[Ian
McEwan, Cáscara de nuez, Anagrama, trad.:
Jaime Zulaika, 2017, págs. 217]
La literatura británica
actual vive un momento sorprendente. Entre las viejas glorias agotadas y las
fieras aún por clasificar, emerge una innovadora fauna de escritores de mediana
edad que se encuentran entre los más creativos de la literatura europea del
momento. Pienso, desde luego, en las grandiosas fabulaciones de David Mitchell,
la refinada polifonía multicultural de Zadie Smith, las vastas cartografías
posmodernas de John Lanchester, la ficción híbrida de Tom McCarthy, el
imaginativo historicismo lesbiano de Sarah Waters y la hilarante sátira
kunderiana de Adam Thirlwell, pero también en las ingeniosas gamberradas de
Stewart Home y Lars Iyer.
Cuando un novelista se divierte, todos los
lectores deberían aplaudir. Y cuando el novelista, además, se divierte jugando a
placer con una obra fundamental del canon literario occidental, los lectores
deberían vitorear su nombre. Este es el caso de esta estupenda novela de
McEwan, un jugador de élite en el competitivo mercado internacional de la
literatura.
McEwan se apropia de “Hamlet”, el texto
shakespiriano más sobrecargado de lecturas y connotaciones, para transformarlo
en una comedia grotesca narrada por un feto infectado de verborrea y logomaquia,
como su modelo teatral. McEwan manipula al muñeco que asiste a la peripecia novelesca
desde una posición de privilegio biológico como un ventrílocuo con artes
aprendidas del maravilloso mago de Avon.
No es el primer feto narrador de la historia de
la literatura, aunque sí el primero que toma en cuenta las teorías más
avanzadas sobre genética y neurociencia. Conviene recordar que el heterodoxo
español Antonio Enríquez Gómez publicó en 1644 un libro satírico titulado “El
siglo pitagórico”, donde la voz narrativa transmigraba al cuerpo en gestación
de Don Gregorio Guadaña para relatar su vida con perspectiva picaresca. Y en
1992, Carlos Fuentes publicó “Cristóbal Nonato”, una de las novelas más
inventivas del siglo XX, donde el feto omnisciente era capaz de abarcar todos
los tiempos de la historia mexicana y de sus aventureros padres antes de nacer
y sumirse en la amnesia absoluta.
El año Shakespeare amenazaba con ser una
conmemoración soporífera, plagada de vacuidad y tópicos, y McEwan se sacó de la
chistera del ingenio esta perversión de “Hamlet”. Un “Hamlet” pensado para la
era del caos, como querría Bloom: una novela inteligente refinada por la ironía,
la misantropía y el humor negro y nutrida por el conocimiento íntimo de la profunda
sordidez de la condición humana.
Ya no creemos en dioses ni reyes y la vida se ha
sumido, mediando la televisión y las redes sociales, en el reino de la
vulgaridad. En ese mundo de triunfante mediocridad, como declara el feto
narrador, quizá no merezca la pena nacer salvo para vengar la muerte del padre,
un atolondrado poeta londinense con psoriasis, una vez que conoces los
pormenores criminales en que se funda la realidad. El severo juicio contra el
mundo escenificado por la libérrima voz del feto no perdona a nada ni a nadie: ni
a su madre, Trudy, a pesar de la atracción que siente hacia esa veinteañera frívola
y sexy, ni al necio nacionalismo de su país (la estupidez del Brexit recibe también
su merecido).
El brillante ejercicio de estilo del artefacto,
una lección práctica sobre el arte de la ficción y una celebración plena de la
literatura, le permite a McEwan liberar variantes impensadas en su característica
voz de escritor que han de ser apreciadas como él mismo y su criatura fetal
aprecian los sabores del vino francés que riega las venas de la madre asesina y
de la novela que los contiene a todos como un útero universal.
Por si fuera poco, el soliloquio del nonato y su
sterniana licencia digresiva proponen un flirteo con la metaficción que, sin
llegar a la complejidad de “Expiación”, su novela más ambiciosa, sirve para vincular con optimismo irónico
el nacimiento del narrador intrauterino con la traumática historia del siglo XXI
y conjurar el espectro de la destrucción virtual del mundo.
Y en el trasfondo de todo, la insignificancia cósmica soportando con ironía devastadora el entramado filosófico de la novela: “¿Por qué no, si toda la literatura, todo
el arte, todo el esfuerzo humano, no es más que una mota en el universo de las
cosas posibles?”.
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