[Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres, Alfaguara, 2021, págs. 512]
Tres
tristes tigres
ha cumplido cincuenta y cuatro años y no encuentra aún todos los lectores
cómplices que merece la revolución literaria emprendida en el seno de sus
neobarrocas páginas. Una revolución total que comienza con el lenguaje y el
modo de representar la realidad y termina en la transformación cómica de la
actitud del lector ante la vida, la cultura, el sexo y el poder.
Convendría comenzar a leer esta novela
extraordinaria no por el final, sino por el revés de la trama, en pos de la
presencia oculta entre sus páginas durante años: la mirada aviesa del censor franquista
que obliteró zonas erógenas del libro a través de sus incisivos informes y a
quien Cabrera Infante consideró siempre un colaborador textual imprescindible.
Palabras o frases amputadas que aludían, en especial, a los pechos femeninos,
cuya desinhibida omnipresencia perturbaba el sueño casto del censor, o
expresaban opiniones irreverentes y obscenas en materias tan peligrosas como la
religión, la política o la sexualidad. Leída con los ojos del censor, esta
novela realiza un gesto tan insolente para la España franquista como para la
Cuba castrista, demostrando la tesis más atrevida del autor: la represión
libidinal como fundamento de toda forma de autoritarismo y el humor como arma disolvente
contra la fúnebre seriedad de todas las dictaduras, ya sean de izquierdas o de
derechas.
Comparada con otras novelas coetáneas, la audacia
de Tres tristes tigres no radica solo
en la representación sensorial de la sugestiva Habana de 1958, sino también en
su innovadora construcción novelística. Cabrera Infante desmontó los planos de
esa realidad asimétrica en tantos estratos que su reconstrucción posterior,
mezclándolas al ritmo de una prosa musical arrebatadora, no podía sino causar asombro
y fascinación. El discurso de Tres
tristes tigres involucraba literatura y vida en un mecanismo mimético
saboteado por la ironía, la comicidad irrefrenable, los juegos verbales, el
ingenio desbocado, los ejercicios de ventriloquía, las parodias profanas y los
exorcismos de estilo.
Un error frecuente entre especialistas consiste
en insertar esta novela fabulosa en una supuesta tradición cubana,
desvinculándola de la corriente carnavalesca de la antigua sátira menipea que
llega hasta Joyce, Flann O´Brien o Raymond Queneau, pasando por Rabelais,
Cervantes, Sterne, Carroll y Machado de Assis. En este sentido, el gran logro
del libro reside en su polifonía narrativa. Exceptuados el “Prólogo” y el
“Epílogo”, donde cobran voz el maestro de ceremonias del cabaret Tropicana y
una loca en un parque para expresar, respectivamente, la entrada teatral en un
mundo de ficciones sociales y una salida a través de la locura de una situación
imposible, y “Los debutantes”, donde aparecen vibrantes voces femeninas, los
capítulos restantes se organizan, sobre todo, en torno de las voces de sus protagonistas
masculinos (Silvestre, Arsenio, Eribó, Códac, Bustrófedon) y los relatos de sus
hilarantes andanzas por una Habana que se transfigura en un laberinto lúdico de
encuentros y desencuentros carnales.
A menudo se han privilegiado capítulos
concretos sobre un todo narrativo que siempre fue percibido como caótico y
fragmentario por la crítica más conservadora. Es comprensible que, entre todos
los capítulos del libro, la serie “Ella cantaba boleros”, donde se narra la
historia truncada de La Estrella, una cantante de cualidades hiperbólicas,
deslumbre con su descripción excesiva y sentimental del submundo nocturno de clubes
y cabarets. Por otra parte, “La casa de los espejos”, sobre el encuentro en dos
tiempos del narrador con una pareja de modelos cubanas cuyo desparpajo verbal solo es
superado por su exuberante belleza y artificio cosmético, es uno de los relatos
más complejos y técnicamente impecables de cuantos escribiera Cabrera Infante.
Pero Tres
tristes tigres no sería una ficción suprema sin esa “Bachata” final que
funciona como cuadratura espectacular de la trama caleidoscópica de este irónico
remake de La dolce vita felliniana. Un alucinante viaje en coche por La
Habana, durante una tarde y una noche que se prolongan hasta el amanecer
tropical, de dos amigos (Silvestre y Arsenio) que mantienen uno de los diálogos
más digresivos y divertidos de la historia de la literatura, mientras desfilan,
interminables, los bares, las amigas, los chistes, las bromas, las
confidencias, los recuerdos, las alusiones, con la tristeza y la nostalgia como
ruido de fondo de todo el humor desplegado. La tristeza por una juventud cuyo
esplendor se desvanece sin remedio y la nostalgia por una ciudad fastuosa que,
después de la revolución, nunca volverá a ser la misma.
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