Mi columna de ayer en
medios de Vocento.
Treinta y ocho años después la democracia española no sabe
aún qué pensar de sí misma.
La democracia
es el aire que necesitan los pueblos para respirar, dicen que le dijo Fidel
Castro a Donald Trump en su última llamada telefónica desde el planeta tierra.
Y ambos líderes prorrumpieron a dúo en sonoras carcajadas antes de despedirse
para siempre. Trump aprecia las bromas pesadas de los tiranos como los cigarros
tercermundistas y las mujeres exuberantes, sin pensar demasiado en las
consecuencias.
No sorprende
que sea el programa de humor televisivo Saturday
Night Live quien haya emitido los comentarios más agudos sobre las recientes
elecciones recurriendo a la sátira y la caricatura. Con su mandato, Trump
inaugura la era de la risa democrática, conectando con la vena cómica del pueblo.
El fundamento de la democracia es polifónico y carnavalesco pese al lustre serio
de la fachada institucional. No sé si los americanos se morirán de risa o de
vergüenza en el período presidencial. Pero cuando Trump haga el ridículo
clamoroso que se le augura lo echarán a patadas de la Casa Blanca con la fuerza
de sus votos. Algo que no han podido hacer los cubanos con la dinastía de los
Castro en más de cincuenta años de tristeza y soledad revolucionarias. Entre
tanto, el huracán Trump amenaza con desatar erecciones reaccionarias en todo el
mundo. Los fascistas continentales se frotan las manos sudorosas calculando cuánto
les queda para conquistar de nuevo el poder por vías democráticas.
La
democracia española, en cambio, no sabe aún si reír o llorar. Cada vez que se
mira en el espejo mediático se siente más joven y vigorosa. Pero cuando se
sienta a meditar sobre su origen y destino se reconoce anciana y gruñona como
la madrastra de Blancanieves. Es el síndrome melancólico de una democracia
madura. Cuanto más perdura e impregna la vida del país, más inadvertidos pasan
sus éxitos. Frente a las veteranas democracias europeas, la gran virtud de la
democracia española es su estado de transición permanente. Cierta inmadurez política
conviene a una España que ha padecido durante decenios, como Cuba, el peso de la
tutela totalitaria. La extracción de las dictaduras del cerebro de los pueblos es
más difícil y dolorosa que la de una muela podrida. Y curar esa herida endémica
exige mucho tiempo y paciencia.
Treinta y
ocho años después debemos perder el miedo. Lo mejor de una gran Constitución es
que puede reformarse cuanto se quiera, como los viejos edificios, sin que se derrumben
las estructuras esenciales. La democracia española es sentimental, como diría Arias
Maldonado, desde el principio. Y libidinal, añado, recordando con júbilo los
turbios años de la transición. España tiene el corazón republicano y la cabeza
monárquica. Ahí radica su fuerza crítica y su equilibrio inestable. El
españolito machadiano viene hoy a un mundo liberado al fin de dioses opresores
e idearios criminales. Celebrémoslo mientras dure.
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