[Philippe Azoury, A
Werner Schroeter, que no le temía a la muerte, Shangrila Textos, trad.:
Mariel Manrique, págs. 113]
Godard decía que el cine es la verdad 24 veces
por segundo, es decir, una mentira. Una gran mentira. El cine fabrica imágenes
en movimiento que los espectadores toman por verdaderas, como atestiguan las
primeras proyecciones a finales del siglo diecinueve. El cine nació
decimonónico y positivista, qué se le va a hacer, como la fotografía, por una
cuestión industrial y técnica, pero el cine porta oculta en sus entrañas, como
la mente humana, una relación fantástica con la realidad de las imágenes que se
remonta al menos hasta la cultura barroca.
Existe un prejuicio arraigado en contra del
ilusionismo cinematográfico. Tomando en consideración la discutible escisión
entre una corriente-Lumiére y una corriente-Méliès en la historia del cine,
parecería que la primera facción (documental, realista, fotográfica) se hubiera
apoderado de los discursos críticos más exigentes y especializados, así como de
las creaciones más arriesgadas según su opinión, mientras la segunda, dado el
regusto popular en las fantasías y supercherías, los espectáculos aparatosos y
los trucos de barraca, habría sido relegada al cine industrial de Hollywood.
De tanto en tanto, sin embargo, surgen creadores
cinematográficos excéntricos, que entienden esta paradoja artística del cine y
exacerban su patente artificialidad para extraer de ella una insólita dimensión
audiovisual. Grandes ilusionistas que practican las artes mágicas de la luz y
la alquimia de las imágenes desde planteamientos no solo minoritarios sino contrarios
a toda postulación realista, como Werner Schroeter, a quien se dedica este
magnífico libro. Este cine singular eleva la artificialidad del dispositivo
fílmico a la más alta potencia de lo falso, como querían Nietzsche y Deleuze, y
funda toda su fuerza estética en el reconocimiento de la condición artificial
de cualquier imagen construida a partir de las posibilidades de la tecnología.
Schroeter fue en su época el emblema marginal
del “nuevo cine alemán”, esa tendencia cinematográfica que restablecía los
lazos artísticos destruidos durante la segunda guerra mundial y la posguerra
con la pujante creación del cine mudo y el primer sonoro. Si Fassbinder ejercía
en él de polémico sumo sacerdote y directores tan diferentes como Herzog y
Wenders oficiaban de adláteres y el gran Syberberg de revulsivo wagneriano, Schroeter ocupaba un lugar influyente pero periférico,
ignorado por el público mayoritario, la crítica ortodoxa y solo admirado por un selecto club de estetas.
Entre sus más fervientes adoradores habría que contar a Michel Foucault, quien
escribió, como recuerda Azoury, uno de los textos más hermosos sobre la
presencia carnal y la vitalidad de los cuerpos, gloriosos, divinos o meramente
profanos, en el cine seminal de Schroeter (cuya obra maestra, pasados los años
y los debates espurios, sigue siendo la sublime La muerte de María Malibrán).
Una trayectoria artística como la de Schroeter
se presta con facilidad a meditaciones melancólicas sobre el destino y la
creatividad del cine europeo de los años sesenta y setenta, y el discurso de
Azoury no las rehúye. Pero también permite una reflexión jubilosa sobre la
potencia cinematográfica cuando aparece desvinculada de toda constricción
económica. De esa libertad genuina el cine de Schroeter es uno de los máximos
exponentes. Un cine que, para bien y para mal, solo tenía que responder a sus
propias exigencias estéticas, sin otra consideración que escenificar plano a
plano la obsesiva visión del mundo de su director.
Un cine tan visual como operístico y teatral,
barroco y expresionista, alambicado y pasional, lujoso y hasta lujurioso pero realizado
con amateurismo técnico, filogay o transexual y, sin embargo, volcado al culto
de la mujer real y las divas sublimes, decadentista en el sentido aristocrático
de Baudelaire, Wilde o Huysmans y, al mismo tiempo, comprometido con los parias
de la tierra.
Un gran cine, en suma, nutrido por las incalculables
paradojas de su creador.
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