miércoles, 24 de septiembre de 2014

LA MUERTE OS SIENTA TAN BIEN


 [John Gray, La comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar a la muerte, Sexto Piso, trad.: Carme Camps, 2014, págs. 244]

El miedo a la muerte es, por desgracia, lo que define a los seres humanos desde que sus ancestros primitivos abrieron los ojos en este planeta para significarse como una de las formas de vida más destructivas. Ese atavismo produjo una doble consecuencia: el pavor a la desaparición individual y a la extinción de la especie tanto como el desarrollo de técnicas de exterminio para expandir el dominio de la muerte sobre la tierra.
Este espléndido ensayo se plantea como un recorrido en tres partes por esta temática fundamental desde la crisis histórica de la modernidad, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, hasta nuestros postmodernos días donde la obsesión médica por el envejecimiento y las dietas calóricas traducen la aspiración a la inmortalidad y la eterna juventud a las costumbres más banales. Como concluye Gray: “Al anhelar la vida eterna los humanos demuestran que siguen siendo el animal definido por la muerte”.
En la primera parte, Gray analiza la decadencia de la cultura científica británica a partir de su combate intelectual con el darwinismo triunfante. El rechazo al materialismo vulgar condujo a muchas mentes privilegiadas a coquetear con el ocultismo y el espiritismo y, en general, lo paranormal, con el fin de superar la visión de la filosofía positivista y la teoría darwiniana, devastadora para las ideas sublimes de la especie humana sobre sí misma. La claudicación de inteligencias de primer nivel ante las supercherías ocultistas fue de tal calibre que llegaron a sostener el disparate de que la ciencia podría engendrar un mesías o un superhombre que salvara el mundo.


En la segunda parte, Gray prueba con argumentos contundentes su idea de que “el más allá es como la utopía, un lugar donde nadie quiere vivir”. Examinando las relaciones con la ciencia y la revolución soviética de escritores como H. G. Wells y Máximo Gorki, logra perfilar un cuadro escalofriante de lo que fueron el bolchevismo y el estalinismo: máquinas de matar en masa al servicio de una causa tan abstracta como la deificación tecnológica del colectivo humano. El caso de Wells es quizá el más llamativo. Partidario de la eugenesia científica y del gobierno elitista que conduciría a la humanidad hacia un progreso y una mejora radicales de sus condiciones de vida, se entrevistaría en vano con Lenin y Stalin, creyéndolos demiurgos dotados del poder de transformación de la realidad. Solo lo salvó de esta peligrosa fantasía ideológica su complicada historia de amor con una fascinante mujer rusa, Moura, que se aproximó a Wells para espiarlo mientras era la amante de Gorki y mantenía relaciones clandestinas con espías británicos. Gracias a ella, Wells comprendió que la vida estaba guiada por el azar y el caos y cualquier intento científico de reformarla recaería en el mismo fanatismo criminal con que las religiones perseguían a los descreídos.
Y en la tercera parte, Gray revisa sumariamente el ideario de eternidad cifrado en el deseo de trascender las limitaciones de la carne a través de la criogenia y la clonación y en la tentativa cibernética de inmortalizar el cerebro de científicos superdotados en inteligencias artificiales. En este sentido, el gran problema de la vida en el siglo XXI no será solo la supervivencia en un planeta amenazado de catástrofe ecológica y demográfica sino la voluntad de poder de la ciencia por controlarla y cambiarla.
La verdadera sabiduría, en cambio, residiría en comprender, como dice Gray, “que el yo que queremos evitar que muera está en sí mismo muerto”. 

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