[Ante el desolador espectáculo del ejército del zar Putin queriendo imponer la razón imperial sobre otro territorio disidente como Ucrania, aplastando a la población sin piedad, con la cobardía de los discursos de cierta izquierda farisea como telón de fondo, se me ocurre recuperar el artículo que escribí en su momento para celebrar la aparición de la novela El día del oprichnik (Alfaguara, trad.: Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira, 2008), donde gloso la figura de Vladimir Sorokin y su polémico lugar en la cultura de la Rusia contemporánea. Lo que está pasando ahora en Ucrania y Rusia, los lectores de Sorokin ya lo intuíamos como posible. Esa es toda la diferencia. La literatura no siempre va por detrás de la realidad. A menudo se adelanta, aunque los lectores tarden en enterarse. Basta con leer esta novela y la trilogía Hielo, sobre la que también escribí cuando se tradujo al español, defendiendo el poder de la literatura como contradiscurso. En los últimos meses he tenido ocasión de leer dos de sus novelas más recientes y deslumbrantes, Telluria (2013) y Manaraga (2017), donde Sorokin agrava su diagnóstico satírico y lo expande a la totalidad de la geopolítica europea del siglo XXI. Como Sorokin acaba de escribir sobre Putin: “Su objetivo no es Ucrania, sino la civilización occidental”. Si no lo remediamos, abandonando la cobardía, la hipocresía y la impotencia, este puede ser el principio de un gran desastre…]
Borges solía decir, peyorativamente, que los
rusos y los discípulos de los rusos habían introducido el caos en el arte
narrativo. Al decir esto, Borges pensaba en Dostoievski y abogaba, en su
contra, por un retorno al falso orden y la estrecha racionalidad de la novela
policial. Ahora que el mercado refrenda hasta el aburrimiento a sus peores
discípulos, los que no pueden concebir una novela sin insertar a toda costa un
misterio criminal o una investigación policíaca, podemos volvernos hacia los
rusos de nuevo para señalar que Borges, como tantas otras veces, estaba
equivocado.
En este sentido, resulta enormemente irónico y
paradójico contemplar cómo algunos novelistas rusos de última generación les
darían lecciones al maestro argentino y a sus mediocres discípulos tanto en el
manejo de las ciencias narrativas del orden como en la manipulación de las
ciencias del caos y la complejidad. Pero nadie les podría culpar por responder
así a los desafíos de una realidad tan inasimilable y truculenta como la era
postsoviética. Que para ello hayan tenido que recurrir a la dilapidación de los
arsenales de la tradición y la importación de toda clase de materiales
extranjeros no es sino otra prueba de que autores como Viktor Pelevin (1962) y
Vladimir Sorokin (1955) se sitúan, como sus homólogos Robert Coover, Thomas
Pynchon, David Foster Wallace, Chuck Palahniuk, Stewart Home, Frederic
Beigbeder y Michel Houellebecq, entre otros, en el pináculo de la ficción
transnacional y la (post)modernidad narrativa.
Sobre Pelevin, autor de relatos excepcionales,
como los incluidos en The Blue Lantern, y de esas novelas
imprescindibles que son Homo Zapiens y El meñique de
Buda (publicadas aquí por Mondadori), habría mucho que decir,
pero hoy toca celebrar a Sorokin, del que acaba de traducirse El día
del oprichnik (2006), su primera novela disponible en español (lo que
no deja de ser un problema, como se está viendo en algunas lecturas apresuradas
del libro, para la correcta recepción de este autor en un país tan acostumbrado
al tráfico de nombres manoseados). Y es que Sorokin es uno de los grandes
agitadores de la cultura rusa contemporánea y para dar una idea de su talento
expansivo y polifacético bastaría con señalar que ha escrito una docena de
novelas e innumerables relatos, piezas de teatro y de ópera y varios guiones de
cine (entre ellos Four, el deslumbrante debut de Ilya Khrjanovski).
