[James
Ellroy, Mis rincones oscuros, Random
House, trad.: Hernán Sabaté, 2018, págs. 496]
Freud no
atraviesa, desde luego, su mayor momento de popularidad. Pero sin la sombra venérea
del doctor vienés sería impensable entender con tanta nitidez la vida y la obra
de James Ellroy. A todo esto, Ellroy no dudaría en escupirle en la cara no ya a
un busto marmóreo de Freud sino a cualquier psiquiatra que se atreviera a meter
las indiscretas narices para olisquear en la materia oscura que conforma su
vida mental, traumatizada por una madre muerta demasiado pronto y en
circunstancias bastante sórdidas. Para hurgar ahí, con todo el morbo y la
delectación de quien sabe que está removiendo sus entrañas enfermas, rascando
una herida invisible que duele y procura placer al mismo tiempo, se basta él
solo con sus artimañas novelescas y sus conjuros escénicos…
Al principio de todo, como siempre, hay un
asesinato. O mejor, dos. Dos mujeres asesinadas en la misma ciudad infernal,
Los Ángeles, con una década de diferencia. Elizabeth Short y Geneva Hilliker
Ellroy. Una aparece horriblemente descuartizada en un descampado el 15 de enero
de 1947. Y la otra estrangulada en El Monte el 22 de junio de 1958. Una era
morena y la otra pelirroja. Ambas habían mantenido relaciones sexuales en las
horas previas a su asesinato. Una tenía 21 años y estaba soltera, aunque soñaba
con casarse y tener hijos. La otra tenía 43 años, había estado casada con un
hombre débil y fracasado al que engañaba con otros hombres y tenía un hijo, el
futuro novelista James Ellroy que acabaría dedicando un libro a cada una de ellas,
las dos mujeres de su vida. “La Dalia Negra ”
en 1987, una cima brutal del género negro, donde Ellroy reconstruía con
metódica obsesión las escabrosas circunstancias del asesinato de Elizabeth
Short. Y “Mis rincones oscuros” en 1996, esta impresionante crónica negra de la
vida y muerte de su madre a partir de los datos vitales recabados por Ellroy y,
más tarde, un policía veterano, Bill Stoner, contratado como detective en 1994.
En manos de Ellroy, la “novela familiar” se
transfigura en comedia grotesca y febril. El padre: Armand Ellroy, un matón
guaperas y superdotado genital que se movía como un escualo por las turbias
aguas de Hollywood, entre actrices aspirantes a la gloria fílmica, y que llegó,
según la leyenda paterna, a liarse con Rita Hayworth cuando trabajaba de
guardaespaldas para ella. La madre: la pelirroja Jean Hilliker, una enfermera
de convicciones naturalistas y tendencias promiscuas tan acendradas como las del
marido semental. Si la convivencia de ambos personajes ya era traumática para
el niño Ellroy, la separación y la pugna por la custodia lo fueron aún más. Un
escritor de fijaciones compulsivas no podría encontrar mejor escenario para
formarse. Desgarrado entre la esquizofrénica fascinación por la madre, a la que
amaba y detestaba con idéntico ardor, y la protección de un padre fracasado que
leía novelas de Spillane para fantasear con el papel viril que hubiera deseado
desempeñar en la vida, a imitación del detective Mike Hammer.
Faltaba un detalle primordial para acabar de
perfilar la personalidad obsesiva del novelista. El siniestro asesinato de la
madre, cuando Ellroy tenía 10 años, violada y estrangulada por uno de los
muchos desconocidos (el enigmático “Hombre Moreno” que funciona en el relato como
asesino fantasma) a los que se entregaba con frecuencia para disipar la soledad
y el tedio. El cuadro clínico ya estaba completo: un crimen sexual sin resolver
marcaría para siempre la calenturienta imaginación de un escritor que haría
suyas a partir de entonces, como círculos concéntricos del mismo mal endémico,
todas las tramas criminales de la historia americana del siglo XX. Como si el
cadáver magullado de su madre lo pusiera en comunicación con heridas sangrantes
que la sociedad no podía restañar sin pagar un alto precio simbólico. Como
declara en las páginas finales de esta investigación íntima: “¿Por qué sublimar
la lujuria cuando puedes utilizarla como instrumento de percepción? La mayoría
de las mujeres morían a causa del sexo” (p. 449).
Hoy poseemos más sensibilidad e información que
nunca en la historia sobre los crímenes y la violencia cometida contra las
mujeres. En este contexto, un libro extraordinario como “Mis rincones oscuros”
recobra, dos decenios después de su primera edición, una renovada actualidad y
se convierte en uno de los documentos más escalofriantes y veraces sobre esta
gran lacra sintomática del malestar de la cultura patriarcal.
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