viernes, 20 de junio de 2025

TIBURÓN EN PROVIDENCE

 

[Publico un montaje de cuatro fragmentos de mi novela Providence (Anagrama, 2009) para rendir homenaje a los 50 años de la película Tiburón, estrenada en Estados Unidos el 20 de junio de 1975. En el primer extracto, un sueño de gloria fílmica del director Álex Franco, se parodia hasta el absurdo el análisis freudiano (con Buñuel y Dalí en el trasfondo) de sus temas más recurrentes; y en los tres siguientes, que reproduzco editados, se plantea un posible remake (El gran blanco) de las secuencias playeras del principio de la novela de Benchley y de la película de Spielberg, recreándolas y mezclándolas sin renunciar a las proyecciones psicoanalíticas, teóricas y cinematográficas de sus componentes…] 


A Fredric Jameson y a Robert Coover

 

I 

…Buñuel quiere quedarse con mi mano derecha a toda costa, ésa es su pretensión manifiesta mientras me distrae una vez más hablándome de la película, quiere llevársela para jugar con ella a solas esta noche o regalársela a Dalí, que se ha quedado sin voz durante la proyección y no podría contrariarlo, para que también aprenda a jugar en serio y abandone de una vez las cursilerías onanistas de su pintura. Sin embargo, en mitad de nuestro forcejeo, Buñuel se pone serio de repente, la seriedad infalible con la que resolvía todos los conflictos durante los rodajes de sus películas. Serio y, sobre todo, alerta. Como si hubiera percibido una vibración extraña en el entorno, un cambio en la atmósfera recalentada del cine. Renuncia a sus intenciones anteriores, lo que me tranquiliza, no podía sostener el pulso con Buñuel por más tiempo, y decide marcharse a toda prisa, tirando a duras penas del fardo adormecido de Dalí, al notar que Spielberg, parapetado tras una de las rojas cortinas de acceso a la sala, se había impacientado con nuestra conversación y había decidido en ese mismo instante avanzar hacia nosotros, detenidos en mitad del vestíbulo, sin darle tiempo a que acabara de instruirme. Ha esperado su oportunidad en la sombra y no acepta que ningún otro contrincante, y menos que nadie Buñuel, se la dispute ahora. Oculto tras una gorra de béisbol y unas gafas de aviador de la segunda guerra mundial para disimular la edad, es verdad que ha envejecido mucho desde la última vez, Spielberg se precipita a estrecharme la mano mientras me advierte contra Buñuel sin contemplaciones. Tenga cuidado. Es un tipo muy peligroso, recuerde La dalia negra. Pobre Brian. El autor del crimen fue él, el autor de Él, no se equivoque de hombre. Tengo pruebas concluyentes sobre el caso, aunque no podría utilizarlas ante ningún jurado, ya me comprende, películas y fotografías de aficionados, cartas de Buñuel a algunas de sus amiguitas de Hollywood comunicándoles que se excita con la idea de cortarlas en pedazos, confidencias in extremis de testigos moribundos a los que no podría traicionar ahora sin perder a una parte de mi público, secuencias inéditas de sus propias películas y, por si fuera poco, el bodrio de Brian. Si no me cree, pregúntele a Marty, que lo sabe todo sobre películas y directores. Todo, créame. Marty es una enciclopedia ambulante, aunque cuando se pone pedante no lo aguanta nadie, ni siquiera ese bobo de George… Me estoy entusiasmando, disculpe, luego nadie se cree que no bebo alcohol ni me meto drogas. Soy así. Es la grandeza del cine. Cuando se trata de películas, me pongo como loco, no lo puedo evitar. La suya, por ejemplo. Me ha puesto a cien. Esto no me pasaba desde que vi en la intimidad de un pase privado, a solas con la viuda de Stanley, ya me entiende, su película póstuma, ¿cómo se llamaba? Algo sobre los ojos, ¿es que nadie se acuerda ya?…

