[John Gray, El silencio de los animales, Sexto
Piso, trad.: José Antonio Pérez de Camino, 2013, págs. 178]
Un año más nos enfrentamos al año nuevo. Lo
hacemos, como siempre, con la ilusión de que el adjetivo signifique por fin
algo y que, en efecto, la novedad anual se traduzca en cambios y mejoras. Esa
ilusión humana de que cualquier tiempo futuro será necesariamente mejor se
funda en el mito del progreso. A combatir este peligroso mito con gran
convicción y amplio despliegue de referencias bibliográficas se dedica este
interesante libro de John Gray.
Decía Žižek
que al pensador crítico contemporáneo le conviene más escuchar las razones del
conservador inteligente (no las del reaccionario sistémico) que las del compañero de viaje. No sé qué piensa Žižek de
Gray, pero es notorio que se trata de un pensador tan incómodo para los
conservadores más recalcitrantes como para los progresistas ortodoxos. Alguien
que sostiene sin complejos la validez mítica del Génesis judaico y la visión realista de lo humano formulada por
Freud antes que las grandes ideologías laicas que se disputan el escenario de
la historia humana al menos desde hace tres siglos.
Como dice Gray, ni el humanismo ilustrado ni el comunismo
soviético ni el nazismo ni el liberalismo ni el capitalismo, ni las religiones
milenarias, han hecho otra cosa, a pesar de sus notables diferencias, que engañar
a sus partidarios con mitos nocivos y, de paso, fortalecer la falsa idea de que
lo humano tiene un fin trascendente en la tierra y que ese fin, derivado de su
grandeza evolutiva, lo hacía superior a las otras especies animales. Para Gray
el humano tiene el grave inconveniente de ser un animal que no disfruta del
“silencio de los animales”, es decir, de esa plenitud vital que surge del hecho
de identificarse con lo que uno es desde el principio, sin mediaciones
tecnológicas, culturales ni lingüísticas.
El error fundamental nacería de la mutación que
supuso concebir el tiempo humano como
una línea de progresión indefinida hacia una meta imaginaria. Mientras los años
avanzan como una cuenta inexorable más se hace evidente que ni la vida ni la
historia avanzan conforme a un itinerario lineal sino que todo gira en un
carrusel perpetuo o una espiral perversa. Para bien y para mal, todo esto comenzó,
según Gray, con la mitología cristiana: “La
fe en el progreso es un vestigio tardío del cristianismo primitivo y se remonta
al mensaje de Jesús, un profeta judío disidente que anunciaba el fin de los
tiempos. Para los antiguos egipcios así como para los antiguos griegos, no
había nada nuevo bajo el sol. Al crear la expectativa de un cambio radical en
los asuntos humanos, el cristianismo fundó el mundo moderno”.
En el fondo, Gray postula la tesis de que el
animal humano debe despegarse de los mitos espurios que han forjado su
infelicidad secular y abrazar otros mitos y otras ficciones, menos
complacientes, que quizá le enseñen a reconocer su verdadera naturaleza y su
insignificante contribución al orden del mundo. Una suerte de transvaloración ética
que fomente la recuperación de añorados valores como el escepticismo o la
ironía respecto de cualquier creencia absoluta que divinice lo humano.
Entre los múltiples desastres causados por la
creencia ciega en el mito del progreso o el fin de los tiempos y las vehementes
alarmas lanzadas por el pesimismo antihumanista de Gray sobre los ciclos históricos
de civilización y barbarie, me quedo con la sabia relatividad de Henri Michaux
cuando establecía que toda ciencia genera una nueva ignorancia, toda iluminación
una nueva oscuridad. En la historia, en suma, no hay avance sin retroceso. Corsi e ricorsi, como sostenía la scienza nuova de Giambattista
Vico que tanto fascinara al Joyce de Finnegans Wake.
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