jueves, 9 de abril de 2009

CUÁDRUPLE IMPOSTURA

[En pleno corazón del corazón de la “Semana del Horror”, con las calles tomadas por las imágenes de la intolerancia, el fanatismo y la fascinación despótica, las procesiones de la pulsión de muerte con sus cuerpos atormentados o sublimes, la carne fustigada y condenada, en suma, con la mayúscula impostura de los siglos puesta en escena como una orgía de emociones baratas y sensaciones sucedáneas, una impostura del más bajo nivel cuyos efectismos “patéticos” no deberían dejar indiferente a nadie que crea en el arte, la estética y la recepción artística; en esta situación, tolerada año tras año por motivos espurios, imposibles de compatibilizar con un genuino sentimiento democrático de respeto a los no implicados, me atrevo a publicar un texto incluido como “artificio” en mis Metamorfosis®. Fue censurado en su momento por la revista El Extramundi, que se negó finalmente a publicarlo dando pruebas nítidas de su adscripción ideológica. Su protagonista, la voz narrativa que conduce el relato, es Simón el Mago, figura controvertida y denostada por los secuaces seculares del Crucificado, como lo llamaba Nietzsche. Los ecos de Marcel Schwob, Flaubert, Giovanni Papini, Danilo Kis, Cioran o Bloy son casi más notorios que los de Borges. Para mí representa un caso de desviación retórica. Como en ciertas partes de mi novela Providence, la posibilidad de usar el arte oratorio del sermón para difundir valores opuestos es lo más significativo (la perversión de las estrategias de la propaganda, muy útil también en nuestra hipercontrolada actualidad). Lo publico, pues, con la intención de que sirva de revulsivo ético a tanto desafuero “pasional” y, para subrayar esa intención, se lo dedico sin ambages al gran contendor contemporáneo de las lacras de la vieja ideología ascético-idealista.]


A Michel Onfray,
amigo de la tierra y filósofo de la piara de Epicuro


Arriba: el Paraíso. Abajo: el Infierno. Polaridades fatales. Coordenadas futuras: lo prometido, lo profetizado mil y una veces de modo distinto, vendrá. Mañana, siempre mañana. Aquí y ahora: nada, miseria y maldición. Persistencia, insistencia: existencia. Rechazo programado, metódico, universal. Mentira organizada: deleznable decálogo de falacias, de negaciones. La vida, el devenir, el instinto, los apetitos, el placer, los sentidos, el deseo, aun aderezados o refinados, carecen de realidad para esos bárbaros. Vacuidad, abstinencia, asco, enfermedad, ascesis, apatía, constipación, ése es su inexorable balance… Refulgentes ajorcas en los tobillos y las muñecas, insinuantes brazaletes de oro, cósmicos tatuajes en el vientre y en los muslos, minúsculos aretes en las orejas y la nariz, una divisa hermética caligrafiada en la piel de la frente, así Ennoia, tumbada a mi lado mientras releo y corrijo lo que he escrito a lo largo de los años. Ahíta, saciada en apariencia, Ennoia exhibe para mí, como al principio, tras interminables combates amorosos, la irresistible provocación de su carne suntuosa: la doble sonrisa de esfinge, el magullado trofeo de sus senos, el indócil pelaje de su sexo reluciente… Una de sus manos, cálida, de largos dedos enjoyados, estrecha mi pene desfallecido, la genitiva bolsa de mis testículos…Estoy solo frente a ellos. Llaman Dios a un tirano incompetente y fatuo, un pastor malvado, un impostor sanguinario y cruel. El pueblo los aclama y reverencia: la gente suele amar los bellos discursos, las acciones inequívocas. Mi discurso es oscuro, mis acciones ambiguas, mi fama dudosa. Propugnan que ese opresor fraudulento envió a un mago avezado que se proclamaba su hijo y lo era, entre otros turbios candidatos, de un brutal legionario extranjero: obró milagros espectaculares y fáciles, reclutó milicianos, predicó cuentos de hadas, prometió bienaventuranzas, murió crucificado entre ofensas y burlas, resucitó en cuerpo y alma, subió al cielo volando, cedió su infame legado a una turba criminal y ruidosa de fanáticos sectarios. Los aborrezco y me aborrecen. Me apodan, con ironía griega, el mal samaritano. Yo me burlo de sus conversiones en masa. Los desafié más de una vez y siempre me rehuyeron. Me temen y desdeñan a un tiempo. Víctimas de la curiosidad, se informan sobre mis actividades a través de una bien pagada red de espías. Ellos reciben todo el apoyo: el que se llama a sí mismo el Creador está de su parte en esta incruenta guerra galilea. A mí me asisten el artificio y el ingenio. Veremos quién vence y quién resulta derrotado…Ennoia me quiere sobre ella. Voy sin demora...