Después de unos segundos de vacilación, vuelve a felicitarme por mi película exprimiendo mi mano aún más, pero sé con seguridad que no se la quiere llevar. Tiene la suya y le basta. Le trae suerte. La idea del celuloide virgen es brillante, permítame que se lo diga. No se me habría ocurrido pensar en nada parecido, me dice, pero me sugiere al mismo tiempo, por solidaridad entre colegas, ya me entiendes, una lista exhaustiva de doscientos cincuenta y tres retoques, los trae anotados en una libreta que extrae de debajo de la gorra con la mano libre, simples recomendaciones para incrementar el peso de la acción y la trama narrativa en el metraje final y compensar el timing de los actores. No pierda nunca la conexión con la taquilla, amigo Franco, ni desespere por las dificultades y si tiene alguna duda financiera llame a mis abogados, me tiende una tarjeta, ellos sabrán sacarle del apuro. Esto es lo fundamental. Esta convicción técnica. Esta capacidad para crear en medio del agotamiento más extremo. Dígamelo a mí. Quién dijo que esta profesión era como la jardinería, menudo gilipollas. Este negocio es como la guerra, como me decía siempre el tío Sam, mi maestro, un tipo duro de verdad. Por cierto, hablando de guerra, acabo de acordarme, ¿ha visto usted a Francis por aquí? Hemos venido juntos en la limusina con un par de amigas suyas, una rubia y una morena de escándalo, y a mitad de la proyección los perdí de vista. Siempre fue muy sensible a los guiños eróticos del cine y su película, no lo negará usted, tiene de todo para perturbar a un hombre de la envergadura y las debilidades de Francis…

Spielberg tampoco parece atreverse a soltarme la mano mientras habla sin parar para acaparar mi atención, temiendo que se la preste a los otros directores que nos rodean en el vestíbulo. He reconocido a David Lynch en la menguante cola de los que esperan para transmitirme en persona sus comentarios y felicitaciones y me he puesto nervioso al ver el tamaño de la sonrisa que me dirigía, como una navaja en las manos del carnicero apropiado. Y aún más nervioso cuando he descubierto escondido tras él a Tarantino, otro navajero del gueto, sonriendo también como un canalla de película de serie B antes de cometer una tropelía sangrienta. A éstos no les interesa la mano, en absoluto, como a ese anticuado de Buñuel, éstos vienen directamente a por el ojo, me digo preocupado en el sueño, a ser posible los dos, sin contemplaciones. Mientras tanto, Spielberg, asido a mi mano como a una palanca de propulsión en un mecanismo de feria, insiste contra toda razón en proseguir con sus desmesurados elogios. Magnolia me parece, se lo digo en confianza, no lo publique por ahí porque lo negaré por completo, el mejor remake no americano de Tiburón que hubiera podido imaginar. Sinceramente, es impecable su reformulación de los viejos estereotipos de mi tercera película. La agresividad hipermasculina del monstruoso pene blanco atacando a la chica desnuda en la playa, una eyaculación digna del porno más duro, la enorme vagina dentada contra la que combaten los hombres en el barco como desesperada negación de su homosexualidad, la victimización de las minorías sexuales y culturales, por no hablar del grosero comentario sobre la situación política. Ufff, qué horror, se me ponen los vellos de punta sólo de recordar los excesos de esta película atroz. La peor de todas las que he hecho sin discusión, reconózcalo. Pretenciosa, intelectual, sectaria y aburrida. Siento decepcionarle. Desde que soy padre, la responsabilidad me obliga a reconsiderar mi filmografía desde una perspectiva mucho menos radical, ya me comprende. Usted es más joven, puede permitirse estos juegos peligrosos. Estos discursos ambiguos. Yo ya no puedo, sinceramente. Mire, yo no soy como Francis ni como Marty que cambian de opinión cada decenio, según de dónde soplen las modas de los festivales. Yo lo he hecho una vez en mi vida y con eso tengo suficiente. Me refiero a cambiar de opinión, no me malentienda. Soy fiel a mis convicciones. No puedo perder tanto tiempo de mi vida como ellos en estar al día. Además, soy muy feliz en mi matrimonio, ¿no lo sabía?... Bueno, en todo caso quiero que sepa que ha sido todo un honor asistir a la primera proyección pública de su película. Esta fecha de hoy, no lo dude, se recordará en el futuro como aquella gloriosa efeméride de los hermanos Lumière. Ha reinventado usted el arte cinematográfico en pleno siglo veintiuno. Espere a que dentro de un rato, si Francis no me entretiene mucho con sus caprichos seniles, se lo cuente a Marty por teléfono. Tendré que aguardar un par de horas a que me cuente plano a plano las treinta películas que ha visto en esta última semana en todos los formatos existentes, pero al final merecerá la pena haber sabido esperar para contárselo y Marty me envidiará por haber asistido al estreno. Por cierto, ¿no se le ha ocurrido invitarlo? Lo de su anterior película no fue para tanto, un tropiezo lo tiene cualquiera, ¿no cree? Ah, por fin, ahí veo a Francis del brazo con sus amigas. Si me disculpa, seguiremos hablando en otro momento, me esperan… 

