lunes, 10 de septiembre de 2018

MELODRAMA GÓTICO



[Gillian Flynn, Heridas abiertas, Reservoir Books, trad.: Ana Alcaina, 2018 (2006), págs 312]

Termina la serie “Heridas abiertas” y nadie que haya leído la novela de Gillian Flynn en que se basa puede engañarse sobre el truculento desenlace. No es un misterio criminal convencional el que se resuelve entre sus páginas sino un enigma sexual de los llamados primordiales.
Ya en esta primera novela, un melodrama freudiano sobre los peligros del mimetismo femenino ambientado en un escenario católico, sureño y marginal, Flynn parece empeñada en demostrar que hombres y mujeres son iguales en todo: el amor y el sexo, el trabajo y el crimen, los sentimientos y las psicopatías. El corrupto submundo matriarcal donde ingresa la periodista Camille Preaker, narradora y protagonista, al regresar a su pueblo natal y al decadente caserón familiar de su infancia es un nido de pasiones soterradas y malignidad delicuescente presidido por el poder de la odiosa Adora: una abeja reina que transforma en zángano a cualquier macho que se le acerca y en monstruo (auto)destructivo a cualquier niña que se deje seducir por sus mimos venenosos y ardides de bruja. Los rituales madre-hija, practicados de generación en generación hasta la degeneración, inducen patologías que solo se conjuran mediante el crimen y la crueldad.
A Flynn le atraen estas máscaras femeninas de una turbiedad inconmensurable. Y la niña Amma es una de sus criaturas más carismáticas: una Lolita diabólica que personifica la irracionalidad y el sadismo infantil. Una adolescente depredadora predispuesta al mal. El instinto animal domina sus inicuas acciones de diosa consentida. Es un personaje tan fascinante como ambiguo y se percibe el placer morboso de la narradora al observar sus actitudes y estados corporales: merodeando por el pueblo montada sobre patines en compañía de una pandilla de niñatas asesinas, exhibiendo minifalda, muslos y pechos, o vestida con su camisón rosa, jugando en el dormitorio con la casa de muñecas para ser de nuevo la niña de su mamá. Pero Camille no le va a la zaga a su provocadora y maligna hermanastra. Camille porta inscritos a cuchilladas en la piel, como tatuajes del dolor y la pena, los estigmas de cada uno de sus traumas sexuales o familiares, como un entramado lacerante de signos y síntomas que duplica la trama del relato infernal que escribe en primera persona, como un combate contra sí misma, sus demonios, aversiones y fantasmas.


La prosa estilizada y categórica de Flynn posee cualidades especiales, dignas de Poe, Cain, Chandler, Highsmith, Rendell o Ellroy, cuando se regodea en la maldad y la abyección sin caer nunca en la sordidez. Así, tras describir con naturalismo escalofriante la macabra factoría de carne porcina que alimenta y sustenta al pueblo, los efectos demoledores de esta manera de narrar con crudeza se transmiten enseguida a las vidas íntimas de los personajes. La reina madre, las hijas enfermas y el espíritu perverso que las anima a perseverar en el mal y la culpa. El demonio genuino que inspira los horrores y las aberraciones, mentales y físicas, en que viven inmersas.
Como ha dicho Laura Bogart, perceptiva crítica americana, vivimos en una época donde se nos urge a producir discursos positivos sobre las mujeres. En este contexto cultural, necesitamos también que la rabia reprimida de la mujer pueda iluminar visiones más complejas de la realidad. Para evitar críticas morales, Flynn ha elegido el sendero creativo del género policial, donde puede aguzar los clichés como puñales y afilar las rutinas narrativas como bisturíes. La novelista Flynn ejerce como forense del alma y el cuerpo (para ella son lo mismo) de las mujeres de ayer y de hoy. Y de lo que otra Camille, Camille Paglia, llamaría su fuerza ctónica.

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