¿Milagros? ¿Prodigios? Yo también los practiqué. Muchos son secretos, luego carecen de valor. Hablo decenas de lenguas recónditas cuya gramática no estudié o desconozco, entre ellas la que Adán profirió en el Paraíso. He alcanzado tal competencia en su dominio que algunas las articulo con el vientre cuando me sellan los labios mis enemigos con el frío canto de sus espadas o los incrédulos con su amarga desconfianza. Puedo inseminar infructuosamente a Ennoia en nuestro lecho en más de seis ocasiones consecutivas, aparearme con una gacela a la sombra de una palmera, predicar en un villorrio de Samaria la inconsecuencia moral de nuestros actos ante una desgreñada congregación de esclavos y prostitutas, asaltar a un mercader en un oasis sirio, mientras abrevan sus camellos, robarle sus pertenencias y asesinarlo, defender mi inocencia en un caso manifiesto de sodomía ante un tribunal de fariseos, simultáneamente, sin levantar siquiera el acerado cálamo de la tabla encerada…Habito a voluntad otros cuerpos distintos del mío atendiendo a las exigencias del momento, el lugar o la perentoria necesidad: un legionario, un verdugo, una adúltera, un lactante, un escribano, un arquero y una yegua han encarnado algunas de mis más vehementes urgencias. Induzco mentalmente a muchos indecisos a obrar conforme a los dictados de su corazón, cuando los veo paralizados por la duda o inactivos por temor. He sanado a ciegos, leprosos y tullidos a fin de que carecieran de pretextos para odiar la vida. He amado a miles de mujeres en un solo cuerpo y a una sola mujer en miles de cuerpos diferentes, descubriendo que el amor no reside en ningún cuerpo concreto, sino en el hecho de que otro cuerpo se le asocie y se enciendan mutuamente y se incendien en una sola, divina fulguración. He visto camellos beberse toda el agua de un oasis, caballos devorar las reservas de grano de una aldea, antes de comprender la significación del hambre y la sed de los cuerpos…Proseguiría indefinidamente releyendo la consignación de mis milagros, aunque nunca los consideré así, sino aperturas a otras vidas, posibilidades viables de la materia y la forma, pero Ennoia, acuciada por el deseo, insaciable en ella, me reclama de nuevo. Vuelvo enseguida...