[Providence, pp. 227-231]

 

II 

No hacía ningún frío, a pesar del otoño incipiente, el mar estaba en calma y estábamos solos en la casa, como pudimos comprobar en cuanto varamos la lancha en la playa y subimos los escalones que conducían al porche, desde donde, a pesar de la disminución de la intensidad de la luz, aún era posible divisar una panorámica asombrosa del mar y, creando a su alrededor un anfiteatro ideal para contemplarlo, las dunas blancas moteadas de arbustos aplastados y las precarias vallas de madera destruidas por el viento salino al final del verano pasado, cuando todos los veraneantes emprendieron la huida de la isla por temor a la soledad. Se apoderaba de mí una sensación indefinible frente a esta vista cargada de promesas y premoniciones. Era como volver a la escena del crimen muchos años después de haberlo cometido. Ninguna barrera de arena, me dije sin abandonar la inspección del hermoso escenario, podría contener ahora al escualo feroz que rondaba el perímetro insular en busca de suculentas presas, la mordedura del mar más desaprensiva en la renegrida madera de la casa que los colmillos del monstruo en las planchas de la embarcación de pesca con que trataban de cazarlo.

-¿No te apetece bañarte? Te despejará la cabeza.

-Ahora voy. No te preocupes tanto por mi cabeza. Estoy bien.

-Allá tú.

Sin que me diera cuenta, extasiado en la contemplación de uno de mis paisajes cinematográficos favoritos desde la infancia, estaba a punto de repetir la escena inicial de la película. Tras comprobar algún detalle nimio en el interior de la casa, Eva se había desnudado en el porche sin perder un minuto y pasó a mi lado corriendo camino de la orilla, donde hundió sus tobillos y luego sus rodillas antes de desaparecer engullida en el agua que no conseguiría lavar mis ojos enfermos de toda la putrefacción visual que años y años de visionado de las mismas imágenes obsesivas habían implantado en mis retinas sin que pudiera librarme de su influjo inconsciente.

No estaba en clase, así que en vez de seguir divagando sobre la evanescencia de las percepciones fílmicas y los recuerdos perturbadores me desnudé lo más aprisa que pude y corrí en busca de Eva que, por lo que pude ver enseguida, había comenzado la gimnasia acuática de rigor. Dejé mi ropa amontonada en la orilla, junto a la toalla que ella había dejado caer minutos antes al pasar corriendo camino del agua, y mis gafas de sol encima como una garantía de que la renuncia a mi identidad sería sólo provisional. De poco me servirían en el agua para localizar a Eva. Lo hizo ella en cuanto me zambullí, nos abrazamos y nuestros cuerpos reaccionaron de inmediato a los estímulos habituales. Nos separamos por un instante y comenzamos a nadar uno alrededor del otro como en los prolegómenos de un rito sexual, difiriendo el apareamiento, y a bucear como distracción rastreando la escasa profundidad y la exigua vegetación del arenoso fondo. Nos abrazamos de nuevo y la suave corriente nos arrastró a la orilla donde me permitió penetrarla por primera vez. Me gustó que ella no cerrara los ojos mientras la inseminaba sin protección. Cuando acabamos, volvimos a zambullirnos cada uno por su lado. Hundido hasta las rodillas, me entretuve mirándola de espaldas en ese instante milagroso en que ella creía que nadie, ni siquiera yo, la podía mirar. El agua no la cubría por entero, así que Eva se puso de pie con un respingo grácil, se apartó el cabello de los ojos, y continuó caminando hasta que el mar le cubrió los hombros. Allí comenzó a nadar sin esfuerzo, con la cabeza fuera del agua y la brazada desigual propia de aquéllos que han aprendido a hacerlo con corrección y luego han preferido olvidarlo todo por conveniencia…

-¿Te gusta mi estilo al nadar? De niña era una buena nadadora, ¿sabes? Participé en competiciones nacionales y gané algunas medallas. Con mi primera regla se acabó mi carrera… 

[Providence, pp. 276-278] 

 

