A Bouvard y Pécuchet
Toda
biblioteca encierra un programa de lectura, una invitación urgente a aislarnos
para consumir sus tesoros. El primer desafío a que se enfrenta el lector es por
dónde empezar. El segundo es cómo combinar la lectura de las obras sin provocar
ninguno de los males (tedio, insatisfacción, indiferencia, desidia) que tarde o
temprano aquejan al viajero libresco. Un consejo fácil sería comenzar por
Borges. Todas las bibliotecas del mundo caben en su obra comprimida y todas las
obras literarias se compendian en su biblioteca circular: las epopeyas
fundacionales (Homero y Gilgamesh), las fabulosas Mil y una Noches, Cervantes, Dante y Shakespeare, o escritores modernos como
Flaubert, Melville, Stevenson, Henry James, Kipling, Marcel Schwob, Kafka o
Joyce. Con Borges se tiene sustento suficiente para muchos veranos de
recalentamiento global.
Como
no sólo de Borges viven los buenos lectores, conviene escarbar en los fondos en
busca de libros que estimulen otras sensaciones o generen otras ideas. La Antología
del humor negro del surrealista Breton nos pondrá en contacto con una
variante diabólica del espíritu humano: la inteligencia que (se) ríe de sí
misma, de su fracaso ontológico y su ilimitada arrogancia, la carcajada
luciferina que se ceba en los aspectos menos ilustres de la condición humana, o
en los más ilustres y encomiados, como hacen, cada uno a su manera burlona y
singular, Bernhard o Barthelme, Lautréamont o Gombrowicz, Quevedo o Queneau,
Coover o Roth, Céline o Beckett, Bataille o Bierce.
En
este sentido, nada mejor para entender por qué parece cada vez más difícil
soñar con un mundo mejor que revisar las ambiguas páginas de la Utopía de
Thomas More. A pesar de su título, cualquier lector dudará antes de decidir si
se trata de una propuesta de reforma de la organización social, o de una sátira
implacable de la nece(si)dad humana de organizar la vida. Esta obra
extraordinaria nos condena a la incertidumbre de la literatura, y no es
casualidad que a su autor le costara (literalmente) la cabeza. Así lo entendió
también el erudito Erasmo, su amigo y corresponsal, al dedicarle otro libro
inclasificable: el Elogio de la locura revela que la
inteligencia sólo puede abrirse camino en el mundo reconociendo el dominio
incontestable de su antagonista absoluto, la tontería o necedad, más extendida
entre nosotros de lo que los planes de estudio académicos o los programas de
los partidos políticos y las asociaciones humanitarias estarían dispuestos a
reconocer. Éste es, sin duda, el subversivo humor que irriga cada página
del Quijote, el único clásico español inagotable, pese a los
eruditos de aldea, los escoliastas y demás profesionales de la taxidermia
académica.
Ya
conquistado el núcleo duro de la biblioteca, el luminoso corazón del canon, me
permitiría recomendar distintas obras para amenizar este recorrido algo áspero
por las escarpadas cumbres de la cultura. Si se quiere expandir el sentido del
humor a todos los órdenes de la vida nadie debería perderse las obras gemelas
de dos cervantinos genuinos y geniales: Tristram Shandy, de Sterne,
y Santiago el fatalista, de Diderot. Y si se prefiere extender el
significado del amor nadie dude tampoco en adentrarse sin temor en los dos
transgresores canónicos del erotismo occidental: La filosofía en el
tocador, de Sade, y Las once mil vergas, de Apollinaire. Está
comprobado que sus efectos son superiores a los de la Viagra, o cualquier otro
afrodisíaco registrado, y garantizan que la siesta o el trasnoche estival
puedan convertirse en un festival de reconciliación de la carne con el verbo (y
viceversa). Altérnense sin riesgo con productos más contemporáneos como La
fiesta de Gerald, de Robert Coover, El teatro de Sabbath, de
Philip Roth, Deseo de Elfriede Jelinek o Plataforma de
Houellebecq, muestras inflamables del nuevo desorden amoroso. Para el otro
desorden, el orden del consumo y el caos cotidiano capitalista, nada mejor que
zambullirse en sus paradojas e infamias, procesos globales, relaciones
mediatizadas, complejidad diaria y mutaciones futuras, guiados por cartógrafos
digitales de la fiabilidad de Don DeLillo, David Foster Wallace, William Burroughs, Bret Easton Ellis, Chuck Palahniuk o William Gibson.
El
verano es, además, una época idónea para zambullirse sin prevención no sólo en el
mar sino en obras oceánicas como el Fausto de Goethe, El
Criticón de Gracián, Locus Solus de Raymond Roussel, En busca del tiempo perdido de Proust, El
hombre sin atributos de Robert Musil, Bajo el volcán de
Malcolm Lowry, En Nadar-dos-pájaros de Flann O´Brien, El
Baphomet de Klossowski, Paradiso de Lezama
Lima, Diccionario jázaro de Milorad Pavic, El reloj de
arena de Danilo Kis, Meridiano de sangre de Cormac
McCarthy, Tres tristes tigres de Cabrera Infante, La
vida instrucciones de uso de Perec o La muerte de Virgilio de
Hermann Broch. A pesar de las altas temperaturas y su incisiva incidencia en la
facultad intelectiva, recuerdo con admiración y asombro varias novelas enormes
donde se podría decir que acaba de verdad la novela decimonónica y empieza algo
(¿la postmodernidad?, ¿el postmodernismo?) que todavía no sabemos nombrar con
exactitud: Los reconocimientos, de William Gaddis, El
plantador de tabaco, de John Barth, Dhalgren, de Samuel Delany,
y Terra Nostra, de Carlos Fuentes. Como festín para las noches
de verano propondría cualquiera de las maravillosas novelas de Thomas Pynchon,
pero en especial El arco iris de gravedad, y también, como
complemento a Cervantes, Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, y una
obra moderna que es la suma de la felicidad libidinal de la vida y la
literatura: Ada, o el ardor, del inmenso Nabokov.
No
creo que un lector avezado pueda contentarse sólo con las obras de los
maestros, ni mucho menos saciar su apetito con clásicos remotos. Mientras no conozca a fondo la obra narrativa de Ballard, Dick o Chandler un buen lector de hoy no puede decir seriamente que lo es. Por fortuna
hay en nuestra época muchos otros nombres y títulos que podrían incendiar
nuestras bibliotecas con el fuego de la inteligencia y no con el del odio o el
fanatismo. Leer literatura sigue siendo el acto civilizado por excelencia,
quizá por eso hacerlo en esta estación algo inculta es más provocativo que
nunca. Un acto de resistencia.
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