¿Predicar? ¿Enseñar? El charlatán enviado a la tierra por el llamado Dios Único abusó de las palabras y de su poder embaucador y apenas si dejó espacio para que otros introdujeran las suyas sin parecer epígonos postergados o, aún peor, flácidos adversarios condenados a reiterar la vileza inagotable de su mensaje a fin de negar su nociva validez. Al resolver ese dilema discursivo, preferí, como medio para propagar mi correctivo mensaje, el lenguaje material de los objetos. Ahorré a mi lengua, confiada a más vibrantes quehaceres, y a mis cuerdas vocales la dura tarea de forzar la convicción o conquistar el respaldo, y repetí durante años, en multitud de enclaves diversos de la vasta y polvorienta Judea, los mismos gestos, los mismos signos, idéntica simulada actuación. Ennoia colaboraba conmigo y nos repartíamos las reiterativas tareas. Disponía sobre una tabla de madera de grandes proporciones, acarreada de una aldea a otra, de una ciudad a otra, a lomos de acémila, y alzada sobre cuatro patas como un emblemático animal inmóvil, siete hileras de once recipientes de opaca arcilla cada una, setenta y siete cuencos o vasijas fabricados ex profeso por artesanos locales. Ennoia, a mi lado, envuelta en una túnica de gasa transparente, acunaba en sus brazos una cántara enorme y porosa, rebosante de agua fresca recién recogida de un regato cercano o de una fuente. A una indicación mía, vertía en los recipientes iniciales de cada hilera una cantidad equivalente a la mitad de su contenido, de modo que, si en la primera hilera derramaba el líquido sobre el primer recipiente de la derecha, en la segunda hilera, a otra indicación mía, lo hacía en el primer recipiente de la izquierda, y así alternativamente, sin derramar una gota. Una vez ocupados todos los recipientes iniciales, Ennoia se hacía a un lado, asiendo todavía la cántara contra su cuerpo, y entonces intervenía yo: con inimitable habilidad, desplazando mis manos con agilidad y ligereza imposibles de seguir para el ojo intrigado del espectador, vertía el contenido de cada uno de los recipientes en otro de la misma hilera o de otras contiguas. Con escansiones de pie, señalaba a Ennoia rítmicamente que retornase a derramar agua en los mismos recipientes vaciados por mi frenético trasiego, mientras yo proseguía la traslación del mismo contenido a diferentes recipientes hasta conseguir llenar cada recipiente, sin error ni omisión, con el agua de todos los otros. Ensayos previos habían permitido que Ennoia y yo no nos estorbásemos mutuamente mientras operábamos tales transmutaciones. Ensimismado en el experimento, las más de las veces yo no advertía que, a medida que procedía a llenar y vaciar y otra vez llenar de agua los recipientes, consiguiendo la acelerada circulación fluvial de unos a otros, el lugar se vaciaba a su vez de espectadores, hastiados de esa insensata manipulación de continentes y contenidos que nada significaba para ellos. Nos quedábamos sin público en un abrir y cerrar de ojos. Para los pocos que aún pretendían seguir con interés el fluido curso de nuestra actuación, admirados o simplemente asombrados, en su mayoría débiles mentales o mujeres ociosas y adineradas, ávidas de novedades o de distracción, y a las que a menudo Ennoia, concluida la exótica sesión, encandilaba con sus exuberantes encantos, obteniendo de ellas alojamiento y manutención gratuitos para ambos, al menos mientras duraban los invencibles efectos de la sensual fascinación, y alguna que otra moneda de oro arrojada al suelo en las desabridas despedidas. Para ese escogido auditorio, como decía, señalaba yo, con las manos abiertas en actitud de pródiga donación y teatral énfasis, la tabla sobre la que reposaba la totalidad de los recipientes repletos de un agua que había sido contenida por todos y cada uno de ellos, sin excepción. Al mismo tiempo, Ennoia, sonriente y enigmática, mostraba el intacto contenido de la cántara, en absoluto mermado o disminuido, capaz todavía, en consecuencia, de llenar infinitos recipientes más sin agotar su sustancia. Empresa que, por supuesto, me adelantaba a anunciar, provocando su inmediato agradecimiento, no pretendíamos en absoluto realizar. Muchos aplaudían nuestra embrollada demostración como una bella alegoría de la lluvia o el diluvio, o una especulación sobre el flujo y reflujo de los océanos, o aun como un aviso de desastrosas inundaciones futuras. Nos tomaban por vulgares augures o brujos babilonios. En alguna ocasión infausta, llegué a estrellar la cántara contra el suelo y a volcar la tabla de madera con todo su alusivo contenido, tal era mi furia al verme privado de espectadores. Ni siquiera la tácita promesa de contemplar desnudos los hechiceros senos de Ennoia los retenía…Ennoia, antes Helena y Sofía, Lucrecia y Dalila y María de Magdala, la inmemorial Ennoia, la que ha cantado en todas las encrucijadas, la que ha besado todos los rostros, se aburre ahora sin mí en el lecho: entreabre con picardía los muslos, moldea sus pechos, pellizca sus pezones, saca la lengua, humedece los labios, ensaliva dos de sus dedos, atornilla el índice en la oquedad del ombligo, lo entierra después en la hendidura del sexo y el otro, el corazón, lo hunde en el ano sin presionar, cierra los ojos y contrae los dedos de los pies…Diosa deseante, requiere mi colaboración. Me quiere dentro de ella, presente en todos sus venerables orificios. No opongo resistencia...