III 

El chapoteo obsceno de la marea ascendiendo vino a poner la nota estridente al final de nuestro abrazo. Eva no me permitió inseminarla y tuve que salirme a desgana y correrme en la arena como un molusco. Exhaustos, nos tumbamos después boca arriba y cada uno se sumió en sus pensamientos más autistas. Un cielo oscuro que empezaba a encapotarse ofrecía escaso espectáculo a la observación, así que nos zambullimos de nuevo, a instancia mía esta vez. Ya no sentía ningún miedo a las presencias que el mar podía ocultar tras su ciega apariencia de masa informe. Escrutaba el entorno a ras del agua, como un documentalista ávido de acontecimientos, y casi deseé, sin temerlo ya, ver una enorme aleta dorsal y una cola en forma de media luna brotar de pronto de la espuma y dirigirse hacia mí como teledirigidas por un operador remoto. Habría supuesto una suerte de culminación coherente con mi historia personal y con la evolución de las especies y la historia humana, si me apuran, que un gran pez mecánico usurpara con su voluntad de poder controlada por la tecnología el ecosistema de un depredador natural en vías de extinción. Para mí, en cualquier caso, zarandeado ahora por la corriente submarina, habría sido un orgasmo salvaje. Al revés del cine, la vida casi nunca es tan perfecta…

-¿Sabes una cosa divertida? Tiene que ver con uno de los estudios más sesudos sobre la película de Spielberg, el autor es Fredric Jameson, no sé si lo has leído, yo lo hice para mi clase, si te interesa está en la biblioteca a la que tanto te gusta ir con tus amigas…

-Me sobran tus sarcasmos.

-Perdona. El caso es que Jameson atribuye una importancia política extrema a la alianza final entre el policía Brody y el oceanógrafo Hooper, es el punto fuerte de su argumentación, ¿lo recuerdas?...

-No, no conozco ese ensayo, aunque sí otros libros suyos…

-Pues resulta que en el guión original, como en la novela, Hooper, el barbudo oceanógrafo, moría en la jaula mordido por el gran blanco. Pero ocurrió algo imprevisto durante el rodaje. Las tomas se las encargaron a un segundo equipo que se fue a Australia a filmar escenas subacuáticas de ataques de tiburón. A veces metían un enano en la jaula para que cuando los tiburones la atacaran parecieran mayores de lo que eran, pues no se trataba de blancos todo el tiempo. Una de las veces en que la jaula estaba en el agua sin el enano dentro y las cámaras filmando todavía un tiburón de gran tamaño embistió contra la jaula abandonada y la destrozó, de modo que, a la hora de montar la secuencia, que había quedado perfecta, tuvieron que salvar a Hooper en contra del guión que el actor había firmado…

-¿Y qué tiene esto que ver con Jameson?

-No lo entiendes porque no has leído el maldito ensayo. Toda la interpretación de la América de su tiempo que Jameson se saca de la manga está fundada en una puta casualidad. En realidad, Hooper tenía que morir como Quint, el pescador local, en boca del tiburón, que era la gran amenaza para todos. Tenían que morir los dos, el pescador y el oceanógrafo, los dos expertos en peces y en la vida marina, y salvarse sólo el puto policía de ciudad al que el mar acojonaba a muerte, ¿lo entiendes ahora? Ésa era la idea narcisista que Spielberg tenía en la cabeza al rodar la película, salvarse a sí mismo a través de su igual en la ficción. No existía, por tanto, ninguna conspiración paranoica para ofrecer al público una versión consumible de la forma de poder, una temible combinación de ciencia, tecnología y control, ante la que debían claudicar como electores para salvar la deteriorada imagen del país…

-Te repito que no conozco ese ensayo, ni lo he oído nombrar nunca, no sé si te lo estás inventando como excusa para que nos estemos aquí en el agua discutiendo sin parar sobre una película que te enloquece y nunca comprenderé por qué…

-Ésa no es la palabra exacta, si no te importa. Y no, no me lo he inventado, aunque me gustaría, ya puestos. Uno de los síntomas más odiosos de nuestra cultura de especialistas es que, a partir de un cierto nivel educativo, nos parece más deseable haber escrito una tesis doctoral sobre Tiburón que haber dirigido la propia Tiburón

-No sé de qué me hablas, pero estás consiguiendo estropearnos este momento con tus estúpidas obsesiones. Parece que echas de menos tu clase de por la mañana. ¿Es que te quedaba algo más importante por decirles a tus alumnos? Resérvalo para la próxima clase, por favor…

-Ése es tu problema, Eva, reconócelo, no seas hipócrita. Estás prisionera, como tantos otros, del puto prestigio de la mentalidad académica y no puedes escapar de ello. Es una extraña perversión del síndrome de Estocolmo aplicada al mundillo universitario, aunque a veces tengo la sensación de que son los alumnos los que han secuestrado a sus profesores y a todo el maldito sistema, y no al contrario…

-No sé de qué te extrañas. ¿No estamos acaso gobernados por la alianza de la tecnología y el control policial? Tú mismo lo repites constantemente, como una aburrida letanía…

-Perdona. Me confundes con otro.

