En el capítulo cuarto de La hoguera de las vanidades, la primera y exitosa novela de TomWolfe, el protagonista atraviesa el puente Triborough montado en su flamante deportivo
junto con su amante no menos flamante y tiene una epifanía de triunfador
contemplando la escarpada silueta de los rascacielos de Nueva York: “Allí
estaba la ciudad que en el siglo XX desempeñaba la función de la antigua Roma,
de París, de Londres, la ciudad de la ambición, la densa roca magnética, el
destino irresistible de todos cuantos estaban empeñados en vivir en el lugar
donde ocurría todo”.
Al leer cuarenta y cinco años después estas
espléndidas crónicas (La banda de la casa
de la bomba, Anagrama, trad.: J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez, 2013) sobre la
era americana del pop y sus aledaños británicos, uno tiene la sensación de que
detrás de esas extáticas palabras se oculta el deseo largamente reprimido del
novelista por la metrópolis que para él mejor representaría la experiencia de
estar vivo a fines del siglo veinte. El lugar donde pasan las cosas importantes,
la urbe donde todo ocurre, ese es el país de las maravillas donde Wolfe se
encuentra a sus anchas como reportero impertinente y narrador mordaz. “¡El
centro del mundo!”, como denomina con ironía a la gigantesca mansión y la imponente
cama giratoria en que vive refugiado Hugh Hefner, fundador del emporio Play-Boy, monarca porno de la sociedad
de consumo y figura carismática de la fauna americana de aquel excitante período
sobre el que Wolfe se explaya con visible deleite.
Ataviado como un dandy estrafalario y armado con
un insolente ingenio visual para los detalles reveladores, Wolfe se lanza a un
safari informativo por ese territorio excéntrico en pos de todos los
especímenes que han puesto su vida al servicio del placer, la libertad y la
novedad generando una suerte de utopía instintiva, cultural o contracultural, según
los casos, donde quedan abolidas las viejas jerarquías y los viejos prejuicios.
El catálogo es ilustrativo: los surferos californianos y su mística marina, los
moteros melenudos y su mitología desmelenada de la velocidad, los artilugios
del donjuanesco millonario Hefner, la fabulosa fotogenia de Natalie Wood, las fascinantes
teorías de McLuhan sobre los medios de comunicación y sus corrosivos efectos
sobre la vida privada y la cultura libresca, los mundanos coleccionistas del arte Pop como signo de ascenso social, los trucados y hermosos pechos de
la stripper Carol Doda, los
espejismos sexuales del Swinging London,
etc.
La estrategia de Wolfe en la
presentación de sus historias es inteligente. Si en primer plano se dedica a
describir, con pirotécnico despliegue de recursos retóricos y juegos verbales, el
carnaval de máscaras fellinianas de
una América entregada a un radical cambio de imagen, en el trasfondo sabe deslizar
una interpretación sociológica, histórica, mediática y antropológica de las
mutaciones acaecidas. Así, tras el ilusorio festival dionisíaco de los sesenta,
Wolfe percibe los peligros de la masificación y el espectro de la decadencia
moral, la frivolidad elitista más vulgar y los consuelos domésticos y electrodomésticos
de la “clase media lumpen” (sic), los subproductos artísticos del mal gusto
comercial, el anhelo de experiencias primitivas y la liquidación de valores de
una época de transición.
Cualquier lector de Wolfe reconocerá
aquí la médula paradójica de su actitud ante el mundo, tan deseosa de explotar
la energía polémica de los cambios generacionales, sociales y culturales como hipersensible
a todo lo que en ellos delata nuevas formas de servidumbre, idolatría o necedad.
A diferencia de otros observadores más despegados o pesimistas, Wolfe tiene la
honestidad de reconocer con su prosa exuberante los múltiples estímulos de un
mundo que vive bajo el mandato de gozar al límite, ya sea de los privilegios de
la edad, la tecnología o el dinero.
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