[Tom Wolfe, Bloody
Miami, Anagrama, trad.: Benito Gómez Ibáñez, 2013, págs. 619]
A veces la grandeza está en el intento. Y la
grandeza del intento de Tom Wolfe, novela tras novela, es de una coherencia admirable,
pese a los críticos puritanos que le reprochan sus excesos. Wolfe es mucho más
que un reportero mordaz de las vibrantes mutaciones de la vida americana. Como
gran experto en crónicas estupefacientes, Wolfe siempre ha escrito viajes alucinantes
al corazón de las apariencias, a través de un estilo estimulado y estimulante,
una suerte de narcótico verbal que percibe la realidad deformada para enaltecer
su atractivo y fascinación epidérmica y ostentar la condición pretenciosa y
vulgar de cualquier circunstancia humana.
Libro tras libro, Wolfe se burla de los críticos
pesados que venden su pobre alma por un trozo de prosa esculpida e inerte como
el mármol y que posea, además, la belleza del ideal estético y el temblor irrepetible de
la vida. Wolfe sabe que vocifera con la prosa y ofusca al lector con su visión
desaforada de la realidad. En sus tratos con lo real, Wolfe no aspira a la asepsia
del eunuco, ni a la pureza del ideólogo ni a la objetividad del científico, sino
a la promiscuidad y la singularidad del novelista proxeneta. Eso lo convierte en uno de los observadores
más irreverentes e incisivos que puedan enfocar su mirada, década tras década,
sobre la espectacular decadencia del mundo americano. Como periodista polémico,
hay algo sobre lo que Wolfe no se engaña. En un país donde el sensacionalismo
mediático es la norma, la literatura necesita gritar para hacerse oír, forzar
la descripción hasta el exceso caricaturesco, imponer la exageración y la
crispación satírica como marcas de realismo extremo. Sonará histérica y chirriante
en algunos oídos delicados, pero su melodía prosaica reproduce, mediante el estilo indirecto libre que maneja con magistral desenvoltura, tanto la
realidad sociológica constatable como las versiones grotescas de la realidad construidas
por los medios dominantes.
El esquema narrativo de Bloody Miami parecería
calcado de su obra más famosa (La hoguera
de las vanidades), si no fueran tan diferentes las emanaciones urbanas respectivas del
Nueva York de los ochenta y la Miami del siglo veintiuno. Wolfe es ese
novelista inteligente que sabe que la verdad oficial es un puñado de tópicos reiterados
hasta adherirse al tejido mismo de la realidad. Así, la saturación informativa padecida
durante la escritura de esta ambiciosa novela, guiado por el hambre de realidad
que es, según Wolfe, el instinto animal del novelista genuino, le ha permitido plasmar
una jugosa visión del Miami contemporáneo tan reconocible como sorprendente. Una
novela que comienza con la transformación cómica de los problemas de
aparcamiento del director del principal periódico anglo de Miami (un doble apenas camuflado del autor) en un choque
étnico y cultural con el mundo latino ya avisa sobre su curioso método de
composición: una técnica fundada en transmutar, por medio del lenguaje vivaz y el
humor situacional, lo trivial y obvio en insólito y revelador.
A partir de aquí, como manipulador de las
pasiones y obsesiones de sus marionetas, el viejo zorro de Richmond pone patas
arriba la corrupta y presuntuosa realidad de Miami, clase a clase, gremio a
gremio, institución por institución, barrio a barrio, etnia por etnia, hasta
consumar en un desenlace precoz la novelesca redención de su héroe masculino,
el poli cubano Néstor Camacho, denigrado por su comunidad, traicionado por su
novia (la rumbosa y risible Magdalena) y amado con inocencia por la haitiana
criolla Ghislaine.
Si no supiera que la ironía es el arma de doble
filo que Wolfe oculta bajo el noble manto del narrador realista, el lector podría
pensar que el acierto de esta estupenda novela, tan mal entendida en su país,
consiste en haber reciclado para el nuevo siglo, con infinita retranca, los antiguos
presupuestos de la novela helenística: el desapego individual respecto de cualquier vínculo comunitario
y el triunfo final del amor sobre todos los obstáculos.
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