DERROCHE DE FLUIDOS
Con Zonas húmedas[*], esta estimulante propuesta narrativa de Charlotte Roche (Londres, 1978), su autora ha logrado el más alto galardón que concede el mercado editorial: vender millones de copias en todo el mundo de este jugoso tratado sobre la vida en el cuerpo en una sociedad que parece más preocupada por la conservación o embellecimiento del mismo que por cualquier otro asunto. Todo un éxito inesperado en la era del porno gratuito y omnipresente en Internet. Zonas húmedas es eso también: una webcam femenina donde lo real y lo diferido anulan sus diferencias al hacerse escritura del cuerpo en estado de excitación perpetua.
Con inteligencia estratégica, Roche ha acertado al ambientar su intrascendente crónica en un hospital y concederle el protagonismo a la anatomía más íntima de una chica mala, Helen, cuyas experiencias sexuales, a pesar de sus dieciocho años, superan en cantidad y refinamiento a las de muchos adultos. Experta en la obtención de placer físico por cualquier vía, ya sea anal, oral o vaginal, en solitario o con amantes de cualquier género, edad, raza o situación, la incorregible Helen se presenta desnuda ante el lector desde el principio, más allá de todo pudor o tabú, y realiza sin apenas inmutarse un strip-tease paradójico para demostrar que la piel no es, de ninguna manera, lo más profundo. Cada uno de los rincones y recovecos de este cuerpo postrado contiene un suculento historial clínico de anécdotas y una caprichosa analítica de preferencias sensuales y sexuales que Roche explora y explota con ingenio asociativo.
A partir de la premisa de una delicada operación de hemorroides, la paciente Helen aborda la descripción sistemática de sus estados fisiológicos durante esa estancia hospitalaria que ella alarga más allá de lo razonable con el doble propósito de escapar a una vida anodina y restaurar la armonía imposible de su traumática familia. Al final de ese viaje inmóvil a los confines de la carnalidad, le aguarda el amor. De ese modo, entre la comezón anal del comienzo y los latidos sentimentales del corazón de Helen, la novela parece hallar una solución irónica a sus escabrosas incursiones en los dominios de lo sórdido, lo repulsivo, lo inmundo y lo abyecto.
Si se quiere, esta novela se suma a las tentativas de un siglo en que el cuerpo femenino ha ido apropiándose de los modos de expresión tradicionalmente masculinos con objeto de inscribir en ellos una práctica existencial hasta cierto punto diferente. Desde Molly Bloom, la marioneta lúbrica manejada por un maestro deslenguado como Joyce, o las heroínas libérrimas de Lawrence, como Lady Chatterley, hasta la gran Kathy Acker, sentándose a escribir con el bolígrafo en una mano y la otra ocupada en masajear su sexo con el vibrador como incitante a la experimentación literaria más desenfrenada, pasando por los obscenos improperios de Elfriede Jelinek o los escenarios provocativos de Catherine Millet y Virginie Despentes, antagónicas aventureras sexuales del presente. La cultura de este nuevo siglo parece al fin liberada de todas las restricciones expresivas que la atenazaban para poder registrar sin escándalo la pluralidad innata del sexo en los archivos del conocimiento humano.
Con su derroche incontenible de fluidos viscosos, experiencias extremas y prácticas indecibles, Roche quizá no dé un paso adelante respecto de estas autoras en lo que supondría la consolidación de una estética literaria. Lo que sí logra es inscribir su historia personal en un contexto coetáneo de desacralización consumada del cuerpo. Un cuerpo afrontado desde la perspectiva médica como un campo de investigación tan riguroso como excitante, tan gozoso como libre de prejuicios, desnudado de toda pretensión de trascendencia o idealización, reducido, como quería Foucault, a localizaciones somáticas, órganos y orificios, funciones fisiológicas, pero también a sensaciones y placeres. Quizá no seamos, como dice Roche, más que “animales altamente desarrollados”. En tanto tales, en cualquier caso, no habría “mucha diferencia entre hombres y mujeres”.
Este explosivo breviario de Roche confirma que el cuerpo, con todas sus amenazas y males, es aún nuestro mayor cómplice cuando se trata de mantenernos conectados a la intensidad subversiva de la vida. En este sentido, Zonas húmedas, un libro tan absorbente como instructivo, propone una ética erótica de amor al propio cuerpo cuya validez sólo puede confirmarse en comunicación paradójica con el cuerpo del otro.
