[Ian McEwan, Máquinas como yo, Anagrama, trad.: Jesús
Zulaika, 2019, págs. 355]
Uno de los
logros extraliterarios más significativos de esta novela mainstream de McEwan es invertir el designio del famoso
test de Turing, de tal modo que es ahora la conciencia de la máquina la que
detecta y escanea, de manera implacable, las inconsistencias, deficiencias e
insuficiencias de la identidad humana…
No es casual que las ficciones más
creativas sobre las distopías del presente y el futuro estén surgiendo en el
Reino Unido. Si el contexto social y político lo propicia, o si lo favorece la
larga tradición literaria desde la fundacional “Frankenstein”, son cuestiones
menores en comparación con el vasto alcance de sus propuestas y la alta
resolución de sus logros. Esta novela de McEwan se suma con brillantez al éxito
de series como “Black Mirror” o “Years and Years”, películas como “Ex Machina”
y al ingenio inglés de Jonathan Nolan que anima la serie americana “Westworld”,
un parque temático poblado de androides esclavos.
Tras la aventura hamletiana de Cáscara de nuez, McEwan ha tenido la audacia de contar otra historia de las suyas
insertando en la trama un componente extraño, una presencia anómala que produce
un efecto perturbador en su habitual mundo de ficción. Para plantear su
ecuación narrativa sobre la vida humana, McEwan recurre a dos factores
entrelazados. En primer lugar, consciente de que todo abordaje de la ciencia-ficción
desde parámetros convencionales exige el ajuste de sus menores detalles, el
trastorno temporal. En vez de desplazar la trama a un futuro utópico o
distópico, McEwan ha preferido crear una ucronía novelesca ambientada en unos
imaginarios años ochenta donde ya existen internet y los teléfonos móviles, el
Reino Unido es derrotado en la guerra de las Malvinas, Thatcher dimite, Carter
gobierna, Alan Turing vive aún y la ciencia robótica comienza su andadura
comercial poniendo a disposición de clientes adinerados criaturas de sexo
masculino y femenino.
El segundo factor detonante de la novela, el más
decisivo, es la incorporación de un facsímil antropomorfo, un androide llamado
Adán, en la vida del protagonista y narrador, Charlie Friend: un treintañero a
la deriva que acaba de abandonar la abogacía para dedicarse a la especulación
inmobiliaria en internet. Charlie mantiene unas complicadas relaciones con su
vecina veinteañera, la encantadora Miranda, hija díscola de un escritor
decrépito y doctoranda de nombre shakespiriano con un pasado tortuoso. Este
triángulo amoroso nada euclidiano se podría describir, gastando una broma
bíblica, como Adán y Eva jugueteando en el jardín del Edén con la manzana de
Apple. O, dicho de otro modo, revisando con sarcasmo ciertos episodios
inquietantes de la novela: la tecnología no resolverá nunca las disfunciones de
la pareja o el amor, ni la vida adulta, por supuesto.
Personajes como el robot Adán, dotado de una
inteligencia superior que juzga las conductas humanas con parámetros éticos de
un rigor sobrehumano, y como Alan Turing, el genial científico que, a pesar de
su suicidio real, abrió las puertas del mundo a los algoritmos y la computación
universal que revolucionaron el final del siglo XX y fundaron la era digital del
XXI, proyectan los postulados de la narración hacia el pesimismo ontológico que
suele dominar la aguda mirada de McEwan. De hecho, en una escena que revela
hasta qué punto el robot no es solo un personaje de ficción sino un doble potencial
del escritor, Adán, que ha adquirido el gusto por la escritura de haikus,
comenta al protagonista que la novela en el futuro, cuando humanos y máquinas
sean iguales y sus inteligencias se conecten de manera natural, la novela
entendida al modo flaubertiano de McEwan, será un artefacto inútil y trasnochado,
un residuo artístico de un tiempo histórico superado.
El profundo sentido de la ironía de McEwan hacia
el desastre secular de la existencia humana y la promesa utópica de la vida y
la inteligencia artificial se expresa en esta novela con devastadora lucidez.
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