[Gillian Flynn, Heridas abiertas, Reservoir Books, trad.: Ana Alcaina, 2018 (2006), págs 312]
Termina
la serie “Heridas abiertas” y nadie que haya leído la novela de Gillian
Flynn en que se basa puede engañarse sobre el truculento desenlace. No es
un misterio criminal convencional el que se resuelve entre sus páginas sino un
enigma sexual de los llamados primordiales.
Ya en
esta primera novela, un melodrama freudiano sobre los peligros del mimetismo
femenino ambientado en un escenario católico, sureño y marginal, Flynn parece
empeñada en demostrar que hombres y mujeres son iguales en todo: el amor y el
sexo, el trabajo y el crimen, los sentimientos y las psicopatías. El corrupto submundo
matriarcal donde ingresa la periodista Camille Preaker, narradora y
protagonista, al regresar a su pueblo natal y al decadente caserón familiar de
su infancia es un nido de pasiones soterradas y malignidad delicuescente
presidido por el poder de la odiosa Adora: una abeja reina que transforma en
zángano a cualquier macho que se le acerca y en monstruo (auto)destructivo a
cualquier niña que se deje seducir por sus mimos venenosos y ardides de bruja. Los
rituales madre-hija, practicados de generación en generación hasta la
degeneración, inducen patologías que solo se conjuran mediante el crimen y la
crueldad.
A Flynn
le atraen estas máscaras femeninas de una turbiedad inconmensurable. Y la niña
Amma es una de sus criaturas más carismáticas: una Lolita diabólica que personifica
la irracionalidad y el sadismo infantil. Una adolescente depredadora predispuesta
al mal. El instinto animal domina sus inicuas acciones de diosa consentida. Es
un personaje tan fascinante como ambiguo y se percibe el placer morboso de la
narradora al observar sus actitudes y estados corporales: merodeando por el
pueblo montada sobre patines en compañía de una pandilla de niñatas asesinas,
exhibiendo minifalda, muslos y pechos, o vestida con su camisón rosa, jugando en
el dormitorio con la casa de muñecas para ser de nuevo la niña de su mamá. Pero
Camille no le va a la zaga a su provocadora y maligna hermanastra. Camille porta
inscritos a cuchilladas en la piel, como tatuajes del dolor y la pena, los estigmas
de cada uno de sus traumas sexuales o familiares, como un entramado lacerante de
signos y síntomas que duplica la trama del relato infernal que escribe en
primera persona, como un combate contra sí misma, sus demonios, aversiones y
fantasmas.
La
prosa estilizada y categórica de Flynn posee cualidades especiales, dignas de
Poe, Cain, Chandler,
Highsmith, Rendell o Ellroy,
cuando se regodea en la maldad y la abyección sin caer nunca en la sordidez.
Así, tras describir con naturalismo escalofriante la macabra factoría de carne
porcina que alimenta y sustenta al pueblo, los efectos demoledores de esta
manera de narrar con crudeza se transmiten enseguida a las vidas íntimas de los
personajes. La reina madre, las hijas enfermas y el espíritu perverso que las
anima a perseverar en el mal y la culpa. El demonio genuino que inspira los
horrores y las aberraciones, mentales y físicas, en que viven inmersas.
Como ha
dicho Laura Bogart, perceptiva crítica americana, vivimos en una época donde se
nos urge a producir discursos positivos sobre las mujeres. En este contexto
cultural, necesitamos también que la rabia reprimida de la mujer pueda iluminar
visiones más complejas de la realidad. Para evitar críticas morales, Flynn ha
elegido el sendero creativo del género policial, donde puede aguzar los clichés como
puñales y afilar las rutinas narrativas como bisturíes. La novelista Flynn ejerce
como forense del alma y el cuerpo (para ella son lo mismo) de las mujeres de
ayer y de hoy. Y de lo que otra Camille, Camille
Paglia, llamaría su fuerza ctónica.
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