[Georges Didi-Huberman, Pasados citados por Jean-Luc Godard, Shangrila, trad.: Mariel
Manrique y Hernán Marturet, 2017, págs. 217]
Solo un artista que ha borrado todos los nombres
de la historia de una pizarra donde estaban escritos con caligrafía firme, creando
una tabla rasa de la cultura para ponerla al servicio de la causa
revolucionaria después de mayo del 68, solo ese artista especial puede reconvertirse,
pasados los años del tumulto, en archivero borgiano de la cultura occidental y
transformar el cine, como un alquimista de la imagen, en ese lugar donde todos los senderos
de la historia y la cultura convergen y se bifurcan al infinito.
De las dos o tres cosas que Didi-Huberman sabe
de Godard quizá la más importante se refiera a cómo Godard ha entendido que el
cine es “una máquina para montar el tiempo, e incluso remontar la historia”.
Montaje y remontaje cinematográficos que se hacen expresos, en gran parte, a
través de las cuantiosas citas literarias, filosóficas y artísticas que saturan
sus películas.
Otra cosa que sabe Didi-Huberman: el cenit del
arte godardiano está en “Historia(s) del cine”, donde el autor Godard se
autorretrata como demiurgo audiovisual con el paisaje devastado y la historia
traumática del siglo XX de trasfondo. Al construir este “museo imaginario de lo
real”, Godard combina y superpone a placer las imágenes documentales y las fílmicas
para inculpar al cine por sus silencios y ausencias e imponer sobre la mentira de
la ficción la autoridad de lo real y sobre la verdad de la historia la ironía
de la imaginación.
La parte más crítica del ensayo, no obstante, llega
cuando Didi-Huberman establece un parentesco de Godard con el romanticismo
alemán del círculo de Jena. En efecto, la agudeza, la fragmentación, la
contradicción y la teorización son rasgos que Godard comparte con el gran
Friedrich Schlegel, aunque discrepen en su designio moral. La síntesis de todo
ello quizá se produzca bajo el signo de lo posmoderno, donde la dimensión estética
se afirma en plenitud atendiendo al juego ingenioso y la multiplicidad de
sentidos y la dimensión ética se relativiza y se interroga como forma
consensuada o conveniente de la verdad establecida.
Aquí el desencuentro con Pasolini es doble,
poético y cinematográfico. Contra toda evidencia, Godard ha acabado teniendo razón
en su apropiación de todos los estilos y las formas de la historia para
despedir a esta como se merece. El duelo por la historia pasada y la apertura a
la incertidumbre del futuro hacen del cine de Godard algo mucho más
contemporáneo de lo que reconoce Didi-Huberman.
La perspectiva apocalíptica del Juicio Final con
que Godard se enfrenta a las ruinas de la historia es quizá su rasgo peor
entendido. La liquidación del humanismo no es una tarea dialéctica de la que el
autor podría borrarse negando su autoridad mediante una simple actitud de
modestia. El ojo avisado de Didi-Huberman no logra ver la clausura de la
historia bajo este prisma porque se deja ofuscar por la figura provocativa de
Godard y su ambiguo papel en el seno de una obra poderosa que lo desborda y, en
cierto modo, destruye.
Si para saber hay que tomar posición, como
sostenía Didi-Huberman al inaugurar su ciclo “El ojo de la historia”, del que
este espléndido libro constituye el quinto volumen, Godard sería el artista
excepcional que ha hecho el don del saber al espectador a través del cine
poniendo en crisis, una y otra vez, su posición de autor. Para saber, dice
Didi-Huberman, “hay que colocarse en dos espacios y dos temporalidades a la
vez”. En esto mismo reside, con todas sus contradicciones y paradojas, la
grandeza estética de Godard.
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