Por si fuera poco, el gobierno de Vladimir Putin, los nacionalistas
ineficientes y sus secuaces y sicarios bastante eficientes lo persiguen por su
irreverencia hacia los reciclados discursos y símbolos de la patria rusa. Y
estoy hablando de alguien que ya tuvo muchos problemas para publicar con las
autoridades soviéticas. De modo que se trata de un escritor que representa un
emblema de libertad creativa en un mundo global donde toda disidencia
ideológica es entendida como traición.
Sorokin es un gran provocador y, como tal,
escribe siempre sátiras, o incluye una propensión satírica en sus obras. Tanto
en La cola (1985), ridiculizando la miserable situación social
de la era soviética, como en Manteca azul (1999), donde su
afán estético de iconoclasta empedernido lo llevó a profanar tabúes y mitos
intocables de la historia moderna de su país (incluyendo una guiñolesca escena
sexual de sodomía entre los camaradas Stalin y Krushov). La escandalosa novela
sublevó en 2002 a un iracundo grupúsculo de jóvenes conservadores instigados
por el Kremlin y Sorokin fue sometido entonces a un linchamiento mediático que,
irónicamente, lo hizo famoso ipso facto como pornógrafo
político. Desde una perspectiva literaria, esta fantasía esperpéntica
confirmaba dos de las cualidades más sobresalientes de Sorokin: por una parte,
su versatilidad estilística, esto es, su brillante dominio del lenguaje y su
tendencia ofensiva a parodiar todos los registros oficiales u oficiosos del
poder y sus cámaras y recámaras de ejecución y propaganda; y, por otra, su
carnavalesco sentido de la realidad, exhibiendo hasta el ultraje y la
profanación una grotesca concepción de la historia, la sociedad y la naturaleza
humanas. Este último rasgo transgresor, sumado a su tendencia a la abyección
estética, ha hecho declarar a Mark Lipovetsky, el gran especialista ruso en
narrativa contemporánea, que Sorokin trabaja dentro de los parámetros del
“realismo escatológico”. Con la trilogía Hielo (2002-2005)
creó una de las obras más ambiciosas de la literatura europea reciente: una
narración híbrida entre la ciencia-ficción y la metaficción historiográfica que
ofrecía un retrato hiperrealista de la Rusia contemporánea y, al mismo tiempo,
una paródica reinterpretación mitológica de la misma, con una conspiración nazi
de largo alcance y una trama extraterrestre nada pedestre entre sus componentes
más llamativos.
En El día del oprichnik Sorokin ha destilado al máximo sus cualidades específicas. Se trata de una farsa cómica al estilo de Alfred Jarry (Ubú y El supermacho) o Witold Gombrowicz (Ferdydurke y Transatlántico) sobre el ejercicio autoritario del poder narrada en primera persona por uno de sus privilegiados ejecutores (Andrey Komyaga, un destacado miembro de la policía política de la “Rusia Resucitada”). La historia hiperbólica de un día en la vida de este servidor especial (el oprichnik del título) tiene la doble originalidad de dar voz a su mafioso protagonista y describir con lenguaje anacrónico y verbo rabelesiano la prosopopeya imperial de una Rusia futura tiranizada por un Monarca totalitario como Iván el Terrible. Una Rusia definitivamente aislada de Occidente gracias a una muralla que la preserva de nuevo de su influencia decadente y perniciosa. En esto consiste la sarcástica venganza de Sorokin contra el régimen neozarista de Putin y Medvedev: caricaturizar con procedimientos ficcionales la regresión actual a los valores nacionalistas de la antigua Madre Rusia, con todo su represivo aparato policial, su ortodoxia religiosa y sus símbolos patriarcales, tan arcaicos como opresivos. Sorokin reitera aquí los excesos narrativos, la exuberancia verbal y el hilarante humor al servicio esta vez de una indagación política fundamental. Según ha declarado, El día del oprichnik surge de la necesidad de buscar “respuestas a la cuestión de qué distingue a Rusia de una verdadera democracia”. No se puede decir más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario