[John Kennedy Toole, La
conjura de los necios, Anagrama, trad.: J. M. Álvarez Flórez y Ángela
Pérez, 2014, págs. 389]
Al principio la historia no tiene
ninguna gracia. Un joven escritor neurótico del Sur de los Estados Unidos se
suicida a finales de los sesenta como consecuencia del reiterado rechazo
editorial que padece la novela que revelaría al mundo su genialidad. El
desprecio literario le parece al escritor tan intolerable como respuesta a su manifiesta
exhibición de talento que acaba cometiendo el acto fatal que más demuestra la
falta de sentido del humor de un individuo.
Y, no obstante, por el empeño de la madre, con
quien Toole mantenía las mismas relaciones tortuosas de su personaje, y la
generosidad del novelista Walker Percy, primer lector que supo apreciar el
valor de esta sátira sarcástica, La
conjura de los necios se publica en 1980, convirtiéndose enseguida, ironías
de la vida, en un libro de culto, un clásico instantáneo y un superventas
duradero. No obstante, las tentativas de adaptación cinematográfica, de una
inepcia proverbial, solo a la altura de los postulados cómicos del libro, se
suceden sin éxito, como si la figura descomunal que llena de vitalidad y humor
las páginas de la novela no pudiera adquirir otra realidad que la que le
confirió su autor y completaron con su imaginación millones de lectores en todo
el mundo.
A comienzos de los ochenta, dos selectos clubes
se disputaban la inteligencia de los lectores: los que veían el mundo según
Garp, inspirándose en la ficción homónima de John Irving, y los que lo interpretaban
a la manera excéntrica de Ignatius J. Reilly, obeso y obsesivo protagonista de
esta novela desternillante, como un cúmulo de disparates y sinsentidos.
Tanto el título original como el de la
traducción hacen justicia a la idea de una realidad que se organiza, dentro y
fuera del libro, como una gigantesca conspiración, un complot urdido por las mentes
más necias y los agentes más incompetentes para convertir la vida humana en una
comedia irrisoria. Como Toole, Ignatius lucha con todas sus fuerzas contra el
designio de esa confabulación al tiempo que toma conciencia de que sus
actividades, observadas con agudeza y comicidad cervantinas, solo contribuyen a
amplificar el expansivo radio de acción de la conjura infinita de la estupidez.
Pese a la multiplicación de tramas y personajes,
el estrambótico cerebro de Ignatius y la masa corporal con que impone su cómica
autoridad sobre el mundo ocupan el lugar central en una narración concebida como
una truculenta sucesión de episodios carnavalescos e hipérboles rabelesianas. El
modelo novelesco más influyente es, obviamente, El Quijote. Y el idealismo atolondrado de su héroe, ya sea
liderando una “revolución negra” en una fábrica de pantalones o una “revolución
rosa” para disolver el poder del ejército, es sinrazón suficiente de todos los fracasos
patéticos, situaciones descacharrantes y acciones destinadas al ridículo que la
novela describe como un panorama grotesco de la época, esa realidad americana
que traducía la modernidad al código capitalista del consumo.
Reilly, uno de esos entrañables personajes de
rasgos dickensianos que exceden el
retrato naturalista, vive en guerra ideológica con la América coetánea, los
valores dominantes y las ilusiones de confort material y entretenimiento banal
de la clase media. Las paradojas morales de su esquizofrénica posición le
permiten confundir a los necios (personajes o lectores) haciéndose pasar ante
ellos tanto por un escritor reaccionario con veleidades de católico integrista (a la manera de Barbey o Bloy) como por
un peligroso agitador comunista o un subversivo contracultural.
Como todo “Quijote” que se precie, Ignatius tiene su “Dulcinea”:
Myrna Minkoff, la extravagante compañera de universidad con la que sostiene
hasta el final un pulso político sucedáneo de la relación sexual que no consuman
y que lo estimula en la necesidad de un compromiso real contra la iniquidad del
mundo. Es ella quien viene a salvarlo del bucle en que vive atrapado (cuando
todos los personajes que lo rodean, incluida su madre, se conjuran para recluirlo en un manicomio) y la fuga
final de ambos de la realidad provinciana de Nueva Orleans contiene, con todo, una ambigua promesa
de felicidad denegada, por desgracia, al autor.
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