[John Gray, La comisión para la inmortalización. La ciencia
y la extraña cruzada para burlar a la muerte, Sexto Piso, trad.: Carme
Camps, 2014, págs. 244]
El miedo a la muerte es, por desgracia, lo que
define a los seres humanos desde que sus ancestros primitivos abrieron los ojos
en este planeta para significarse como una de las formas de vida más destructivas.
Ese atavismo produjo una doble consecuencia: el pavor a la desaparición individual
y a la extinción de la especie tanto como el desarrollo de técnicas de
exterminio para expandir el dominio de la muerte sobre la tierra.
Este espléndido ensayo se plantea como un
recorrido en tres partes por esta temática fundamental desde la crisis histórica
de la modernidad, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, hasta
nuestros postmodernos días donde la obsesión médica por el envejecimiento y las
dietas calóricas traducen la aspiración a la inmortalidad y la eterna juventud
a las costumbres más banales. Como concluye Gray: “Al anhelar la vida eterna
los humanos demuestran que siguen siendo el animal definido por la muerte”.
En la primera parte, Gray analiza la decadencia
de la cultura científica británica a partir de su combate intelectual con el
darwinismo triunfante. El rechazo al materialismo vulgar condujo a muchas
mentes privilegiadas a coquetear con el ocultismo y el espiritismo y, en
general, lo paranormal, con el fin de superar la visión de la filosofía
positivista y la teoría darwiniana, devastadora para las ideas sublimes de la
especie humana sobre sí misma. La claudicación de inteligencias de primer nivel
ante las supercherías ocultistas fue de tal calibre que llegaron a sostener el
disparate de que la ciencia podría engendrar un mesías o un superhombre que salvara
el mundo.
En la segunda parte, Gray prueba con argumentos contundentes
su idea de que “el más allá es como la utopía, un lugar donde nadie quiere
vivir”. Examinando las relaciones con la ciencia y la revolución soviética de
escritores como H. G. Wells y Máximo Gorki, logra perfilar un cuadro
escalofriante de lo que fueron el bolchevismo y el estalinismo: máquinas de
matar en masa al servicio de una causa tan abstracta como la deificación tecnológica
del colectivo humano. El caso de Wells es quizá el más llamativo. Partidario de
la eugenesia científica y del gobierno elitista que conduciría a la humanidad
hacia un progreso y una mejora radicales de sus condiciones de vida, se
entrevistaría en vano con Lenin y Stalin, creyéndolos demiurgos dotados del
poder de transformación de la realidad. Solo lo salvó de esta peligrosa fantasía
ideológica su complicada historia de amor con una fascinante mujer rusa, Moura,
que se aproximó a Wells para espiarlo mientras era la amante de Gorki y mantenía
relaciones clandestinas con espías británicos. Gracias a ella, Wells comprendió
que la vida estaba guiada por el azar y el caos y cualquier intento científico
de reformarla recaería en el mismo fanatismo criminal con que las religiones perseguían
a los descreídos.
Y en la tercera parte, Gray revisa sumariamente
el ideario de eternidad cifrado en el deseo de trascender las limitaciones de
la carne a través de la criogenia y la clonación y en la tentativa cibernética de
inmortalizar el cerebro de científicos superdotados en inteligencias
artificiales. En este sentido, el gran problema de la vida en el siglo XXI no
será solo la supervivencia en un planeta amenazado de catástrofe ecológica y
demográfica sino la voluntad de poder de la ciencia por controlarla y cambiarla.
La verdadera sabiduría, en cambio, residiría en
comprender, como dice Gray, “que el yo que queremos evitar que muera está en sí
mismo muerto”.
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