¿Morir?¿Resucitar? En los brazos de Ennoia en incontables ocasiones. El tahúr nazareno no puede confesar lo mismo, abiertamente al menos, sin menoscabo de su canónica reputación. Fui enterrado vivo una vez, por propia voluntad. Quería demostrar que no temía a la muerte sino a la sinrazón. Que regresaría a la superficie para contar la patraña que es el infierno. Él lo había hecho y había regresado en olor de multitudes. Yo debía, para negar su enfermiza enseñanza, hacerlo a mi vez, sin miedo ni desesperación. Rechacé, desde el principio, el jactancioso patetismo del martirio: la muerte natural, verosímil, me habría hecho más popular. Preferí afrontar la muerte como una victoria de la conciencia sobre la materia, una comunicación de la inteligencia vivida con toda intensidad por el cuerpo. Si había de sufrir alguna clase de tormento, sería íntegro, completo, en carne y hueso y encéfalo. Descendí a la fosa excavada por los sardónicos sepultureros inmerso en un ataúd de bastos tablones claveteados a conciencia, armado como un arca. Tres días residí en el primigenio seno de la tierra. Tres días se prolongó mi gestación, se demoró mi renacimiento. El primer día: abrí los ojos, sordo, ciego, narcotizado, me sumí en el acre sabor de la arcilla bajo mi lengua, único signo de vida sensitiva a mi alcance. No podía agitar las manos, los pies: me habían atado con sogas. Quise gritar: me habían amordazado. Respiraba por las fosas de la nariz un aire enrarecido, me asfixiaba. Perdí el conocimiento. El segundo día: estaba muerto, o eso creí, dada la rigidez de mis miembros, aún inmovilizados, cuando desperté desnudo y aterido sobre una fría plancha de mármol blanco. Una anciana parecida a Ennoia me atendía: restregaba con un paño empapado en agua la reseca costra de barro adherida a mi piel. Enjugaba y escurría el paño en una crátera de bronce colmada de un agua cristalina no enturbiada por la suciedad ni la impureza. Quise hablarle, preguntarle dónde estaba. No pude abrir la boca: rígidas vendas rodeaban mi cabeza, inmovilizaban mi mandíbula. Posó la palma de su mano sobre mi frente y me estremecí. Su mano olía a vinagre. Sentí un mareante calor en las sienes, una extraña lasitud repentina en todo el cuerpo: otra voluntad usurpaba el control fisiológico de mis glándulas y músculos. No pude retener la inmediata evacuación de mis excrementos ni mucho menos el cuantioso flujo de orina que ya bañaba mi muslo derecho. Avergonzado, visceralmente vacío, experimenté una levedad indefinible, terminal. Duerme, me susurró la anciana. Vamos a renovar tus órganos. Te sentirás mejor. Empezó por arriba. A través de mis párpados todavía entreabiertos, vi cómo su otra mano se acercaba sigilosamente a mi rostro portando un liviano ganchillo metálico prendido de sus ágiles dedos: lo introducía en uno de los orificios de mi nariz y lo impulsaba a lo largo de la fosa y más arriba, perforando el hueso, el tejido, los cartílagos. Accedía al cerebro con suavidad, sin causar molestia ni dolor alguno, como si calara un queso. Me desvanecí. El tercer día: me hallaba de nuevo enclaustrado en el ataúd. Mis extremidades, aun amortecidas por la inmovilidad, me obedecían. Agité las manos, sacudí los pies, abrí y cerré varias veces la boca para bostezar: se mitigó el anquilosamiento de la mandíbula. Yo soy, musité, recobrando el habla: aletargado, reconocí mi voz como si regresara de un largo y penoso viaje. Había un olor nuevo allí dentro, como a desechos de carne cruda, o como el agua de un pozo en que se pudre un perro muerto desde hace días. Oí, al poco, ruido de instrumentos escarbando la tierra: desde la superficie, venían a sacarme al fin de aquel antro putrefacto, se había cumplido el plazo acordado. Me sentí dichoso, aliviado: había superado la decisiva prueba de aquella incierta, desagradable defunción. Ahora creerían en mí. Izaron el ataúd, mucho más ligero, me pareció, lo depositaron en el suelo y descerrajaron apresuradamente los clavos de la tapa. Aún recuerdo el anecdótico estupor de los sepultureros al apartar el lienzo que me envolvía y verme vivo, ileso, vestido con la misma túnica, acartonada ahora, lo veía a la cegadora luz del sol, por la sangre reseca y la tierra apelmazada. Libre de las poderosas ligaduras, al ponerme en pie por vez primera y saludar a los estupefactos circunstantes, me tambaleé como un párvulo desvalido en sus primeros pasos: los amorosos brazos de Ennoia vinieron en mi socorro y me abrazaron con alegría, pública señal de que me reconocía. Era yo y ella lo ratificaba ante todos con esa maternal muestra de ternura y protección. Los otros testigos, en su mayoría sectarios de Pedro y de Pablo, pero también comerciantes y artesanos, sacerdotes y soldados, nos volvieron la espalda y se marcharon en silencio, cabizbajos, decepcionados, de vuelta a sus mezquinas ocupaciones habituales. Habrían preferido desenterrar mi cadáver descompuesto, o la circense aparición de otro cuerpo en lugar del mío. Gavilla de ingenuos aprendices. Esa misma noche, después de lavar y ungir de bálsamos y perfumes cada parte de mi cuerpo y de incinerar mi avejentado ropaje, Ennoia comprobó en todo su espléndido cuerpo el renovado vigor con que había vuelto a la vida de entre los inconcebibles muertos. Le relaté lo sucedido: lo que vi, lo que experimenté, lo que me ocurrió. Lo negó todo. Afirmaba que yo había olvidado al volver a nacer. Al tercer día, me refirió, como estaba pactado, extrajeron el ataúd del seno de la tierra y lo abrieron a golpes, con prisa, alertados por el insoportable hedor. Mi cuerpo había empezado a corromperse: ya lo surcaban las primeras larvas de insecto. Ella lloró delante de la muchedumbre congregada alrededor de la fosa vertiginosa: se rasgó las vestiduras en público, rodó por el suelo lamentando mi muerte hasta que todos se fueron. Se retiró a nuestra choza, sin decir nada a nadie, y durante nueve meses nadie la vio ni ella vio a nadie. Al cabo, dio a luz a un varón al que bautizó con la leche que manaba de sus pechos. Así lo nutrió, cuidó e instruyó a lo largo de treinta años. Esto me contó. Hasta el día de hoy en que Simón despertó creyendo que había resucitado como el doloroso vástago de María, ese otro pupilo del Bautista. No te engañes. Primero resucitarás y después morirás. Yo no envejezco. Tú creces…Me reclama de nuevo. Acudo a ella sin dilación...

