casta de pensadores y escritores “malditos” rescatada por Onfray de los contenedores de residuos y basura de la historia para convencernos de la actualidad y la validez de esta tendencia intelectual. En la versión oficial, el siglo diecisiete francés está representado por un programa político que incluye el clasicismo estético y lingüístico y la racionalidad cartesiana como correlato de un ejercicio del poder omnímodo. Es el siglo en el que triunfan “el equilibrio y la armonía, la simetría y la consonancia; en una palabra, el orden”. Es, sobre todo, el siglo en que el poder despótico se expresa en la idea de una monarquía solar, de irradiación absoluta, como la de Luis XIV.


Como bien dice Onfray, ese llamado “gran siglo” francés tenía junto a una dimensión apolínea indudable, reflejo de ese poder y ese orden, otra dionisíaca, vitalista, libertaria, que se dejaba sentir no sólo en los gabinetes eruditos o en los debates intelectuales o literarios sino también “en la calle, en las tabernas de mala fama, en los lugares públicos donde la palabra se pierde a falta de huella escrita, en las canciones, los poemas y las diatribas populares”. En este tumultuoso contexto, el libertino es el individuo que pone en cuestión la autoridad divina encarnada en el monarca y la iglesia y sus imperativos ideológicos y morales. El pensador intempestivo que aboga, a la manera de Montaigne, por la emancipación y el uso libre de la razón en todas las cuestiones, abandonando los prejuicios, los lugares comunes o los valores tradicionales. El librepensador, en suma, que propugna “el abandono de los modelos teológicos en provecho del modelo científico” y “la proposición de una moral más allá del bien y del mal”. Y todo ello, como dicta el temperamento barroco, sin olvidarse de rendir tributo a la alegría de la vida y el placer de los sentidos, pues una de las consecuencias más palpables de sostener dichas convicciones es la desculpabilización consecuente de la carne y el cuerpo como focos de pecado y su consideración amable de grandes aliados en la definición de una vida digna de ser vivida, integrando plenamente mente y materia, sensualidad y pensamiento. Modelo consumado: el Don Juan de Molière, tan satírico respecto de su ideario e influencia social como cómplice ideológico del movimiento, hasta el punto de ofrecer un retrato fiel de las dos caras del alma del libertino. Es en este aspecto moral, y en la controvertida defensa de la separación de los asuntos de la Fe y la Razón, sin alejarse del todo del respeto y la devoción religiosa, donde quizá resida el punto más polémico en su tiempo de este grupo de audaces precursores de la Ilustración. Vilipendiados y difamados por el poder eclesiástico y monárquico, no pocas veces vieron prohibidas o censuradas sus obras, amenazadas sus vidas o sus carreras, y aún hoy existen dificultades para disponer de sus escritos o acreditar sus biografías. Como corresponde a su labor de arqueólogo intelectual, Onfray nos proporciona muchos nombres, más o menos conocidos: Charron, La Mothe Le Vayer, Saint Evremond, Gassendi, Fontenelle, Cristovao Ferreira, etc.


De todos los nombres proporcionados por Onfray, por distintas razones, me quedo con dos. El gran Cyrano de Bergereac, tan famoso por el legendario tamaño de su nariz y la envergadura de su persuasiva retórica como por ser autor de esa joya de la literatura libertina que es El otro mundo o Los Estados e Imperios de la Luna y del Sol. Onfray señala con acierto cómo uno de los méritos de esta obra singular, de humor incisivo y vivaz imaginación, es la de instaurar, sirviéndose con ingenio de la anamorfosis, el relativismo moral (cualquier cosa puede significar otra cosa, según desde donde se la mire) y la libertad de juicio (nada puede ser considerado de modo absoluto) como perspectiva filosófica sobre el mundo.


El otro nombre importante es el de uno de los más grandes filósofos de la historia. En todo caso, uno de los más influyentes en el pensamiento de las últimas décadas. Me refiero a Baruc Spinoza, el judío nacido en Amsterdam en una familia de comerciantes de origen portugués. El pulidor de lentes y conceptos. Onfray le dedica unas pocas páginas. Merecería un libro entero. Onfray nos lo debe. Completo sus palabras con la relectura de la mejor introducción pensable a su vida y pensamiento, Spinoza: la filosofía práctica, de Gilles Deleuze. Onfray también la recomienda. La lección fundamental de Spinoza, como refrenda Onfray, es la misma de Nietszche: el verdadero saber no es triste. Libertinaje y barroco, como se ve, hacen muy buena pareja.

1 comentario:

JUAN FRANCISCO FERRÉ dijo...

Te remito, Rafael, a mi comentario sobre la Teoría solar de Onfray, donde estas cuestiones quedan aclaradas. El ideal ascético encarnado en Cristo replica en efecto el ideal ascético de una cierta filosofía griega, no, desde luego, la que más interesa a Onfray (ni a mí, por descontado). Te recomiendo también los dos primeros volúmenes de su Contrahistoria de la Filosofía, te iluminarán muchas cosas en este sentido...

http://juanfranciscoferre.blogspot.com/2008/11/el-placer-de-existir.html