-Es imposible confundirte con otro.

-¿Estás segura? ¿Has visto en tu vida alguna película de Hitchcock?

-Me aburren tus referencias cinematográficas, ¿no tienes otras?...

-Desgraciadamente, es demasiado tarde para cambiar…

-Ya. ¿Podemos salir del agua? 

[Providence, pp. 280-283] 

 

IV 

Estábamos todavía en el mar, con medio cuerpo sumergido y los pies anclados en el fondo, era noche reciente y no veíamos muchos metros más allá de nuestra posición. Sin embargo, yo no cesaba de mirar en todas direcciones en busca de la aleta delatora de un Bruce auténtico, generado por la evolución para exterminar a todas las demás especies de la tierra, y no de un simulacro mecánico de tres al cuarto diseñado para asustar con su gigantesca estupidez a los niños y a los padres que abonaron la entrada al parque temático del estudio. El humor de Eva mutaba con la marea y ahora, como si esperara otra aparición de signo inverso, se dedicaba a mirar cada tanto, con inquietud creciente, hacia la casa que permanecía a oscuras como un mal augurio, una mole negra coronando las dunas grises moteadas de arbustos apelmazados, la única edificación visible en esta zona agreste de la isla.

-Lo único que pretendía Spielberg con esta película es que lo tomaran en serio como director, como artista de masas, y eso el sagaz Jameson y sus muchos imitadores académicos y periodísticos no parecen poder comprenderlo fácilmente porque todavía no han alcanzado a entender el sentido histórico y la misteriosa fascinación de Hollywood. Como artista del medio cinematográfico, Spielberg realizó con esta superproducción un manifiesto en el que proclamaba tres cosas fundamentales para el cine por venir: puedo filmar el asesinato de una mujer, haciendo visibles aspectos psíquicos de la cuestión que nadie se habría imaginado antes, y puedo hacerlo mucho mejor que el maestro de Psicosis, entre otras cosas porque él lo hizo en la sórdida ducha de un motel de carretera y yo en exteriores, en mar abierto, con un montón de hombres tirando de las cuerdas desde la playa para simular el ataque feroz contra la mujer, una marioneta desnuda encarnada por la especialista Susan Backlinie…

-¿Te pasa algo, Álex? No paras de moverte y de agitar el agua con tu maldito entusiasmo. Pareces un epiléptico a punto de ahogarse...

-¿Qué pensarías si te dijera que tengo un ataque de pánico como el que acometió a Spielberg tras abandonar la isla después de haber estado prisionero en ella durante siete meses, el tiempo de un embarazo prematuro, y darse cuenta de que había dado a luz a una criatura monstruosa, la propia película aún sin montar, que amenazaba con devorarlo a él y a todo el estudio que la había producido?...

-¿No pretenderás atraer a uno de ellos agitando el agua con tu estúpida gesticulación, verdad?

-Reconozco que estas cosas me excitan en exceso, pero lo único a lo que quiero atraer, te lo aseguro, lo tengo ahora mismo frente a mí, al alcance de mis manos…

-No cuentes conmigo, si estás pensando en lo que yo creo. No tengo ninguna intención de quedarme embarazada. Ya sabes que no soporto a los niños menores de veinte años. Me basta con los otros. Tú y tantos como tú…

-Eva la cínica, Eva la desengañada, la descreída de su sexo y, todavía más, del otro sexo…

-¿Por qué te empeñas en ver sólo dos, masculino y femenino? ¿No te parece pobre como única opción? Yo descubro muchos más sexos a mi alrededor, en la gente que me rodea, y también dentro de mí. Todo el tiempo. Hace un momento, por ejemplo…

-No te pierdas en tonterías, Eva, ya sé dónde quieres acabar. Muchas veces ni siquiera soy capaz de distinguir dos, así que no me malinterpretes más…

-Está claro que en mí sólo ves clichés. Cada uno ve lo que quiere, desde luego, en el otro como en uno mismo. Tengo la sensación de que me usas como pantalla. Para ti no consigo ser más que eso y me apena…

-Te equivocas. Préstame atención por un instante, por favor, y te prometo terminar enseguida…