¿Ascender al cielo? ¿A cuál de los trescientos sesenta y cinco? ¿O sólo al séptimo? Sabía por malignas confidencias, cuya fuente me está vedado referir sin merecer peores castigos, que el desventurado hijastro del carpintero fue detenido por terribles arcontes mucho antes de arribar, como se proponía, al último cielo o pleroma: a nadie, ni siquiera al llamado rey de los judíos, le está permitido llegar a esa alta morada de vacua plenitud con el hediondo cuerpo a cuestas. Me proponía desmontar esa dañina tergiversación de la única manera posible y lo propagué a los cuatro vientos. Con ese didáctico fin, escalaría en compañía de Ennoia el más encumbrado promontorio del Monte Carmelo, al sur de Nazaret: una terraza propicia y rocosa, alfombrada de floraciones insólitas, desde la que se divisaba el mar a lo lejos y en cuyas horadadas laderas se refugiaba desde antiguo una silvestre y cavernaria comunidad de dementes y eunucos, fervientes devotos del silencio y rastreadores de los secretos de la herbolaria alucinante, exilados de diversas provincias y ciudades en pos de una, a su juicio, más asequible santidad a la intemperie. Numerosos secuaces del nazareno, prosélitos polemistas extenuados por años de pugnas implacables, ansiosos por verme fracasar fácticamente y confirmar así la inexpugnable grandeza de su engreído maestro, nos escoltaban en la distancia, unos a pie y otros a lomos de asnos derrengados, por aquellos torcidos senderos, sin dejarse amedrentar por el olisqueo, las palpaciones parciales, la desnudez sistemática y, en suma, la rijosa intención de los miembros más sociables de la atrabiliaria hermandad de gregarios anacoretas. Yo argumentaba, insuflándonos ánimo en el tortuoso camino cercado de peñascos, que si él había ascendido propulsado por la idea de maldecir para siempre al mundo y ésa era la fuerza que lo mantenía en suspensión ahí arriba, no volvería a bajar, como era lógico, hasta que esa condena inmemorial se revelase infundada y falaz y la tierra se transformara para él en un planeta habitable. Era mi propósito ascender impulsado por la idea contraria: mi reino es este mundo, gobernado por la cíclica felicidad de la materia cambiante y móvil, la eterna plenitud de la renovación y la repetición, el coito, la disgregación y la forma. Mi muerte y mi renacimiento, si me faltaban pruebas, me lo habían demostrado con creces. No llegué, sin embargo, a volar: varias veces, concentrándome en la exactitud de mis argumentos, traté de remontar el vuelo agitando estérilmente los brazos, saltando sobre los pies, levantando sólo nubes de polvo a mi alrededor y el incondicional entusiasmo de dementes y castrados. Nada. En vano me despeñé, enloquecido, presa de la desesperación, por un abrupto barranco vecino, confiando en el empuje del viento como fuerza decisiva para vencer mi desfallecimiento. El suelo me atrajo indefectiblemente: mi caída tuvo la limpidez de un pensamiento que cruza la mente, y también su funesta velocidad. No salí indemne: Ennoia tuvo que entablillarme las dos piernas, había quebrado todos sus huesos. No sabía si volvería a andar alguna vez. ¿Dónde quedaba ahora mi preciada colección de milagros? Mi dramático fracaso desacreditó definitivamente mis pretensiones de desprestigiar al impostor, aliado de la gravedad y de la estima general, esas dos inertes tiranías. Me sumí en tal grado de soledad y abatimiento, sabiéndome además públicamente escarnecido y despreciado, corrían