Con Zonas húmedas[*], esta estimulante propuesta narrativa de Charlotte Roche (Londres, 1978), su autora ha logrado el más alto galardón que concede el mercado editorial: vender millones de copias en todo el mundo de este jugoso tratado sobre la vida en el cuerpo en una sociedad que parece más preocupada por la conservación o embellecimiento del mismo que por cualquier otro asunto. Todo un éxito inesperado en la era del porno gratuito y omnipresente en Internet. Zonas húmedas es eso también: una webcam femenina donde lo real y lo diferido anulan sus diferencias al hacerse escritura del cuerpo en estado de excitación perpetua.
Con inteligencia estratégica, Roche ha acertado al ambientar su intrascendente crónica en un hospital y concederle el protagonismo a la anatomía más íntima de una chica mala, Helen, cuyas experiencias sexuales, a pesar de sus dieciocho años, superan en cantidad y refinamiento a las de muchos adultos. Experta en la obtención de placer físico por cualquier vía, ya sea anal, oral o vaginal, en solitario o con amantes de cualquier género, edad, raza o situación, la incorregible Helen se presenta desnuda ante el lector desde el principio, más allá de todo pudor o tabú, y realiza sin apenas inmutarse un strip-tease paradójico para demostrar que la piel no es, de ninguna manera, lo más profundo. Cada uno de los rincones y recovecos de este cuerpo postrado contiene un suculento historial clínico de anécdotas y una caprichosa analítica de preferencias sensuales y sexuales que Roche explora y explota con ingenio asociativo.
A partir de la premisa de una delicada operación de hemorroides, la paciente Helen aborda la descripción sistemática de sus estados fisiológicos durante esa estancia hospitalaria que ella alarga más allá de lo razonable con el doble propósito de escapar a una vida anodina y restaurar la armonía imposible de su traumática familia. Al final de ese viaje inmóvil a los confines de la carnalidad, le aguarda el amor. De ese modo, entre la comezón anal del comienzo y los latidos sentimentales del corazón de Helen, la novela parece hallar una solución irónica a sus escabrosas incursiones en los dominios de lo sórdido, lo repulsivo, lo inmundo y lo abyecto.
Si se quiere, esta novela se suma a las tentativas de un siglo en que el cuerpo femenino ha ido apropiándose de los modos de expresión tradicionalmente masculinos con objeto de inscribir en ellos una práctica existencial hasta cierto punto diferente. Desde Molly Bloom, la marioneta lúbrica manejada por un maestro deslenguado como Joyce, o las heroínas libérrimas de Lawrence, como Lady Chatterley, hasta la gran Kathy Acker, sentándose a escribir con el bolígrafo en una mano y la otra ocupada en masajear su sexo con el vibrador como incitante a la experimentación literaria más desenfrenada, pasando por los obscenos improperios de Elfriede Jelinek o los escenarios provocativos de Catherine Millet y Virginie Despentes, antagónicas aventureras sexuales del presente. La cultura de este nuevo siglo parece al fin liberada de todas las restricciones expresivas que la atenazaban para poder registrar sin escándalo la pluralidad innata del sexo en los archivos del conocimiento humano.
Con su derroche incontenible de fluidos viscosos, experiencias extremas y prácticas indecibles, Roche quizá no dé un paso adelante respecto de estas autoras en lo que supondría la consolidación de una estética literaria. Lo que sí logra es inscribir su historia personal en un contexto coetáneo de desacralización consumada del cuerpo. Un cuerpo afrontado desde la perspectiva médica como un campo de investigación tan riguroso como excitante, tan gozoso como libre de prejuicios, desnudado de toda pretensión de trascendencia o idealización, reducido, como quería Foucault, a localizaciones somáticas, órganos y orificios, funciones fisiológicas, pero también a sensaciones y placeres. Quizá no seamos, como dice Roche, más que “animales altamente desarrollados”. En tanto tales, en cualquier caso, no habría “mucha diferencia entre hombres y mujeres”.
Este explosivo breviario de Roche confirma que el cuerpo, con todas sus amenazas y males, es aún nuestro mayor cómplice cuando se trata de mantenernos conectados a la intensidad subversiva de la vida. En este sentido, Zonas húmedas, un libro tan absorbente como instructivo, propone una ética erótica de amor al propio cuerpo cuya validez sólo puede confirmarse en comunicación paradójica con el cuerpo del otro.
2 comentarios:
Deberías decir quién lo traduce.
Como lo leí en la edición americana de Grove Press, sólo puedo decir que el traductor que conozco es Tim Mohr, que suele trabajar para Playboy, lo que aumenta el morbo lingüístico de la traducción. La referencia a la edición española es una cortesía para con el lector hispano, pero nunca he manejado esa edición (no puedo, por tanto, opinar de la traducción)...
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