martes, 30 de octubre de 2018

EL REINO LOCUAZ


[Tom Wolfe, El reino del lenguaje, Anagrama, trad.: Benito Gómez Ibáñez, 2018, págs. 177]

Mañana se cumplen 10 años de aquel 31 de octubre de 2008 en que este blog echó a andar con más dudas que voluntad de perseverar. No hay nostalgia ni melancolía en esta celebración. El tiempo es un gran misterio al que no conviene culpar en exceso de lo malo o lo bueno que nos acontezca en la vida. Estos son dos de los primeros posts que publiqué entonces: el Beigbeder más nabokoviano y el devenir japonés de Barthes. Mi alma francesa mise à nu. Me gustan ambos, me reconozco en ellos. El balance personal del blog es extremadamente positivo, pese a todo. Así que la blogosfera, antes de robotizarse del todo, tendrá que soportarme al menos otra década más, así que pase. Wolfe no es una personalidad cualquiera para celebrarla al mismo tiempo que el primer decenio de este blog. Ha sido elegido con intención, como suele decirse. Podría ser otro de mis escritores favoritos, pero le ha tocado a él, qué se le va a hacer, por razones obvias no podría quejarse del atrevimiento. Cada vez tengo más claro que las personalidades admirables que nacieron en el fragor del siglo XX y están muriendo en los balbuceos del siglo XXI me merecen una simpatía y consideración de orden superior. Si alguien quiere hacer una lectura psicoanalítica de esta actitud está en su derecho, quizá acierte, o quizá se equivoque (allá él o ella). Todo lo que cumple años hace bien en reflexionar sobre la cuestión sin prejuicios ni complejos. La grandeza de la vida se mide en su duración y no solo en sus destellos momentáneos. En fin, no se hable más…

Y entre tanto, sí, murió el genial Tom Wolfe, sin avisar, dejándonos este inteligente libro como testamento literario. Un libro celebrando el poderío del lenguaje. Este libro polémico, con todos sus errores e inexactitudes, no es un alegato contra Darwin o Chomsky, como se ha dicho, ni una apología de sus rivales y contrincantes ideológicos. Wolfe ha escrito este ensayo para todos aquellos a quienes ha interesado siempre mucho más el lenguaje que la lingüística, la compleja vida del lenguaje y las lenguas que las teorías sobre su estructura, historia u organización.
El lenguaje es la verdad de lo que somos los humanos. La creación del lenguaje nos hizo humanos y todo lo que hemos construido a lo largo de nuestra dilatada historia como especie, para bien y para mal, proviene del lenguaje. El lenguaje nos confiere la idea del pasado, de ahí su relación con la memoria (la nemotecnia es el lenguaje, dice Wolfe), y con el presente, imposible vivir lo inmediato sin la mediación del lenguaje. Y también el futuro, como especulación de la mente despierta, como imaginación de las palabras con que se nombra hasta lo inexistente, lo inalcanzable, lo distante e inconcebible. Esta es la grandeza poética del lenguaje. La tecnología primordial que revolucionó la vida del “homo sapiens”, creada al principio imitando los sonidos animales para transformarse después en un poderoso instrumento cognitivo, una prótesis neuronal que creó el yo del hablante y con él la comunicación entre semejantes. Una tecnología democrática, también, en la medida en que todos pueden aprender a manipularla. Nuestro reino es la locuacidad, el arte de la laringe, el orgasmo verbal de la glotis. Esto es, en palabras de Wolfe, lo que ha puesto en pie imperios y civilizaciones, culturas y guerras, palacios y burdeles, ciudades y monumentos, religiones e ideologías, la poesía y la pintura. Pero también el lujo y la tecnología.
La epifanía final del libro resume su ideario con elocuencia. Wolfe contempla unas láminas de un libro sobre la Teoría de la evolución donde observa a una chimpancé junto con su cría y unos gorilas buscando cobijo para la noche. Y luego despega los ojos de las fotografías y mira por la ventana de su apartamento neoyorquino y descubre las ventanas de dos hoteles de lujo. Evoca entonces, nombrando objetos y marcas, el confort suntuoso de las habitaciones y suites. Entre “Primatolandia” y Manhattan, Wolfe lo tiene claro. El lenguaje ha construido la gloria de esos rascacielos y el dinero capitalista que los financia y dota de lo necesario para hacerlos placenteros y atractivos.
La cháchara lingüística y el darwinismo, concluye Wolfe, se equivocan al no reconocer esta verdad. El lenguaje son las lenguas, en su infinita variedad y virtudes diferenciales, y la evolución, ese proceso por el que la bestia humana se irguió sobre todas las otras especies animales, acabó cuando el lenguaje concluyó su trabajo en el cerebro. Este libro viene a recordarnos cuestiones fundamentales que la pretensión científica y la arrogancia formalista han querido hacernos olvidar en el último siglo. Wolfe se despide del mundo con una lúcida reflexión sobre lo que ha sido para él un vigoroso medio de expresión y comunicación. Wolfe nos debía esta suerte de tratado de estilo. Harían bien todas las escuelas de letras y periodismo en incorporarlo como lectura recomendable para fomentar el ingenio verbal, la brillantez sintáctica y la audacia locuaz. Quizá sea la única forma de seguir hablando del mundo sin claudicar ante el poder totalitario de las imágenes. Bendito lenguaje y bendito Wolfe.

1 comentario:

César dijo...

Soy uno de esos lectores remotos que frecuenta este blog como si de una entrañable enciclopedia se tratase. En mi opinión, con los años ha ido confeccionando una de las mejores cartografías del fenómeno llamado literatura. Es usted también responsable de que mis anaqueles se pueblen cada vez más con los inagotables Rabelais, Gombrowicz, Tanizaki, Cabrera Infante, Coover y tantos otros en la lista de espera. Enhorabuena por el aniversario, y que siga la fiesta por muchos años más.