toda clase de rumores e interpretaciones sobre mi truncada ambición, que lamenté cada acto de mi vida, deploré cada fatídico pormenor de mis múltiples vidas. Sólo Ennoia me hizo sentir vivo, durante la larga convalecencia no sólo física sino también anímica, sólo ella alentó mi alicaída perseverancia. Conté con tiempo sobrado para meditar y recapacitar. Arribé a la paradójica conclusión de que, en efecto, me engañaba a mí mismo y estaba, a la vez, en lo cierto. Si el mundo era como yo predicaba, entonces jamás volaría. Era absurdo haber pretendido maridar lo inmaridable, casar contrarios como quien cruza tigres y corderos: ésa había sido mi intención y había fracasado en el empeño. La disyuntiva actual, concluí, se resumía así: o renunciaba a mi idea directriz y la echaba por la borda, como se dice que suelen hacer los codiciosos mercaderes con sus más valiosas mercancías al divisar bajeles piratas en el horizonte, o renunciaba a volar, esto es, a validar mis asertos volando como el otro a través de cielos supernumerarios. Me hallaba atrapado en una trampa retórica que yo mismo, incauto o desprevenido, me había tendido. Conciliar ambas vocaciones quedaba descartado, eran incomposibles: la pluralidad del mundo toleraba la conflictiva existencia de opuestos, pero excluía la amenaza de su perversa combinación, a riesgo de desaparecer. Por tanto, la autenticidad de mi afirmación solar desmentía mi voluntad de volar: mi intenso deseo de volar contradecía la veracidad de mi propugnado credo. El otro, comprendí, permanecía suspendido del cielo merced a la falsedad de esos planteamientos que todos, sin embargo, creían ciertos por haberlos verificado un milagro de esa categoría. Yo, por mi parte, permanecía anclado en tierra porque lo que declaraba era una verdad absoluta, pero nadie me creía al no haberla podido confirmar volando delante de todos, acreditando así la solidez de mis fundamentos. La aérea coherencia del nazareno, aun basada en un engaño, en un truco de barraca, arruinaba mi certidumbre. El crucificado, despreciando el mundo, condenándolo a la insignificancia, volaba: yo, celebrándolo, no levitaría nunca por encima del suelo. El pueblo siempre lo preferiría a él, su ambiciosa magia le era consanguínea. Así, opté por renunciar a mi teoría. Desde hace años me esfuerzo en negar la consistencia del mundo, renegando y abjurando de todos los apasionados argumentos que sostuve en el pasado. Me he acercado a los seguidores del hijo de María: escuchando sus prédicas me convenzo de que tienen razón. Esta disciplina intelectual, así lo entiendo, me conducirá pronto a volar sobre el mundo, hacia ese cielo prometido y parabólico, alejándome de este otro cielo bienaventurado que es el lecho en que Ennoia me abraza. Ella obstaculiza en gran medida mi propósito. Acaso algún día reconcilie esas dos incompatibles inclinaciones. Por el momento, estudio, reniego de mí y de mis antiguas opiniones y prácticas, y aguardo el milagro…

1 comentario:

Atherida dijo...

¡Vaya! Eficaz el revulsivo, a la par que inquietante. De la gacela ni hablamos...que me pongo empática con ella y me voy, por derecho animal interpuesto, del lado de los censores.
Otra noche que no duermo, cavilando sobre las inclinaciones venéreas de los simones que en el mundo sois (quiero decir "son", pero no puedo).

Esta vez sí estoy turbada (en modo alguno espantada, salvo por la gacela, que al menos queda en la sombra).
Un abrazo, J.F.