-A ver si es verdad, me estoy quedando helada…

-La segunda proclamación del nuevo aprendiz de brujo de la industria era ésta: puedo filmar las escenas de acción mucho mejor que el maestro Sam Peckinpah porque no las concibo como una salida nihilista o una respuesta hiperviolenta a mi metafísica existencialista de perdedor profesional en un mundo del que no puedo escapar, sino como una prolongación pública de mi fantasía de niño modelo de la clase media judía, representante de todas las lacras y las virtudes del medio social en que nací. Y por eso, entérate bien, querida Eva, el malencarado pescador lleva cuando muere entre los colmillos del tiburón el pañuelo en la cabeza que el viejo Peckinpah solía usar durante sus tortuosos rodajes. La tercera cosa que Spielberg tenía ganas de proclamar ante el tribunal que lo iba a juzgar por vender su talento a los mercaderes del templo es, sin embargo, la más importante de todas…

Su insistente modo de mirar hacia la casa desde el agua, desatendiendo nuestra conversación sin disimulo alguno, me obligó a interrumpirme cuando estaba a punto de hilar una idea que creía podría atrapar la atención de Eva y anular su despectiva insolencia hacia mis palabras. Me estaba empezando a preocupar y a poner nervioso su actitud, como si ella, sin una razón clara, se sintiera obligada a vigilar con cada vez más crispada atención cualquier movimiento o sombra, cualquier contraste de luz o modificación del aire, producidos en las tenebrosas inmediaciones de la playa.

-¿Qué miras tanto? ¿Estás esperando a alguien?

-Nada. Estoy pendiente de tus palabras, pero no te aproveches de mí. Quítame las manos de encima ahora mismo, no me gusta mezclar las cosas, ya lo sabes, me parece de muy mal gusto…

-Lo siento, no he podido resistirme. Explicarte esto aquí, precisamente, me estaba excitando más de la cuenta, ya te lo he dicho. Además, estás tan hermosa ahora, con esta luz. Tu piel, tu pelo, tu cuerpo húmedo, tus…

-Venga ya, Álex. Ya te voy conociendo. Dime de una vez, ¿cuál es, según tú, la tercera proclamación mundial del gran artista Steven Spielberg en esta obra maestra de la cultura humana?

-Eva no te rías. No le veo la gracia. Vuestra guerra de Irak se parece mucho a una superproducción, por lo que deberías considerar estas cuestiones con otra actitud menos condescendiente, por tu propio interés y por la seguridad de tu país. Nada menos…

-Otra vez estás mezclando las cosas. ¿Qué te hace presuponer que esa guerra de mierda tiene que ver conmigo o con mucha otra gente de este país? ¿No lees los periódicos, no ves la televisión? Acabas de llegar y ya nos estás prejuzgando sin haber entendido nada.

-Por favor, Eva. Soy un adicto a los programas de la Fox, no se te ocurra decirme que no estoy informado…

-Por supuesto. Lo había olvidado. Con los bodrios de Hollywood y los noticiarios de la Fox tienes suficiente para conocernos a fondo. ¿Por dónde íbamos, profesor?...

Una repentina cadena de olas estuvo a punto de arruinar mis pretensiones docentes. Eva se vio sorprendida por su altura y fuerza, perdió pie y se hundió con brusquedad en el agua, como succionada por la corriente, mientras yo conseguía mantenerme a flote a duras penas. Fue una espera tensa hasta que la vi reaparecer sana y salva a unos metros más allá.

-¿Qué ha sido eso?

-A mí qué me preguntas…

-Acabo enseguida, créeme. El tercer postulado del sistema Spielberg de concebir el cine, como me gusta calificarlo, se podría llamar prudencia, se podría llamar capacidad de adaptación, se podría llamar coherencia, se podría llamar sentido de la oportunidad, llámalo como quieras, pero yo, que he improvisado esta teoría para dar sentido a este momento especial entre nosotros, aunque no parezcas aceptarlo con agrado, prefiero llamarlo realismo. El realismo que consiste en mostrar desde la plataforma de un producto concebido para las masas esta gran verdad del negocio: mi cine, el cine que planeo hacer en los años venideros, será todo lo creativo que sea posible en este período de la historia dentro de los férreos límites marcados por el desarrollo de la tecnología (Hooper), el orden establecido (Brody) y, agárrate ahora con fuerza a mí, no te lo vas a creer, la maquinaria descomunal del sistema de producción (el tiburón)… 

[Providence, pp. 286-290] 

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